Sara Gómez (1942-1974)

Innovación y vanguardia de la primera cineasta cubana

La victoria de la Revolución cubana, ese sorprendente triunfo sin precedentes ni continuidad de los postulados socialistas en el continente americano, tan lejos de la todopoderosa Unión Soviética y en una pequeña isla caribeña que hasta entonces había jugado el rol denigrado de patio de recreo norteamericano bajo la dictadura de Fulgencio Batista —recordemos, sin ir más lejos, la deslumbrante joya cinematográfica de Mikaíl Kalatózov Soy Cuba (1964)—, devino en un atractivo irresistible para unos cuantos intelectuales y artistas europeos de la época. Con el inicio de los años 60 del siglo pasado, a la nueva meca revolucionaria peregrinaron emblemáticas personalidades como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir o Chris Marker, entre tantos otros.

El caso es que durante este devenir de gentes ilustres también estuvo por allí la que probablemente sea la cineasta francesa de mayor calidad y proyección universal. Agnès Varda llegó a la isla cuatro años después de que Fidel Castro asumiera el poder. De vuelta en Francia, llevaba consigo unas seis mil fotografías con las que se volcó en capturar las esencias estéticas, socio-culturales y también musicales del pueblo cubano. En aquellas estampas, los lugareños de piel morena y curtida, o las barbas hirsutas de los guerrilleros apenas llegados desde la Sierra Maestra, se entremezclaban con la belleza voluptuosa y tropical del Caribe. A partir de este ingente material, desarrolló un intenso trabajo de montaje y animación de las estampas, con técnicas como la stop-motion, para conformar un documental narrado por su voz y la de Michel Piccoli, que decidió categorizar como una “película-homenaje”, y que bautizó como Saludos, cubanos (Salut les cubains). Y aquí es donde la aventura de la cineasta francesa conecta con los incipientes pasos creativos de nuestra protagonista. Por aquel entonces acreditada como Sarita Gómez por sus tiernos diecisiete años, la primera mujer que dirigió un largometraje de ficción en Cuba, entonces todavía inmersa en su formación en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), participó como ayudante de dirección en el film de Varda, en lo que se podría considerar un anticipo de su trayectoria futura.
Pero es que además, hay una circunstancia especialmente entrañable en esta primera aproximación al medio cinematográfico. Gómez copa la atención de la mirada de Varda en un baile exultante y seductor al ritmo del célebre chachachá El Cuini tiene bandera. La energía luminosa que transmiten esos instantes del testimonio fílmico de Varda, se me antoja como la premonitoria representación de la impronta creativa de Sara Gómez, intensa pero irremediablemente corta, ya que murió con apenas treinta y un años debido a sus dolencias asmáticas, dejando su gran película pendiente de montaje. Gómez nació en 1942 en la tradicional ciudad de Guanabacoa, a unos 5 km al sureste de La Habana Vieja. Mientras estudiaba en la escuela secundaria, cursó seis años de música en el Conservatorio Municipal de La Habana, también ejerció el periodismo en el periódico estudiantil Mella y en el semanario Hoy, Domingo. Cuando terminó la escuela secundaria, en 1961, con apenas 18 años de edad, Sara Gómez pasó unos meses en la ciudad de Nueva York. En agosto de ese mismo año, empezó a estudiar en el ICAIC, y al año siguiente realizó tres pequeños documentales para la Enciclopedia popular que dirigía el cineasta Octavio Cortázar. A parte de su experiencia con Varda, trabajó como asistente de Tomás Gutiérrez Alea en el largometraje Cumbite (1964), y de Jorge Fraga en El robo (1965), y paralelamente inició su carrera en la dirección de documentales sobre temáticas como la cultura popular y las tradiciones, la marginalidad, el racismo, el feminismo y la inclusión social de las mujeres, que iremos detallando a lo largo de esta aproximación. A principios de 1974 fue promovida en el ICAIC a directora de filmes de ficción, y filmó su ópera prima, De cierta manera, que no pudo completar.
Para comenzar a incursionar en la abanderada propuesta cinematográfica de Gómez, hay que dirigir la mirada hacia una selección de su muy especial obra documental en formato corto, que fue afianzando un discurso artístico y cinematográfico, inusitadamente innovador, hasta el culmen de su obra.

