“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Esta frase (o alguna de sus variantes) comúnmente atribuida a León Tolstói, nos habla acerca de cómo en muchas ocasiones aquello más personal y concreto es lo que con mayor potencia y sinceridad es capaz de llegar a más gente y ser universal. Una constatación de que los lazos que unen la experiencia humana son más fuertes que aquellos que, al menos en apariencia, nos separan.
En Muy lejos, el relato nos sitúa en una premisa circunscrita a un momento y circunstancias muy específicos. En plena crisis económica del 2008, Sergio, un hincha del Espanyol, se queda “atrapado” en Utrecht tras haber ido a apoyar a su equipo al extranjero. Un cautiverio que se desvela rápidamente como algo buscado y que servirá como punto de partida para que, a través de su particular historia de supervivencia, la película esboce un complejo retrato que tiene la humanidad como telón de fondo.
Gerard Oms, basándose en gran medida en sus propias experiencias personales, acomete en su ópera prima una suerte de drama social que coquetea con el cine documental en sus formalismos, adoptando algunas de sus malas prácticas y pecando en ocasiones de divagar más de la cuenta en lo rutinario, pero que tiene tintes y detalles que consiguen llevarlo más allá. La aparente historia de las penurias y malos trabajos a los que se enfrenta Sergio es tan solo el motor y punto de anclaje de un relato que se muestra en los puntos ciegos; en aquello que no se dice o, mejor dicho, en aquello que se reprime.
Mario Casas –en una fantástica dupla con un cínico y odioso David Verdaguer en estado de gracia– consigue impregnar a su personaje de una naturalidad y angustia que vienen dadas por un bagaje del que el espectador no tiene constancia. La decisión que se nos muestra desde un inicio de tirar su cartera a la papelera despierta, evidentemente, muchas preguntas acerca de los motivos que pueden llevar a alguien a sabotearse a sí mismo de semejante manera. Sin embargo, esta no es una información que la película dé de manera gratuita.
El volantazo existencial de Sergio podría fácilmente atribuirse a una huida o la búsqueda de un nuevo comienzo tras la crisis económica en España, pero esas motivaciones siempre quedan relegadas al silencio, dibujándose en su hermetismo una suerte de relato que la película nunca termina de confirmar o desmentir. Una decisión que bien podría ser simplemente por hacerse los misteriosos pero que también podría deberse a que el propio Sergio no lo tiene claro y, en el fondo, está utilizando esta especie de cautiverio autoimpuesto repleto de estoicismo y de masculinidad tóxica –vehiculizada a través del fútbol de una manera a la vez tópica y acertada– como su particular viaje de autodescubrimiento.
Muy lejos no es una película perfecta. Eso es evidente. En muchos segmentos el afán documentalista recae en exceso en la repetición o lo anodino y aquellos pulsos que se desprenden de los vacíos no siempre están presentes. Su estructura y desarrollo en las subtramas son, sobre el papel, inconsistentes y faltas de las resoluciones o tratamientos que, al menos en su planteamiento, pedían. Pero a pesar de todos los peros y cosquillas que se le puedan hacer, no he sido capaz de quitarme la película de la cabeza durante un buen rato. Hay algo especial en sus personajes y en la naturalidad que se desprende de sus interacciones; su humanidad. En ese perenne baile con el único chelo que sirve como banda sonora, oscilando entre lo diegético y extradiegético enfatizando su soledad. En cómo nada llega al mansplaining con el público y en que aquellos conflictos expuestos, por muy locales o personales que sean, se sienten importantes y cercanos, a pesar de no haber pisado Utrecht en mi vida. Y eso tampoco sucede todos los días.


