Estudiar aquello que te apasiona es un privilegio que solo ostentan unos pocos. Estudiar fuera de tu casa, en una ciudad grande, compartir cubatas y apuntes con amigos, conocidos y nuevas caras que te acaban de presentar. Bailar las canciones de moda. Besarse. Debatir en clase sobre la actualidad. Cambiar el mundo en horas y horas de discusión que a veces terminan en piques y otras empiezan en risas. Ser joven y tener intacta la ilusión del desempeño de tu vocación: querer dedicar tu vida a mejorar la de los demás, a pesar de los pesares y de que el determinante posesivo “tu” pueda ser fagocitado por la vida, de manera caníbal por la tuya propia, e incesantemente regurgitado por la de los demás. La vida política entraña el riesgo de hacerte desaparecer o de ser señalado, de caer para siempre o de que te sobrevenga una fuerte sacudida de vómito.
Nevenka acaba de terminar sus estudios en la Universidad Complutense de Madrid. Es el año 1999: fuertes contracciones alumbran el siglo XXI. De regreso a su localidad de nacimiento, Ponferrada (León), donde pronto se celebrarán las elecciones municipales, es sorprendida con la oferta de ser la número tres en las listas del Partido Popular, liderado por Ismael Álvarez. El Partido Popular vence y ella asume la Concejalía de Hacienda en el Ayuntamiento de su pueblo: es una gran oportunidad política para una joven recién graduada. Iniciativa, trabajo, ganas, ambición. Bollaín dirige a una Mireia Oriol que transmite meritoriamente la conjugación de los cuatro sustantivos abstractos mencionados antes: Nevenka es pasión y es deseo de emprender proyectos. Su rostro es la imagen del liderazgo innato, no de quien anhela el poder del mando, sino de quien pretende hacer las cosas bien. De quien subraya lo importante para transmitirlo bien.
¿Quién no ha ensayado alguna vez un discurso oral frente al espejo? Quien lo haya hecho sabe por qué. La escena de Nevenka viendo en la tele a aquel político, mientras juega a imitar y hacer suyos los gestos del más ducho, poco antes de ser invadida por la presencia vacilona de su hermana pequeña, que comienza a imitar a la mayor, es una escena que contrae en apenas unos segundos lo que trato de hacer explícito con mis palabras hasta ahora. Bollaín acaba de contarnos el principio del todo, acaba de soplar en el oído del espectador lo que significa juventud. Joven en casa, joven en el ayuntamiento. Es entre las paredes de aquel edificio histórico de Ponferrada donde tendrá lugar el augurado infierno al que pronto la arrojaría su alcalde. Interpretado por Urko Olazabal, el líder del PP, reconocido y querido por las gentes del pueblo, aunque con fama de mujeriego, queda viudo al poco tiempo de comenzar la legislatura y busca calor en su relación con Nevenka, hasta entonces, ficticiamente amistosa.
Con 52 años —los últimos 8 de ellos en el ayuntamiento— y la experiencia de ser un hombre de fama y de poder, Ismael Álvarez inicia un juego de seducción inocultable a ojos de sus manos derechas a menos de hacer lo que todas ellas hicieron: rehuir el conflicto profesional que supone enjuiciar al líder, encerrar todo tipo de reproche moral en la conciencia. Los personajes que interpretan vivamente Carlos Serrano, Luis Moreno o Mercedes del Castillo son personas cultas y educadas, pero educadas en la cultura del miedo. En un claro contexto de abuso de poder, la presión social y el deseo de pertenencia superan su sentido de justicia y empatía, hecho que sabe constatar muy bien Bollaín.
Encerrados en el coche de Ismael antes de una importante reunión política, este opta por declarar verbalmente sus sentimientos a Nevenka. “Vamos, quenka, yo sé que tú sientes lo mismo por mí, lo noto”. Las palabras, los gestos ladinos y la postura corporal adquirida por el que interpreta Olazabal comienzan a anticipar la manipulación que será capaz de efectuar hasta ver cumplido su deseo varonil. En aquel coche, Nevenka comenzará a dudar de su relación con Ismael, tratará de dejarle claros sus sentimientos de amistad y admiración, nada más. “Vamos, quenka, dímelo, si yo sé que tú sientes lo mismo por mí, se nota”. Nevenka lo que empieza a sentir son muñecas y tobillos atados a los hilos de Ismael. Él la ve como a una niña, como a quenka, “su” quenka. Ella lo ve como a un buen amigo y compañero de trabajo: Ismael se ha esforzado mucho en fingir serlo.