Sara Gómez - Salut les cubains

Saludos, cubanos

Iré a Santiago (1964) es un documental sobre Santiago de Cuba de quince minutos de duración, que bajo la forma de una supuesta promoción turística, se beneficia de la impronta artística de Gómez para componer un retrato sensual y veraz de cierta dimensión etnográfica de la segunda ciudad cubana. Arranca el film con una entrada realmente cautivadora, después del agradecimiento de la propia “Sarita” firmado en una pared. En el siguiente fotograma, nuevamente en ese potente muro inaugural, una cita de Federico García Lorca, “Cuando llegue la luna llena, iré a Santiago de Cuba. Iré a Santiago en un coche de agua negra” nos da la bienvenida. A continuación, desde una desiderata mucho más prosaica “Mamá, yo quiero saber de dónde son los cantantes”, un vitalista travelling lateral acompaña a una muchacha que camina hasta llegar a unas escaleras y las sube. En los escalones de piedra, haciendo gala de un recurso tipográfico de gran frescura y originalidad, los títulos de crédito, “ICAC presenta… Iré a Santiago”. A partir de aquí, Gómez se sumerge en un documentalismo marcado por su cámara orgánica, dinámica, observadora y partícipe de la vida cotidiana, cuajado de los irresistibles ritmos isleños, que se expanden tanto en las propias canciones como en las percusiones tribales. Su formalidad exuberante y musical —una característica que se va extender a lo largo y ancho de su producción fílmica, en una identificación inequívoca con las esencias culturales cubanas— se va a completar con un fondo analítico que acredita el origen antillano de los lugareños, recuerda al primer alcalde Hernán Cortés o al temido pirata Morgan, y conecta con sus propios orígenes africanos al señalar la circunstancia de que los primeros esclavos negros llegaron por allí a Cuba, mientras recorre la costa santiaguesa y sus puertos.

Sara Gómez - Iré a Santiago

Iré a Santiago

Otra obra fundamental para valorar y comprender la naturaleza intrínsecamente personal e innovadora del legado cinematográfico de Sara Gómez es Guanabacoa, crónica de mi familia (1966), una pieza de trece minutos, en la que la cineasta es capaz de sintetizar la potencia configuradora de sus orígenes familiares. Comienza por declarar con su propia voz superpuesta que mientras esperaba la copia del film, la mujer a la que los hijos de su padre llaman madrina, Dulce Maria López Galamain, murió. Se adueña así Sara de este relato, que introduce con los títulos de crédito sobre fotografías de época perfectamente enmarcadas, y arranca con un viaje temporal y espacial dinámico desde el escudo de la ciudad de Guanabacoa hasta el cartel de carretera indicador de que allí estamos llegando. Esa querencia vertiginosa nos arrastrará con ella desde lo humano a lo etnográfico, por entre las gentes que charlan en las puertas de los bares o juegan a las cartas en los parques, o por los objetos inanimados y desgajados de su entorno natural, y las piezas desaparecidas de un mundo por explorar. Santuarios ancestrales, maquinarias utilizadas en la fabricación del azúcar y ornamentos de edificios coloniales, desfilan ante nuestras miradas en flases saturados de significado, como esbozos de una cultura para descubrir. A continuación, un nuevo intertítulo nos presenta a su familia. Entre insertos musicales de actuaciones de esos míticos y anónimos trovadores cubanos que Wim Wenders recuperó para siempre, Carlos Manuel, Carlos, Cuca, Julia, Carlota, Berta, Sara, y finalmente la abuela Nana, esa persona especial con la que se prendió el relato. Y así salta Gómez de los recuerdos fotografiados a la realidad, al testimonio de Madrina, que con ochenta años es capaz de recordar y contar puro en mano sobre los clubes para ciertos negros, mientras su nieta ilustra las normas de conducta y el código de vestimenta de las mujeres decentes que la anciana les transmitió. Y en contraposición, la introducción en pantalla de Berta, la prima preferida de Sara, una mujer sin complejos —de esta forma la califican en la familia—, a la que la cámara de Gómez sigue desde su alegre cháchara y su vaso de licor hasta la santa virgen que la vigila desde la pared, para terminar certificando la necesidad de superar los legados raciales impuestos y aceptar la Historia total.

