Los ladrillos de la civilización
La inclinación de la clase capitalista durante los primeros tres siglos de su existencia, estuvo dirigida a imponer la esclavitud y otras formas de trabajo forzado en tanto relación de trabajo dominante, una tendencia limitada sólo por la resistencia de los trabajadores y el peligro de agotamiento de la fuerza de trabajo.
Silvia Federici, Calibán y la bruja
Desde distintas perspectivas, aunque con un énfasis recurrente en creadores estadounidenses o inmigrantes repatriados en ese país —sin dejar de lado su presencia en el cine global— se tejen patrones y preocupaciones universales que exponen, sin rodeos, denuncias comunes. Estas narrativas reflejan un sentimiento colectivo que presiente una pronta transición hacia una nueva era, donde el futuro se vislumbra más cruel e, indudablemente, más ingenioso en sus formas de tortura y control. Con enfasis hacia un avance tecnológico deshumanizante, que se centra en el verdadero sueño capitalista —tan hábilmente disfrazado en la publicidad—: forjar una masa trabajadora desechable, tratada como un recurso más dentro de la maquinaria de producción.
Este patrón se manifiesta tanto en películas de tono ligero y satírico como Glass Onion: Un misterio de Knives Out, como en relatos más oscuros e inquietantes como Parpadea dos veces. También se extiende a series como El problema de los tres cuerpos, El juego del calamar o 3%, donde queda en evidencia cómo las personas menos favorecidas e “inferiores” se convierten en piezas clave dentro de uno de los mercados más lucrativos del siglo: el entretenimiento. Ya no se trata sólo de explotación laboral para la producción de bienes, sino de la instrumentalización del sufrimiento humano como espectáculo, demostrando que, al igual que en otras épocas de la historia, el poder y su ejercicio desigual y opresivo siguen siendo una fuente de diversión pero ahora el escenario es fundamentalmente privado. Así, estas historias subrayan una verdad imperecedera: la tecnología no es la raíz de los males sociales actuales y futuros, sino quienes la controlan. En este contexto, Mickey 17 se erige como una de las representaciones más directas y, a la vez, singulares de esta tendencia narrativa.
Basado en la novela casi homónima de Edward Ashton, Mickey 7, Bong Joon-ho adopta su enfoque característico al transformar al Mickey intelectual de la literatura en un obrero común, reforzando así la crítica central de la película. Como en sus anteriores obras, el director elige a un protagonista «anodino», sin talentos extraordinarios ni aparente impacto social, pero subraya una vez más su mensaje recurrente: esos «Don Nadie» son, en realidad, el pilar de nuestras sociedades. La vida tal como la conocemos depende de su sufrimiento, empobrecimiento y labor incesante.
Sin embargo, en esta ocasión, su visión se percibe más decaída y simplista. A diferencia de Parásitos u Okja,donde la lucha contra el sistema es una batalla cuesta arriba y casi imposible de ganar, Mickey 17 parece resolver el asunto de manera abrupta, como si el mundo pudiera mejorar de repente y cómo si el conflicto económico-social no fuera un elemento constante e irreductible aún a largo plazo. Al hacerlo, ignora que la explotación es un ciclo profundamente arraigado, una estructura institucionalizada que trasciende a los individuos y sus luchas locales, y cuya ruptura no solo es difícil, sino dolorosamente compleja, tan imponente en sus anteriores películas.
A pesar de ser una producción superficial que bien podría haber sido dirigida por otro director y obtener el mismo resultado, tiene pequeños elementos que trascienden su mensaje, tal como el componente disonante en el diseño de producción, imposible de ignorar: el ladrillo que almacena la mente y los recuerdos de Mickey, permitiendo su resurrección bajo la consigna del progreso, el bien común y la banalización del sacrificio. Este objeto encierra un trasfondo histórico profundo, vinculado a la esclavización, la construcción como herramienta de colonización y la producción en masa como emblema del avance, pero también como símbolo de la transición hacia una era más hostil y tecnológica.
