The Shrouds

The Shrouds, de David Cronenberg

Los festivales pueden crear hypes y pueden hundir algunas obras. En el pasado festival de Cannes fueron pocos los que se atrevieron a defender a Coppola mientras otros lapidaban a Cronenberg y su última obra. Vista con prevención, The Shrouds se revela no sólo una auténtica pieza de autor, turbia y desazonante, integrada perfectamente en su filmografía, sino también como el resultado de una decisión firme. Cronenberg, 81 años en el momento de la producción de la película (85 tenía Coppola cuando presentaba Megalópolis), parecía tener muy claros sus objetivos: crear, una vez más, una atmósfera turbia y una historia enfermiza, y contrastarla, en esta ocasión, con la omnipresencia de las redes y la inteligencia artificial. Consciente, sin duda, de la premura del tiempo, de la presión, tal vez, de la producción misma, el autor de ExistenZ (1999) traba un mínimo argumento sobre el que espolvorea no pocos apuntes humorísticos.

En base a todo ello, podemos seguir la insólita historia de Karsh (Vincent Cassel), un potentado canadiense que ha montado un negocio internacional en torno a singulares cementerios en los que, mediante mortajas tecnológicas, los familiares pueden contemplar la decadencia de los cuerpos de sus familiares. La morbosidad del industrial, basada en una extrema atracción por quien fuera su pareja, da pie a un negocio lucrativo con ramificaciones internacionales hasta que alguien hackea su sistema y bloquea el acceso a las imágenes de las tumbas. Es a partir de este momento en el que arranca una trama que mezcla espionaje y erotismo, y en la que Karsh empieza a confundir realidad y sueños. Y es ahí dónde empiezan las críticas a Cronenberg, exigiéndole consistencia argumental, cuando lo que el canadiense quiere poner en evidencia es, precisamente, la fragilidad de nuestra propia realidad, a merced de tantas posibles verdades como la ingeniería artificial puede crear, comprándola, creyéndola, asumiéndola como creíble. Karsh, agitado entre un deseo que ya no se satisface por el recuerdo de un cuerpo que fuera perfecto y la incertidumbre desencadenada por Maury, su excuñado (un retorcido, desquiciado, Guy Pearce en otra excelente composición), se siente zarandeado entre una fidelidad tan deformada como las imágenes de Becca con las que sueña y un impulso sexual por cambiar de pareja. Tal vez a diferencia de obras anteriores, en las que el autor de Crash (1996) parecía mantenerse, si no próximo a las obsesiones de sus personajes, sí respetuoso con las mismas, en esta ocasión se sitúa, burlonamente, a un lado y desplaza la morbosidad hacia la muerte y el deseo, para concentrarse en una juguetona critica de las nuevas tecnologías mediante las apariciones de Hunny, el avatar erótico que se transmuta en cariñoso koala, la sucesión disparatada (¿o no?) de conspiranoias y hackeos o, incluso, la inesperada desaparición de miembros anatómicos (“siempre le habían faltado dos dedos, ¿nunca te habías dado cuenta?”). Cierto, The Shrouds está lejos de la densidad de tantos otros trabajos de Cronenberg, pero mantiene la resistencia autoral, el espíritu de su obra y se disfruta aún más que alguna otra obra anterior excesivamente pretenciosa.