Guanabacoa, crónica de mi familia

Guanabacoa, crónica de mi familia

Otra vertiente característica del ejercicio fílmico de Sara Gómez lo encontramos en los dos films relativos a las iniciativas de re-educación de la juventud cubana. En la otra isla (1968), es una suerte de registro en forma de encuesta de las dinámicas sociales y de los individuos en una granja de reinserción instalada entonces por el gobierno revolucionario en la conocida actualmente como Isla de la Juventud. Su realización fue posible, en tal escenario, gracias al cómodo manejo de la cámara de 16mm, que consigue condensar una singular expresividad visual intensificada por la presencia constante de la seductora canción homónima. En esta ocasión, Gómez cede el aparato narrador a sus protagonistas. Una voz juvenil de chiquilla introduce el lugar con un estilo directo, vivaz y sin intermediaciones, “Me llamo Maria. Tengo 17 años. Me levanto a las 5:30. Empiezo a trabajar a las 6:30 hasta el mediodía. Me siento muy contenta en esta granja”. Y Gómez la sigue desde los campos hasta su trabajo en la peluquería, pasando por el ensayo de un grupo musical en el apartado de actividades culturales. La directora sigue una estructura episódica, dividida entre cada uno de sus personajes, que continua con una aproximación verdaderamente emocionante en su conexión emocional con un actor de teatro y ópera negro que atestigua los prejuicios raciales de sus compañeros. Aquí Sara Gómez se introduce magníficamente en pantalla, y dialoga con él sobre los errores cometidos en el pasado y la buena atmósfera de respeto y conveniencia que hay ahora en la isla —¿Algún día podré representar la Traviatta?—. El segundo pasaje, “Lázaro. La violencia. El heroísmo”, arranca con un recorrido de cámara por el espacio semiabierto donde se va a llevar a cabo al grabación, para culminar en un estudiante de seminario que se declara inmerso en un proceso de transformación de su conciencia, reflexionando con una mezcla de tranquilidad y melancolía sobre el profundo cambio que supuso la revolución. A continuación, “La furia de los vikingos”, atrapa unos primeros planos de un grupo de chavales con tendencia a los comportamientos violentos de una expresividad arrebatadora. Y concentra su atención en uno de ellos, Miguel —pronto veremos por qué—. “Mapy y Janine. Dos ondas diferentes”, se plantea el conflicto con la modernidad occidental, desde los comentarios más prosaicos sobre la longitud adecuada del cabello o la estrechez de los pantalones. Y para culminar el análisis, “Cacha y sus muchachas. Habla un dirigente”, introduce la terrible temática de la violación que sufrieron Manuela y Ada, filmando sus testimonios con cámara oculta y recogiendo las valoraciones de otros miembros del campo, en un estudio certero de los mecanismos de actuación de los grupos humanos en el ejercicio del poder.

Y desde esta aproximación más general, salta Gómez al acercamiento específico a una persona concreta, a aquel chaval agresivo y desubicado. Con el expresivo título de «Una isla para Miguel», nos introducirá en un nivel mayor de profundidad. El responsable del centro de re-educación declara directamente a la cámara sobre el aprendizaje de la ética del trabajo. Su testimonio formal se intercala con pasajes documentales dotados nuevamente de gran dinamismo y belleza, entre los que destacan los partidos de beisbol —como se sabe, deporte rey en la isla—, hasta llevaros al problema de Miguel. El propio chiquillo, su madre, los responsables de los campamentos o los amigos del barrio de Miguel, prestan su voz a una recreación coherente y militante de estos proyectos educativos desde una óptica humanista y social.

