Según la mitología griega, Parténope era una joven tan bella que despertó los celos de la diosa Afrodita, quien, como castigo, decidió convertirla en sirena. Más adelante, se enamoró perdidamente de Ulises, a quien trató de seducir con sus cánticos. Pero este, atado al poste de su barco, no acudió a los brazos de la sirena, que moriría sin conocer el amor. Sus restos fueron transportados por las corrientes marinas hasta las orillas de la Campania. Sobre estos, se edificaría un templo, y sobre el templo, la ciudad de Parténope. La belleza, la pasión y la muerte entrelazándose para dar lugar a lo que hoy conocemos como Nápoles.
La historia de esta sirena encuentra un eco en la heroína de la epopeya de Sorrentino: una joven llamada Parthenope —en honor a la ciudad que la vio nacer— que comparte con la sirena, además del nombre, la belleza que la caracteriza. Pero, en lugar de cantar a marineros, se pasea por las calles de Nápoles y por las playas de Capri, equipada siempre con unos modelos de infarto —cortesía de la marca Yves Saint Laurent, que ha contribuido a la financiación de la película—, suscitando las miradas excitadas de los hombres con los que se cruza. La belleza no es su única cualidad, pues también resulta ser inteligentísima y estudia Antropología en la universidad, tutorizada por un siempre genial Silvio Orlando, con quien entabla una relación casi paternal. Y, por si todavía fuera poco, Parténope es de lo más misteriosa.
O por lo menos, eso dicen todos los hombres que se quedan prendados de ella. La mujer que siempre tiene la respuesta adecuada, dicen. La que constantemente los sorprende con alguna frase de lo más ingeniosa o, en su defecto, con un silencio enigmático. ¿Pero es realmente misteriosa o solamente una farsa?, se pregunta uno de los hombres a quien la joven rechaza. La respuesta es que ni la una ni la otra. Sorrentino está tan ocupado admirando la belleza de Celeste Dalla Porta, la actriz protagonista, que apenas se molesta en dotar de una profundidad emocional coherente al personaje. Porque, a pesar de ser la primera película del italiano protagonizada por una mujer, el punto de vista pertenece a los hombres que la miran, al propio Sorrentino que la observa fascinado detrás de la cámara, como si de una criatura mitológica se tratara.
Para bien y para mal, Sorrentino nunca ha renunciado a sus obsesiones. En Parthenope, su mirada se recrea en imágenes de una estilización tan extrema que, por momentos, parecen sacadas de un anuncio de perfumes. También despliega su fascinación por los espacios barrocos y estrafalarios, escogidos con más o menos gracia según la ocasión. Este enfoque fetichista puede llegar a resultar cargante, especialmente cuando se traduce en un metraje innecesariamente alargado o en incoherencias en el desarrollo de los personajes. Sin embargo, hay algo estimulante en ver un cine tan absolutamente entregado a los caprichos del autor, que prioriza materializar su visión personal sin someterse a las convenciones narrativas.
Al final, lo que queda es una experiencia eminentemente sensorial. Pese a los excesos y las inconsistencias, resulta casi imposible no sucumbir a la atmósfera onírica de la película. Sus planos, de una belleza plástica innegable, destilan una melancolía tan envolvente que nos encomienda la libertad de la juventud, que nos transporta directamente a los callejones de Nápoles, al aire cálido y cargado de una noche de verano. La propia Parténope no es tanto un personaje como una encarnación de la ciudad, magnética, bella y contradictoria, que Sorrentino, como tantos otros que han huido de ella en busca de la felicidad, ama y detesta con igual intensidad.
Uno de los momentos más memorables llega cuando la protagonista abandona los barrios lujosos y los paisajes idílicos para perderse entre los estrechos callejones del quartiere spagnolo, antaño sede de la mafia en la ciudad. Allí, la vida y la miseria conviven en una mezcla cruda y vibrante que captura la esencia contradictoria de Nápoles. Como Parténope, nos encontramos absortos en cada detalle de las imágenes que desfilan por la pantalla, dejándonos fascinar por la extraña belleza que emerge de entre lo más sombrío.
Fue el mismísimo Goethe quien inmortalizó la frase: «Ver Nápoles y después morir». Esta es, precisamente, la razón de ser de Parthenope: atrapar el espíritu indómito de una ciudad presa entre la belleza y la decadencia, entre la pasión por la vida y la omnipresencia de la muerte. Imperfecta, caótica y profundamente hermosa, la película refleja, como un espejo, la esencia misma de Nápoles.