Pasados no muchos días de aquella encerrona en el coche, un saludo entre ambos en una noche de fiesta en Ponferrada culminará en un primer encuentro sexual. Comienza entonces una relación esporádica de encuentros entre una joven y un adulto que le dobla la edad y que, además, es su jefe. Ella: insegura. Él: insistente. Nevenka no está cómoda con aquello, no se siente bien en lo personal ni en lo profesional y decide escribir una carta a Ismael explicándoselo, se trata de cortar aquella relación extraprofesional que le hace sentir ansiedad, pero seguir siendo amigos, compañeros. La escena en el despacho de él es demoledora. Es, de nuevo, iniciática: es un paso más allá en la manera que tiene de acosarla, de negar su voluntad. Él no lo aceptará. Más llamadas de madrugada, más mensajes, más encerronas, muchos más pasos allá de la raya. Acoso. Venganza. Ya no habrá línea que Ismael no se atreva a cruzar. Nevenka ha herido su orgullo de hombre con derecho a tenerlo todo. Y al tirano solo le queda despilfarrar su hipocresía. Orgullo y maldad. Manipulación y engaño. Desprecio y humillación hacia el trabajo que antes alababa. La última encerrona el día de la boda en Logroño y una de las situaciones más atroces que alguien puede enfrentar.
Existen momentos crueles en la vida que dejan una huella imborrable, donde la vulnerabilidad de una persona se ve atacada de la manera más horrible. Es una experiencia que despoja de la dignidad y la confianza, dejando un rastro y un rostro de dolor y confusión ingentes. Las consecuencias se extienden mucho más allá del instante. La vida emocional, la percepción de seguridad y la capacidad de sanar pueden quedar anuladas casi por completo. Las semanas de Nevenka destrozada, los continuos y fuertes ataques de pánico, la huida del ayuntamiento y su atrincheramiento en casa, la tramitación de la baja por acoso. El trabajo que realiza Mireia Oriol durante toda la caída emocional de Nevenka es inmenso. Diría incluso que es inolvidable. Voz y rostro de la actriz son durante todo el largometraje la vena yugular de una historia real muy difícil de ficcionar, aunque Bollaín haya conseguido hacernos pensar lo contrario dada la madurez y sensibilidad del relato que narra a través de la pantalla.
En ese instante crucial, la empatía de su amigo Lucas (Ricardo Gómez) y de Charo Velasco (Lucía Veiga), líder de la oposición, convergen en un acto de humanidad que desafía el miedo que ha marcado la vida de la protagonista. La comprensión y el apoyo de Lucas serán fundamentales. Y Charo, firme a su lado, comparte una conexión visceral con Nevenka. A pesar del abismo que se cierne ante ellas, en esa frágil cercanía, Nevenka descubre que no está sola. Ese acompañamiento será tímido, en cambio, por parte de sus padres, interpretados por Mabel del Pozo y Pepo Suevos. Las conversaciones familiares que muestra Bollaín están cubiertas de viscosas riñas y advertencias paternales, de cierta desconfianza hacia la niña, de incomprensión y falta de ímpetu en comprender, ni con una baja tramitada por acoso sexual en el trabajo delante de sus narices.
Incluso teniéndolo todo en su contra y con el peso de las mentiras y difamaciones elucubradas entorno a su ausentismo del ayuntamiento, Nevenka Fernández decide denunciar a Ismael. El asesoramiento durante el proceso de su abogado, interpretado por un Font García dominador absoluto de su papel, es clave. Al inicio de este texto, me he detenido en hacer alusión a una escena concreta. En ella, Nevenka ensayaba enérgicamente la retórica que se espera de un buen político. Aún no había puesto un pie en el ayuntamiento. Escasos minutos antes del final de la película, Nevenka vuelve a ensayar otro discurso totalmente diferente. Se trata de su testificación ante el juez. Mediante este paralelismo Bollaín genera el óvalo perfecto para hacernos llegar a los espectadores esta historia de terror. De sueños rotos. De realidades. De violencia machista.
Ismael fue condenado en el año 2002 por acoso sexual. Su pena fue mínima. La localidad de Ponferrada se volcó con él. Las imágenes de archivo dan escalofríos. La película no ha sido rodada en la localidad de Ponferrada. El actual equipo de Gobierno del Ayuntamiento ha negado los permisos. Soy Nevenka es suya. Es de Nevenka. Si la ficción puede ser una manera de hacer justicia, debe serlo. La ficción tiene el poder de sensibilizar, de convertirse en un vehículo de reparación moral y social y, sobre todo, de penetrar para siempre en ese lugar que es timón de nuestras acciones y de nuestras palabras hacia los demás.