En la otra isla

En la otra isla

Por descontado, hay otras tantas producciones que merecen un reconocimiento, excedente ya de estas líneas. Son obras como Y tenemos sabor (1967), un sugerente documental de treinta minutos sobre la invaluable tradición musical cubana, que alterna la investigación y la explicación de los ancestrales instrumentos musicales de raíz africana, con sensoriales representaciones de recitales y bailes. Concita un interés incuestionable la pieza Mi aporte (1972), una suerte de reflexión colectiva sobre la masiva incorporación de las mujeres al esfuerzo productivo derivado del triunfo de la revolución, que se contrapone con el tradicional machismo cubano, al mismo tiempo que recupera el tema del negro y la marginalidad, una cuestión recurrente y obsesiva en su obra. Y podemos citar también obras más sintéticas, muy conectadas con el debate socio-político revolucionario como Isla del tesoro (1969), Poder local, poder popular (1970), Atención prenatal (1972), Año uno (1972), Sobre horas extras y trabajo voluntario (1973).

La gran obra de Sara Gómez, el largometraje que la situó en un lugar referencial del cine cubano como su primera cineasta es De cierta manera (1977), una mescolanza de documental y ficción, original en el fondo y en la forma, que se reivindica en su singularidad, dentro del amplio contexto del Nuevo Cine Latinoamericano. Este movimiento artístico colectivo, profundamente preocupado por los problemas derivados del neocolonialismo y la identidad cultural, fructifica en una propuesta que es netamente personal en su impronta analítica e inquisitiva de la desigualdad de género y racial. Se podría afirmar que Sara Gómez trasladó al cine su propio contexto personal, situándose en el centro de los problemas, sin distanciamiento, haciendo uso del testimonio de las personas, del drama de su mundo apartado del discurso oficial, en una alternancia constante de los registros documentales y ficcionales.

Y tenemos sabor

Y tenemos sabor

La trama argumental del film se centra en la conflictiva relación entre Yolanda (Cuéllar), una maestra procedente de un estrato socio-económico y cultural más elevado, y Mario (Balmaseda), un obrero mulato al borde de la marginación, en el marco de la supuestamente modélica colonia del barrio chabolista de Miraflores en La Habana, impulsada para erradicar la delincuencia y la marginación de un determinado sector de la población. Su arranque no puede resultar más desconcertante para el espectador, es la recreación de una reunión asamblearia en la que se está tratando la ausencia injustificada de un miembro, que el afectado excusa con enfermedades familiares, mientras otro asistente (que es Mario) lo desacredita, “Estabas con una mujer”. A continuación, en La Habana, el registro documental de una gran zona de solares y chamizos, que se está transformando por medio del Plan de Ayuda Mutua y Esfuerzo Propio en varias cuadras de viviendas bien acondicionadas para dejar atrás la insalubridad precedente y realojar a los vecinos. La voz narradora incide en la importancia del cambio habitacional como estrategia de integración junto a la educación, pero acredita que esos esfuerzos de mejora material y vital no han resultado suficientes para erradicar ciertas actitudes por parte de estas gentes marginales.

Y para ilustrar la cuestión, intercala la ficción, el documental y el docudrama, en una tendencia que se va a mantener a lo largo de toda la narración, para situar a aquel actor aparentemente azaroso en una conversación con otro compañero operario. De la misma manera, introduce a Yolanda, la nueva maestra de visita en la casa de una familia del barrio, donde conocerá al prototipo de hombre atractivo y bromista, “el sinvergüenza”. Y el ímpetu observacional regresa a la pantalla de Gómez para romper la cuarta pared con la auto descripción de la protagonista, que parece contarnos directamente sobre sus orígenes en una familia “con recursos”, cuando en realidad ya se encuentra conversando con el seductor Mario, que no tuvo tanta suerte, “Siempre encontraba un desvío en el camino para no llegar y gozar de la vida”.

