Alexander Payne construye en Los que se quedan el clásico navideño perfecto. Una película que sienta como tomar un chocolate caliente ante la chimenea, sin el optimismo pasteloso que caracteriza las fiestas. La familia improvisada más improbable —la formada por el profesor amargado (Paul Giamatti), el alumno indisciplinado (Dominic Sessa) y la cocinera en duelo (Da’Vine Joy Randolph)— nos anima a buscar la bondad y la comprensión hasta en los lugares menos esperados, a la vez que critica la artificialidad de una tradición como la Navidad.
Payne vuelve a elaborar una fábula con personajes fracasados, rendidos y abatidos por el paso de la vida; y lo hace con una puesta en escena profundamente clásica que transmite la nostalgia que sienten los personajes. Unos protagonistas que ya casi ni recuerdan lo que es pasar una feliz Navidad y que, a pesar de necesitar poco más que una comida en compañía y una palmadita en la espalda, hace tiempo que solo reciben desprecio, hostilidad y menosprecio. El director se inspira en un film francés de los años treinta —Merlusse (Marcel Pagnol, 1935)— y lo convierte en una película reminiscente de la obra de Hal Ashby. Su estética, poco innovadora, pero técnicamente exquisita, rema a favor de la historia y la mezcla medidísima entre la comedia y drama, convierten su visionado en agradable y sencillo.
El trío protagonista está soberbio en sus roles y brilla con especial fuerza un Paul Giamatti en una reinterpretación del Sr. Scrooge, convertido en profesor de historia antigua. Los que se quedan es una oda a los incomprendidos y a todos aquellos a quienes los reveses de la vida parecen no dar tregua. El público más clásico ya está vendido cuando aparece el logo vintage de la Universal con el grano propio del 35mm, pero hasta el espectador menos entendido derrama alguna lagrima y varias carcajadas gracias a su brillante guion y sus entregadas interpretaciones.