El capitalismo no sólo ha estetizado nuestro entorno, sino que también ha sabido esterilizar nuestro alma …
Gilles Lipovetski
Desde una sensibilidad renovada de la Nouvelle Vague, en Yanji, la ciudad más estrecha del mundo, Anthony Chen nos conmueve sobre la “contemporaneidad” y las relaciones humanas con su última película. Esta obra, parte de la selección Un Certain Regard en el Festival de Cannes 2023 y elegida para representar a Singapur en los Oscar, captura con maestría las complejidades y matices de la vida moderna. En ella, la juventud comprueba diariamente que la autoexplotación, el entretenimiento y en general las respuestas capitalistas hacia el sentido de la vida se quedan vacías y se convierten en dolores modernos ante la verdadera y más profunda esencia de la existencia.
La tríada coprotagónica comienza a hilarse en un encuentro espontáneo cuando Haofeng asiste a la boda de algunos antiguos compañeros del instituto. Esta escena, que aparenta ser estrictamente introductoria, está cargada de matices que permiten leer el subtexto general de la trama. En principio, las bodas como eventos cinematográficos suelen ser momentos en los que los personajes se abren y revelan algo inesperado de sí mismos, reconectando con su pasado, pasiones e incluso secretos. Sin embargo, Chen elige precisamente este evento para enfatizar el secretismo y ostracismo de Haofeng, un tema recurrente a lo largo del film. Esta repetición subraya la falsa conectividad de las relaciones humanas en fiestas, celebraciones, viajes y, en general, los aspectos más espectaculares y fotográficos de las interacciones humanas modernas.
Durante la boda, uno de los ex compañeros de Haofeng se le acerca y le pregunta principalmente por el precio y el alto valor de su reloj de muñeca. Esta interacción superficial se complementa con la primera presentación de Nana, que se da frente a un grupo de desconocidos en su empleo como guía turística. Ella pide una propina con la frase peculiar «Siempre acepto más» antes de mitigar el dolor físico que le sigue generando una antigua cicatriz en el pie. Estos elementos, inicialmente cotidianos y contextuales, cobran mayor significado a lo largo de la película. Cuando Xiao, acostado frente a un cartel que ofrece una recompensa de 200,000 yuanes por un delincuente, se cuestiona sobre su propio valor como individuo, llegando a la conclusión de que él, un joven empleado de un restaurante familiar, no vale tanto como el criminal. Interrogando, de manera sutil pero trascendente, dónde está enfocado el valor de las personas en la actualidad, donde la productividad, el lujo y lo mediático opacan los impactos emocionales y personales de los individuos hasta helarlos y solidificarlos.
El matrimonio típico coreano cierra con una explosión colorida de baile, trajes tradicionales y luces rítmicas, abriendo la puerta a otra iteración en la película. Estos momentos de mayor color y exuberancia artística, que la cultura del consumo nos ha enseñado a valorar como los más memorables y significativos, son precisamente aquellos en los que los tres protagonistas están menos conectados y más solos. En contraste, las escenas ocres, casi planas en términos de color, donde Nana, Haofeng y Xiao dejan de lado las convenciones y permiten que la vida los reconforte, derrita e inspire, son las experiencias que realmente impactan en su vida y las que finalmente los motivarán a emprender un nuevo rumbo con una mirada novel. Subrayando la disonancia entre la superficialidad de los momentos «perfectos» y la autenticidad de las conexiones humanas genuinas, caracterizadas por su cotidianidad y mundanidad.
Durante el evento resplandece otro elemento que irá pesando sobre todo el film: una llamada constante de un centro de salud mental a Haofeng para recordarle su inasistencia a una cita pasada e insistir en su deber a acudir. Aunque Haofeng pierde su celular y esa llamada queda en el olvido, este es el elemento inicial con el que The Breaking Ice nos confronta ante la ineficiencia del sistema económico y social para realmente ayudar en los aspectos esenciales de la vida, como la salud emocional, el bienestar, la libertad, el amor y la felicidad. Esto se subraya con la narrativa alterna del ladrón, el llanto desbordado de Haofeng en el bar, las periódicas afirmaciones sobre el trabajo que no conduce a nada, y principalmente en el reloj de Haofeng cuando se detiene. Este elemento, que ha simbolizado la medida del tiempo y el trabajo tal como lo conocemos, se vuelve inútil e incapaz de medir lo inconmutable o inefable; el sosiego, lo emocional, así como, lo trascendental y espiritual.
Estas preocupaciones existenciales se tejen desde el realismo y la apacibilidad, siendo los elementos más evidentes el hielo y el invierno, desde una elocuencia atmosférica que sirve como un reflejo de la sociedad y sus relaciones interpersonales. Desde el título The Breaking Ice, se alude al deseo de Anthony Chen de romper aquello que nos mantiene congelados y atrapados: nuestro trabajo, un pasado marcado por un sueño imposible, o la simple apatía hacia la vida. Invitándonos a ver más allá de nosotros mismos y de los otros, permitiendo que no existan capas que velen nuestra perspectiva y libertad. Debido a que la cercanía humana, con su calor, puede ayudarnos a descongelar aquellos laberintos interiores donde no podemos hallar la salida.
Como pretexto para una reflexión general, coloca a los tres personajes en un laberinto de hielo —a modo de ladrillos psicológicos— donde los caminos se entrecruzan, sus formas se suman, funden y confunden como símbolo de lo intrincado de la existencia y alegoría de la complejidad del mundo. En el que a pesar de su aparente proximidad, terminan por no encontrarse; acercándonos, metafóricamente, a las dos experiencias básicas de la vida: el miedo y la esperanza; y, a su vez, dejando en evidencia que vivir supone una “búsqueda”, que la mayoría de las veces no hay que “encontrar” fuera sino dentro, mediante un reencuentro consigo mismo.
Una de las secuencias finales, al igual que su inicio, cierra aquellos interrogantes y cuestionamientos con esperanza y alegoría. Durante toda la película, la presencia de los animales salvajes se retrata contenida, muerta y hasta presa, desde los cuadros, los animales disecados y las pinturas, hasta los animales tras rejas son metáforas de la prisión individual en la que cada protagonista se encuentra. Sin embargo, en el camino de regreso del Heaven Lake, queda claro que lo importante no es el final, las metas o lo «fotográfico», simbolizado en el deseo de ver el lago y la imposibilidad de conseguirlo por el clima. El camino, la compañía y la transformación se vuelven primordiales. En este trayecto, vemos por primera y única vez a un oso salvaje, vivo y libre. Este oso, símbolo chino del equilibrio, la coexistencia y la conexión armoniosa con la naturaleza, se acerca a ellos sin dañarlos. Imprimiendo un hálito inédito que incita a los protagonistas a no temer vivir la vida bajo sus propias reglas, eligiendo sus prioridades personales y satisfacciones trascendentales.
En el marco de una ciudad donde la cultura china y coreana se entremezclan, Anthony Chen deja entrever cómo la frialdad social se ha convertido en un trabajo cotidiano realizado ciegamente. La comercialización de la cultura y las tradiciones nos convierte en turistas permanentes, aparentando vivir mientras nos alejamos del sentido y funcionamiento esencial de la vida. No por nada, Xiao responde con ironía a Haofeng: “Cocinar para turistas es lo mismo que cocinar para amigos”. Esta observación subraya que no son las fotos, los viajes o los eventos los que realmente cambian nuestra vida, sino las personas y las relaciones que nos acompañan en el viaje de vivir.