El final de Cloud (2024), la película de Kiyoshi Kurosawa que pudimos ver en el pasado Festival de Sitges, no podía ser más apocalíptico. Tras una matanza, el especulador era llevado por un secuaz tan inesperado como diabólico hacia un horizonte de color escarlata. No había moral, no había esperanza. La nube, la web, era el espacio virtual (que no virtuoso) que devenía un campo libre para los desmanes financieros del protagonista y también el campo de juego para unos rivales que no dudaban en preparar una sangrienta venganza.
Chime, ya podemos avanzarlo, no es en absoluto menos áspera. Despojada de los pocos apuntes de humor que aliviaban la trama de Cloud, la nueva película de Kurosawa no deja espacio libre para la esperanza. Arranca rememorando alguno de sus más duros thrillers (Cure, Pulse), gore incluido, y bordea el fantástico, para evolucionar al drama más seco, próximo a Haneke. La acción tiene lugar en buena parte en el inmaculado espacio dónde el protagonista, Matsuoka, imparte clases de cocina. Entre las impecables mesas de aluminio, las ollas a fuego lento y las comidas cortadas con ceremonia, un sonido desequilibrará a uno de los alumnos. Los leves travellings o movimientos de cámara y la puesta en escena contagian la tensión al espectador. Una vez se desencadena el pandemónium, la acción se centrará en dos espacios más, un restaurante dónde Matsuoka es entrevistado en busca de un trabajo y en su propio domicilio, en el que comparte vivienda (pero no la vida) con su pareja e hijo.
Si Cloud desarrollaba su acción en espacios más amplios (la nueva casa, el bosque, la fábrica), en Chime la amargura se sintetiza en los tres ámbitos citados y en 45 minutos de metraje, concentrando amargura y desesperación. Al final, el pitido que parece enloquecer a quien lo oye ha desaparecido. Pero, como decían los clásicos, sólo queda el silencio. Estamos muy, muy lejos, de la propuesta optimista que nos presentara Kurosawa en Viaje hacia la orilla (2015). En aquella propuesta lo paranormal (el fantasmal regreso de un esposo difunto) permitía a los vivos recuperar la calma. Ahora, el misterioso silbido no es sino la representación física de un mal que no está en el exterior, sino dentro (quizás) de cada uno de nosotros, de nuestro egocentrismo e incapacidad de sentir.



