Tres colores: Azul, de Krzysztof Kieslowski

AzulAzul. El color del frío, de la desolación. Uno de los colores de la bandera de Francia y también el de la Unión Europea. El primero de los títulos de la trilogía de Krzysztof Kieslowski y, para el director, el color de la libertad. Tres colores: Azul se estrenaba en el Festival de Venecia de 1993, donde se haría con el León de Oro y la Copa Volpi a la mejor actriz para una descomunal Juliette Binoche. Tres décadas más tarde, en medio de un clima cáustico y coincidiendo con la celebración de unas elecciones históricas en el país galo, llega a los cines una copia remasterizada de la trilogía de los colores, con la que Kieslowski se propuso estudiar los complejos engranajes socioculturales y políticos del continente europeo, a través de los conceptos de «libertad, igualdad, fraternidad».

La película empieza con un accidente. No, en realidad empieza con la rueda de un coche fregando contra el asfalto y con la mano de una niña que sobresale por la ventana, sujetando el envoltorio azul de una piruleta. Con el sonido de un claxon, el reflejo de las luces de un túnel en los cristales del vehículo y con un joven corriendo hacia un coche rodeado de humo. Kieslowski no quiere narrar un accidente de tráfico, sino imprimir una atmósfera hipnótica, poética y apesadumbrada sobre la pantalla, estableciendo el tono frío y melancólico de una película que habla sobre la tragedia y sobre la imposibilidad de huir del pasado.

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En el accidente, Julie (Juliette Binoche) pierde a su hija y a su marido, un importante compositor encargado del himno para la unificación de Europa. Incapaz de soportar el peso del dolor, se deshace de todas sus pertenencias materiales y empieza una nueva vida, huyendo de cualquier conexión con el pasado. Instalada en un modesto ático parisino, pasa los días entre el café de la esquina, donde a menudo se fija en un músico vagabundo que parece tocar la melodía que su marido dejó inacabada, y la piscina, donde ahoga las lágrimas que es incapaz de llorar. Su plan es vivir sin realizar grandes proezas, sin ataduras, sin amar ni ser amada.

Juliette Binoche condensa en su rostro el dolor gélido de una mujer rota. Sin levantar la voz ni exagerar sus movimientos, su meticuloso trabajo se apoya en las miradas, en los silencios, hasta en las respiraciones que Kieslowski sitúa siempre en un primer plano sonoro, para meternos de lleno en la piel de esa mujer.

La melodía histriónica que su marido —o tal vez ella misma, la película deja algunos interrogantes abiertos— no logró finalizar, la persigue siempre. Unas notas disonantes y enérgicas que chocan con la atmósfera sonora casi onírica del film, donde abundan más los silencios y los susurros que los gritos, y que van agrietando el caparazón de la protagonista y su plan de huida hacia adelante. Las primeras grietas se revelan en forma de relaciones inevitablemente humanas: de esa vecina joven e inocente, que ejerce su libertad al vender su cuerpo, pese al rechazo social que eso causa en los demás; del misterioso vagabundo con dotes artísticas, ignorado por los viandantes, que se aferra a su flauta como anclaje al mundo que habita; o de su madre, una mujer suspendida en el presente a causa del Alzheimer, que le ha robado el pasado, y que se pasa el día mirando a través del televisor a personas saltando al vacío, aunque siempre atadas por alguna cuerda que amortigüe la caída.

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Pero el auténtico derrumbe llega al tiempo que el pasado, implacable, la alcanza de una vez por todas. Aunque en realidad nunca se ha ido —así lo demuestra ese móvil azul de piedrecitas brillantes, del que es incapaz de desprenderse—. Es precisamente allí cuando la protagonista encuentra la única vía posible hacia la libertad, que pasa por revisitar sombras del pasado y recuerdos borrosos, en busca de heridas que cerrar. Confrontar para poder avanzar, llorar para purgar el dolor y ser capaz de amar otra vez.

Kieslowski explora el concepto de libertad sin ofrecer sentencias absolutas, dejando en su lugar un mar de cuestiones: ¿Es posible la libertad en la Europa materialista en la que vivimos? ¿Es más libre el que no posee? ¿El que, por no poseer, no dispone ni de su propio pasado? Y, sobre todo, ¿tiene sentido la libertad sin la igualdad y la fraternidad? La postura del polaco ante estas cuestiones parece más bien pesimista, pero la película culmina con un plano tan críptico como revelador que nos invita a pensar que hay, a pesar de todo, un atisbo de esperanza.