Sara Gómez - De cierta manera

De cierta manera

Establecida ya la distancia socio-económica y cultural de los futuros amantes, la narración de Gómez se afanará por ir mostrándonos con ese sensitivo estilo directo tan característico, cámara en mano, la naturaleza conflictuada de su relación, a la que atribuye un matiz destacado en las creencias patriarcales. De hecho, inestimable me parece desde una perspectiva etnográfica, la introducción de la sociedad secreta Abacua. Nacida durante la época del gran desarrollo económico del siglo XIX en base a las grandes plantaciones cañeras para las que se requirió a ingentes cantidades de esclavos negros, elaboró la cultura patriarcal Kalibar, que se basaba en un mito donde la mujeres fueron excluidas por traidoras. Gómez recupera registros como el mítico rito de iniciación del sacrificio del chivo con el que ejemplifica el legado ancestral negativo y contrario a la integración social. Como también considero esencial en la construcción integral del potente y complejo discurso fílmico de Gómez las impresiones de la maestra sobre sus experiencias en el aula, sobre el mal comportamiento o la violencia de determinado chaval, que se entremezclan con una secuencia de Mario y sus amigos jugando al dominó, en la que las actitudes machistas respecto a las mujeres o a la nueva novia en concreto, se manifiestan. O nuevamente el testimonio directo a cámara de Yolanda, expresando a viva voz su preocupación especialmente por las niñas, que parecen destinadas a no estudiar hasta sexto grado, y planteándose alternativas para esas vidas futuras sin recursos personales y autonomía. Además, las críticas de la docente impactan con las posiciones contrarias de los padres y los compañeros de la escuela, generando un fuerte conflicto que aflige a nuestra protagonista.

La problemática se extiende al plano íntimo cuando ella llega tarde a una cita con Mario y este la trata con mucha agresividad desde la indignación de quien no puede comprender su compromiso con el trabajo. Gómez reconstruye de esta forma la integridad vital de una mujer fuerte e independiente que se topa con el rechazo tanto en el plano social como en el personal, en una impronta que podríamos interpretar a todas luces como autorreferencial. También introducirá una secuencia particularmente interesante de confesiones en la cama tras la reconciliación, que rezuma sinceridad a la par que dureza, y en la que pondrá en boca de su desubicado protagonista unas palabras definitivas, “Tengo un miedo del carajo”. Para terminar un retorno al prólogo inicial, en el que ahora ya sabemos quien es Mario. Y un plano final de ambos caminando por la calle hacia el horizonte con la incertidumbre suspendida en el tiempo y en el espacio.

Valorado en perspectiva integral y temporal, el legado cinematográfico de Sara Gómez resulta innovador y vanguardista, por su abanderamiento en la utilización de la intertextualidad, tan analizada desde la teoría del arte y los estudios culturales, por su análisis impenitente de las raíces ideológicas del machismo en el pasado colonial de Cuba, presentando las contradicciones y limitaciones de la Revolución Cubana, por su mirada antropológica, que rescata los procesos de la marginalidad para la alta cultura, tratándolos desde sus voces, desde sus vivencias, en un ejercicio brillante que persigue vivir el arte como experiencia. Tampoco podemos olvidar su estilo narrativo, atravesado de un tono caótico, sin estructura lineal, con digresiones constantes, en una deconstrucción de la propia historia, que conocedores de la obra y de Sara Gómez identifican con la propia creadora, “Y todo eso era Sara”. Desde luego, con un resultado final muy especial, que rezuma una originalidad y frescura contagiosas, y una verdad que la mantiene de absoluta actualidad en la contemporaneidad.