Como un árbol que crece en mitad del camino, House of the Seasons (Oh Jung-min, 2023) atraviesa la emoción desde su poética costumbrista, en un paralelo narrativo donde la burocracia que sucede entre la vida y la muerte toma forma a través de los distintos arquetipos de la familia tradicional. Siendo proyectada en la presente edición del Korean Film Festival de Barcelona como parte de la sección Indies de Seúl —seleccionada en colaboración con el Seoul Independent Film Festival (SIFF)—, esta estimulante ópera prima resulta desde una apuesta gramatical sumamente precisa, presentando una mirada atenta que observa el núcleo familiar y sus estigmas patriarcales para recoger una historia de personas sin rumbo en distintas etapas de la vida.
La película se divide en dos mitades marcadas por dos acontecimientos tangenciales. En la primera, la familia protagonista se agrupa en su pueblo natal para celebrar un rito conmemorativo donde recuerdan a sus ancestros. En esta parte se empiezan a establecer las dinámicas emocionales entre los distintos miembros, exponiendo sus particularidades, que van desde el afecto hasta el reproche. Mediante una elipsis, la segunda mitad toma lugar un tiempo después, en la víspera de un funeral y los trámites y confrontaciones que conlleva su respectiva gestión. Estos dos extremos —marcados por la anunciación del nacimiento y la muerte— acercan el relato a una determinada emoción que convierte su cotidianidad accidentada en un maravilloso alegato a la vida misma, como un suspiro alentador.
Más allá de esa sutileza metafórica, la inmensidad de aquel árbol previamente mencionado reúne a la familia en una fotografía; una que sucede de forma accidentada al ser tomada en un descuido por la abuela, congelando la imagen en un momento previo a su preparación. Esta forma de ser expuesta muestra la sinceridad espontánea de aquellos personajes desarraigados, en un instante donde todos quedan reunidos por la pantalla. Esta idea rezuma una cierta belleza y ensambla una serie de momentos precedidos por un gran calado dramático. Es el caso de las discusiones que surgen a raíz del funcionamiento del negocio familiar, dedicado a la producción de tofu. En esas conversaciones, los personajes exponen sus frustraciones unos a otros, corroídos por las expectativas de los demás al poner en cuestión las decisiones del pasado, el futuro y su economía. Seong-jin (Kang Seung-ho), el más joven de todos ellos, vive desplazado intentando ganarse la vida como actor en la ciudad. De alguna manera, esa perspectiva incierta sobre su trabajo resuena con la desconexión de su abuelo, Seung-pil (Woo Sang-jeon), quien es percibido con una ligera reticencia por los demás.
Entre el pequeño y el mayor se desarrolla una comprensión silenciosa y sincera, donde el primero acompaña al segundo y es partícipe de su forma de ver el mundo, de su vergüenza y su delirio. De alguna forma, esta relación entre antípodas sugiere esa comunión vital, donde los lazos son posibles cuando los personajes son capaces de comprenderse a pesar de todo, cuestionando los valores de la tradición y la modernidad. Esta vocación resulta desde la fragilidad del detalle, en una serie de encuadres que encierran, reúnen y separan a los personajes mediante las puertas y los distintos elementos de intersección. En ese lenguaje resuena con fuerza el cine de Yasujirō Ozu, con él más que evidente homenaje a la piel de manzana que pelaba Chishū Ryū al final de Primavera tardía (1949), sintetizando en esa tristísima cadencia el irrefrenable pasar del tiempo.
Esta sensación queda reflejada en otra secuencia, situada al final de la primera mitad y ensamblando con la segunda. En ella, Seong-jin está esperando a un coche para regresar a la ciudad, situado en un cruce entre dos caminos. Con él han ido sus abuelos, quienes lo acompañan para despedirse. Una vez el chico se sube al vehículo y se marcha, los mayores van en otra dirección de vuelta a casa. El cineasta observa su regreso al fondo del encuadre, pero inmediatamente encadena con una transición del movimiento de una serie de luces que se suceden de un lado a otro de la pantalla; al rato, el espectador descubre que se trata de la ventana del tren donde va Seong-jin, de vuelta a su casa. En ese plano en suspenso, donde la mirada del joven queda diluida ante el desconcierto de su visita, la película conjuga un pliegue bellísimo sobre la ficción, haciendo de su despedida un regreso —desafortunado— al mismo lugar, emborronando el marco temporal y conectando ambas partes, como un hilo de vida que lo ata a allí.
Desde su modesta sinceridad, House of the Seasons elabora un retrato sobre la familia y el tiempo, explotando su virtud dialéctica con la depuración de un Hirokazu Koreeda o una Carla Simón. Una historia que se abre desde su incertidumbre para explorar esa extraña emoción que nos conecta unos con otros e irremediablemente nos hace ser quienes somos.