Los monstruos están fuera de la gran pantalla
El estilo mumblegore de Ti West, que lo caracterizó en el pasado, permanece en su trilogía X. Esta vez, fusiona las características de las películas de terror clase B, explorando la interrelación entre la evolución del género y la pornografía, junto al American Gothic, para crear un universo porno-slasher al mejor estilo hollywoodiense. Siendo este cine espectacular, capaz de conjurar tanto fantasías como pesadillas, el núcleo de la trama de la trilogía, donde Maxine Minx y Pearl encarnan el desencanto del sueño americano, la ambición femenina convertida en fatalidad y los deseos insatisfechos como el origen de la maldad.
A través de sexo, drogas, homicidios y cultos, West homenajea la década de los 70 con el sexploitation, el mercado de la videografía, el slasher y el porno; los 50 con el melodrama y la teatralidad technicolor de la época dorada del cine clásico; y los 80 con el salvaje Hollywood y la decadencia de Los Ángeles. Recrea, en el aspecto estético y, por momentos, también en el narrativo, el cine de terror de bajo presupuesto más emblemático de cada período, acuñando tantos guiños y referencias a la historia del cine y del género que, para el público más especializado, resulta casi más divertido jugar a reconocer cada tributo a otras películas, o incluso acontecimientos reales, que sumergirse profundamente en el argumento.
Sin embargo, más allá de esta belleza vintage que provoca tanto entusiasmo y nostalgia en el público, existe un sentido trágico y poético sobre el espectáculo que resulta más interesante y penetrante. Todo comienza con X a través de un plano que, por su composición, evoca el formato 4:3 de la televisión, dándonos entrada al mundo paralelo del entretenimiento. A medida que avanza la película, se crea una sensación casi mágica en la que, por montaje, la cámara de 8 mm con la que los protagonistas graban una película porno resulta ser el espejo de la realidad tétrica que los acecha. Se crea así una metáfora que nos habla sobre cómo el cine puede convertir los horrores en placenteras fantasías y, más importante aún, cómo aquellas ficciones alimentan los deseos afligidos que se transforman en violencia.
Es en este dolor de la aspiración y el enfrentamiento entre lo cotidiano y lo anhelado que nace el verdadero terror de Ti West. Utilizando un formato diferente en cada película, cuestiona si la cámara puede borrar la realidad, suavizar su verdad desgarradora e invisibilizar el horror que oculta su existencia. Esta idea es maravillosamente expresada cuando, en X, Lorraine, la sonidista del porno, le pregunta a Wayne por qué no le molesta que Maxine haga una escena sexual con otro actor siendo su pareja, y él le responde que, mientras la cámara esté grabando, no importa porque no es real, es una película. No obstante, la trilogía nos obliga a cuestionarnos constantemente esta respuesta, dilucidando cada vez más las líneas entre el espectáculo y la vida.
Con ello, Ti West nos traslada a un terror que utiliza el metacine y la sobre-referencialidad de la sociedad y la cultura pop para confrontarla y exhibirla. En este, la figura de «heroína» de Maxxxine se define más allá de los límites de la crueldad y el egoísmo, inspirada por su deseo de ser una estrella. Diferenciándose únicamente de la “monstruosa” Pearl en que ella sí logra cumplir su sueño. Así, Pearl se convierte en una frustrada asesina pervertida por su obstinación y rencor, mientras que Maxxxine es retratada como una admirable, valiente e incansable luchadora. Pero, como sucede con el formato VHS que se mezcla con la realidad, ambas funcionan como reflejo de un mismo concepto. No es casualidad que ambos personajes sean interpretados por la extraordinaria Mia Goth, lo que permite subrayar la naturaleza oculta del sueño americano. Así, la trilogía X reescribe la creencia tradicional de que cualquier persona, sin importar su origen, puede alcanzar el éxito en los Estados Unidos con esfuerzo y perseverancia, por una perspectiva más cercana a: no importa qué hagas para lograr el éxito, siempre que lo consigas.
A pesar de que este concepto no sea realmente nuevo u original, su estética lo revitaliza. Al elegir el VHS para X, la teatralidad para Pearl y la envergadura de los estudios de Hollywood para MaxXxine como elementos poéticos que reafirman el concepto, sin llegar a ser cáusticos o repetitivos, sino, por el contrario, maravillosamente entretenidos por la eficacia en la imitación de sus épocas. La trilogía, en el fondo, aborda más el terror psicológico que el slasher, ya que, a medida que vamos conociendo a Maxxxine, nos damos cuenta de que su mayor miedo no es la muerte, la sangre o el homicidio, sino convertirse en un monstruo como Pearl, ya que su pasado, sin prestigio y manchado de sangre, sin el éxito, sólo podría resumir su vida a la de un fenómeno.
La resolución de este conflicto se encuentra en un elemento aparentemente simple: el color del cabello. En X y Pearl, ambas protagonistas tienen el cabello castaño, un detalle que resulta crucial para Pearl, quien pierde la oportunidad de cumplir sus sueños por no encajar en la imagen de la chica típicamente americana. Sin embargo, en la última película, Maxxxine adopta una nueva apariencia con un cabello rubio «americano». Este cambio pone de relieve la contradicción inherente a su ambición. Aunque la obsesión por la singularidad se subraya constantemente en cada película como un requisito indispensable para alcanzar el éxito. Pearl no lo consigue precisamente por ser diferente, mientras que Maxxxine triunfa por parecer igual a los demás, aunque con una leve singularidad. Esta situación expone la paradoja en el corazón de la industria cinematográfica: aunque se promueve el deseo de ser «especial» en cada espectador, en realidad, se busca fomentar una conformidad sutilmente distinta, un reflejo casi idéntico de lo que ya existe.
Todo culmina en un banal minuto de silencio en el set de La Puritana II tras la muerte de Molly Bennet. Este instante refuerza la idea de que el cine, como institución de culto, no sólo invisibiliza la realidad oscura a través de la cámara, sino que se sitúa más allá de la vida y la muerte, de las personas y sus creadores. Lo único que realmente importa es que el espectáculo continúe, que las estrellas sigan brillando en la pantalla y que la realidad continúe alimentando, con su horror cotidiano, las fantasías de las películas. No en una relación alquimista, sino cíclica y parasitaria, donde se inspira a los espectadores a ser monstruos, siempre y cuando sean «cinematográficos».