Non sei fatta per gli occhi degli uomini (no estás hecha para los ojos de los humanos). En esta frase lapidaria, tan fútil como memorable, La quimera (Alice Rohrwacher, 2024) constata el temblor de una emoción enterrada; el hallazgo de esa verdad que trasciende a su condición y aparece a la superficie como una profunda y sentida revelación, una que se extiende de la intimidad de quien la entona hasta la propia concepción general y sincera de la película. En la mirada de Arthur (pletórico y enigmático, Josh O’Connor) se percibe una melancolía de otro tiempo, un tiempo que se divisa lejano y distante, pero sumamente vivo en su recuerdo y la intuición de aquello que le rodea. En esta forma de acercarse al dolor, intrincado en el devenir incierto de un mundo que ya no sabe cómo mirar, la ambigüedad que ofrece la cineasta se erige como un reflejo inextinguible de nuestro presente circunstancial y cinematográfico, en una obra tan íntima como absoluta.
Alice Rohrwacher escarba la tierra como una herida abierta y se empapa de su historia. En este tipo de observación, donde la búsqueda de las reliquias se traduce como la imposibilidad de un amor inalcanzable, la directora evoca la grandeza de ese cine patrio que también descubre el pasado arraigado en la tierra, presente, por ejemplo, en los amantes óseos que aparecen en el Viaggio a Italia (1954) de Roberto Rossellini o la excavación subterránea de esa Roma (1972) oculta de Federico Fellini. En este diálogo transversal se erige su inmensa virtud, distribuida a lo largo del filme como un recorrido iluminador y tortuoso por esas ruinas que nos preceden. En su memoria —y constato esta frase desde el recuerdo que sostengo de la misma— La quimera expande su dimensión a través de la grandeza de sus imágenes e ideas, en un juego dialéctico que se apoya en la sugestión fugaz del símbolo y el realismo mágico, traduciendo esa ‘otra realidad’ invirtiendo el plano.
En ese don inexplicable, la película requiere de un voto de fe y de una mirada atenta y desprovista que sepa entender, sin palabras, el peso que arrastra su admiración (la suya y la del protagonista). Sin ínfulas o delirios, el tratamiento de ese parecer se sugiere a través de su humildad, donde se pregunta de qué manera deben ser miradas las cosas, el arte, la ignorancia, el pasado, el futuro, las personas… En todo este batiburrillo súper estimulante ofrece una reflexión impagable: una historia llena de matices que se traduce en el riesgo y la incertidumbre, donde se busca comprender aquello que nos mueve de un lado para otro, sin una respuesta clara, pero consciente del sufrimiento que atañe vivir una vida acorde a unas convicciones enfrentadas, ya sean éticas o emocionales.
En ocasiones, pienso que esa frase inicial alude, por su propia extensión, a la misma película de La quimera, ya que en su brutal arrojo emocional también se desprende su postura y alegato frente a la banalidad y la mercantilización. Acaso, ¿son nuestros ojos merecedores de lo que vemos? En esta pregunta radicará una consideración distinta y allá cada cual estará (o no) conforme con su conciencia. Pero sí me guio por aquello que veo, y si mis ojos no me engañan por el hechizo de su magnetismo, creo firmemente que esta es una obra imperecedera, destinada a su propia eternidad; merecedora de esa duda que siembra y de la consideración que le otorga colectivamente su posición en este listado.