Al convertir el ladrillo en el receptáculo de la esencia de su personaje principal, Mickey 17 abre múltiples capas de reinterpretación. Quizá la más evidente es la necesidad de reconocer la humanidad oculta en los objetos que nos rodean, así como el sacrificio, el dolor y la desigualdad que han cimentado nuestras ciudades y países. Desde la ciencia ficción, Bong Joon-ho plantea una interrogante ineludible: ¿hasta dónde estamos dispuestos a seguir avanzando a costa de nuestra propia especie? ¿Cuándo dejaremos de ver a la humanidad bajo una mentalidad esclavista? Y, también, ¿cuánto del trabajo moderno es, en realidad, una nueva forma de esclavitud?
Puede que hoy no exista un «amo» o un «señor» a quien debamos justificar nuestra existencia, como en el feudalismo, pero Mickey 17, al igual que otras películas y series con una visión similar, deja en claro cómo las deudas impagables son una forma de dominación colectiva y abrumadora. A través de ellas, se presiona a los individuos para aceptar las condiciones laborales más inhumanas, evidenciando cómo el sistema financiero está diseñado para formalizar y legalizar una nueva versión de esclavitud y explotación. Este mecanismo no es nuevo. En la transición del feudalismo al capitalismo, las deudas fueron la herramienta que obligó a campesinos y pequeños propietarios a perder sus tierras, permitiendo que los más poderosos se enriquecieran aún más y consolidaran su control sobre la clase trabajadora. Hoy, esa misma lógica persiste, disfrazada de progreso, pero con las mismas consecuencias: una sociedad donde la precariedad y la desigualdad no son fallos del sistema, sino su fundamento.
Por ello, una de las escenas más complejas y originales de la película ocurre cuando «los gusanos» convierten su peculiar quejido en un arma. La idea de que este sonido podría provocar la extinción, aunque más adelante se revela que no es cierto en un sentido literal, propone desde lo sutil, como el malestar generalizado de las clases colonizadas y explotadas tiene el poder de desmoronar la sociedad tal como la conocemos y que este dolor, al igual que un proyectil, adquiere su verdadera fuerza dependiendo de la narrativa que lo impulsa y rodea. Si algo nos ha enseñado la post-modernidad es que las cosas no solo existen por sí mismas, sino que se convierten en lo que se dice de ellas. Es ahí donde radica el verdadero poder de las historias: en su capacidad de definir la realidad, de amplificar o silenciar las luchas, y de moldear nuestra percepción sobre qué merece ser cambiado y qué debe permanecer o perpetuarse.
A pesar de ello, Mickey 17 es, en esencia, una película más expositiva que crítica, que, a pesar de la singularidad de su premisa, termina sintiéndose sorprendentemente poco original. En especial desde la aparición de Mickey 18, la historia se transforma en una suerte de El club de la lucha en clave de ciencia ficción, con dos protagonistas esencialmente antagónicos que, en el fondo, solo buscan trastocar el sistema. Incluso comparten un desenlace visual similar: una explosión enmarcada en la pareja protagonista, presentada como símbolo de una nueva sociedad naciente.
Así mismo, en lugar de desarrollar una visión personal sobre las temáticas que aborda, la dirección y el guion apenas las enuncian, pasando de largo sin profundizar en ellas. Temas como el espacio convertido en un nuevo mar sin fronteras y, por ende, sin leyes claras; la recurrente aparición de Elon Musk, cuya figura se vuelve cada vez más omnipresente en el cine contemporáneo; o la reducción de las mujeres a meros vientres en lugar de individuos con agencia, quedan apenas esbozados, sin un desarrollo contundente. El resultado es un vacío poco común en la filmografía de Bong Joon-ho, que deja la sensación de que la profundidad e impacto de la película dependen más de la interpretación del espectador que de una reflexión verdaderamente elaborada por su director.





