Hay reglas para todo. Se nos dice que somos seres libres; pero nuestra libertad encuentra límites en un ordenamiento que busca ser el contrapeso a la ley de la termodinámica que dice que el universo tiende al caos. Las leyes, el reglamento en un partido de futbol o la cortesía de ponerse el último en la cola del supermercado son convenciones que deberían facilitar la convivencia entre los miembros de una sociedad. Los recovecos de estas normas dan pie a que la palabra “justicia” no se adapte fielmente a lo que uno pueda considerar justo y a que estas reglas actúen en contra del estado que uno entiende como ordenado. Rodrigo Cortés explora, a través de una fábula kafkiana, los límites absurdos de un sistema que atenta, a menudo, contra los intereses de los ciudadanos que pretende amparar.
N (Mario Casas) es un hombre hecho pedazos. La muerte de su mujer embarazada lo ha llevado a un estado en el que ya nada le importa. Las convenciones sociales ya no van con él y actúa como un niño emberrinchado: siempre con los auriculares puestos, desconectado del resto de seres humanos y con una actitud de “me enfado y no respiro” con su hermana (Anna Castillo), su único nexo con el mundo de los vivos. N no quiere tener nombre, ni comer, ni dormir. N quiere desaparecer. Lo único que quiere N es no tener que volver a tomar una decisión. Por ello, se empeña en ingresar en prisión, porque las normas deben ser cumplidas y él se siente responsable de lo ocurrido a su esposa.
Lo que viene a continuación en una concatenación de situaciones cada vez más absurdas que reflejan el mundo en el que vive N, un mundo que no es capaz de comprender. El absurdo no se usa para construir una comedia, sino para ahondar aún más en el dolor del protagonista y elaborar una narración irónica que se acerca a El proceso, de Franz Kafka (y a su respectiva adaptación de Orson Welles). La dirección de Cortés acompaña el tono a la perfección, los planos largos y algunos recursos estéticos generan un ambiente desasosegante que solo puede existir en el mundo de Escape: desde la fragmentación de la historia en capítulos bautizados como cada uno de los siete enanitos de la Blancanieves, hasta decorados como el despacho inundado del director de la prisión.
Es habitual ver la influencia de Kafka en la obra de Rodrigo Cortés, desde su opera prima, Concursante (2007), pasando por Buried (2010); Cortés suele plasmar de forma ácida como el sistema se olvida siempre de la humanidad, y lo hace construyendo mecanismos de puesta en escena muy alejados de la vida real. Plasmando, en el engaño cinematográfico, la ironía de una sociedad confusa y contraintuitiva. En Escape, Cortés vuelve a utilizar el género y la puesta en escena para hablar de personajes en un mundo que no entienden. Hay muchas formas de ahondar en temas como la enfermedad mental, el duelo o la injusticia y, a priori, una película de aventuras no parece ser el camino más lógico. Pero el director salmantino elabora una narración en forma de madriguera “carrolliana” que, además de hipnótica, resulta conveniente para el tono de su contenido.
Mario Casas está poseído por el personaje que interpreta. El actor es capaz de transmitir todo el dolor del mundo, sin dejar de tener una actitud egoísta e infantil, cargado de tics nerviosos. Es muy difícil empatizar con las motivaciones de su personaje, a la vez que resulta inevitableo entenderlo un poco. Todo el reparto consigue brillar, aunque siempre a la sombra de Casas, y elaborar personajes —que van de los roles secundarios a los episódicos— que resultan tan antipáticos como divertidos. Anna Castillo brilla como el único personaje verdaderamente luminoso de la cinta, mientras las apariciones de actores como José Sacristán o Albert Pla, reman a favor del tono desconcertante de la obra.
Todos los departamentos técnicos cumplen, pero resulta sencillo destacar el trabajo de Víctor Reyes en la banda sonora. La música se nutre de instrumentos escolares como xilófonos y trompetillas que reflejan la infantilidad del protagonista. Cortés acompasa perfectamente las melodías de Reyes con el ritmo fílmico y establece una dinámica de dibujo animado en ciertas escenas. De nuevo, absurdidad al servicio de la narración, que es tan capaz de despertar carcajadas como lágrimas entre la audiencia.
Escape puede resultar una experiencia poco accesible por su tono extraño y la distancia que establece con el espectador, pero su potente carga psicológica y lo innovador de su propuesta la hacen una película única. Es curioso que, en una película sobre las reglas que imperan en el mundo, Rodrigo Cortés decida romper con tantas convenciones narrativas para establecer una obra que consigue permanecer en la mente durante tiempo después de terminar el visionado.