1. Testamentos
El centenario Oliveira, basculando en sus películas póstumas entre la síntesis y la acumulación temática. Ford, haciendo justicia a las mujeres que habían desarrollado mayoritariamente papeles secundarios en su obra. Welles, jugando a prestidigitador con el montaje. Lang, repatriado, con espíritu de serie B, recuperando al archimalvado Mabuse… Los clásicos revisaron (cuando las productoras asumieron los costes del seguro de vida) sus respectivas carreras para desarrollar una o varias (cuando el tiempo lo permitió, como fuera en el caso del portugués) testamentarias obras póstumas.
Los Hollywood brats han envejecido plácidamente y demoran su jubilación. Hasta ahora no parecería que ninguno de ellos planteara una obra testamentaria. Si bien De Palma, que se permitió a sus 79 años un par de sus estimadas set pieces en Domino (2019) parece retirarse y Allen ofreció la que podía ser su última obra, Golpe de suerte (Coup de chance, 2023) a los 89 años, en una nueva variación de sus temas recurrentes, sus otros colegas “de promoción” siguen en la brecha. Scorsese sigue incansable a sus 82 años con 3 obras en preproducción, al igual que Spielberg a los 78, ambos desarrollando, cada uno a su manera una serie de obras que entrelazadas definen la historia de los Estados Unidos. Paul Schrader, con la misma edad que el anterior, sigue mirando, entre la repulsión y la fascinación, el horror interior de su país con Oh, Canada! (2024)… Coppola, por su parte, ha estado más de dos décadas anunciando su gran película americana hasta que ha llegado, por fin, el estreno de Megalópolis.
2. La colección
Otro octogenario admirable, José Sacristán, está interpretando actualmente junto a Ana Marzoa, la última obra de Juan Mayorga, La colección. En ella, un particular matrimonio busca heredero a quien ceder una colección tan misteriosa como la pareja misma. Las piezas, más allá del valor que algunas puedan tener en sí mismas, representan situaciones, vivencias y emociones de toda una vida. Sólo se podrá entender el significado o la importancia de toda la colección si se saben captar los sentimientos que llevaron a la adquisición de cada compra. Sólo sabremos poner en valor la colección y los objetos que la forman si la consideramos como un todo, si consideramos una continuidad entre la historia vital de la pareja, sus sacrificios por conseguir cada pieza, la pasión puesta en ello y el valor independiente de cada obra que, a nivel de mercado puede tener una cotización muy baja o extraordinariamente alta.
3. La colección de Francis
Coppola, a sus 85 años, renace, de nuevo, de sus cenizas para ofrecer una obra con voluntad claramente testamentaria. ¡Tiempo, detente!, clama César Catilina, protagonista de esta extraña, irregular, inestable y atractiva película. Es, sin duda, la ambición de Coppola, su deseo imposible de detener un tiempo que, como a todo mortal, se le acaba. Y, sin duda, aun sin el superpoder del megalón, Francis lo ha conseguido. Megalópolis tiene un tiempo propio de existencia. Un tiempo que sólo algunos privilegiados sabremos ver. Un tiempo en el que vive una obra a caballo entre la artesanía de Meliès, la narración de los culebrones, el espíritu de El Padrino, la apresurada denuncia del populismo fascista de Trump, la reivindicación ecologista y una bendición para su propia estirpe.
Hay ecos en ella de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y La vida futura (Things to Come, William Cameron Menzies, 1936), al igual que los hay de El manantial (The Fountainhead, King Vidor, 1949), mezclados en un extraño pastiche con la saga del Padrino, Ben Hur (William Wyler, 1959) y El político (All the King’s Men, Robert Rossen, 1949). Todas las referencias y las autoreferencias contribuyen a esta extraña mezcla genérica que presenta un ideario político personal. Sin embargo, no se puede entender Megalópolis, y en absoluto menospreciarla, sin conocer la bio-filmografía de su autor.
Tras foguearse con Roger Corman, Coppola triunfa estrepitosamente con El padrino (The Godfather, 1973), gana en Cannes con La conversación (The Conversation, 1974), convence a crítica y público en El Padrino Parte 2 (The Godfather Part 2, 1974) y regresará de un rodaje infernal para triunfar de nuevo con la multipremiada Apocalypse Now (1979). A sus 40 años lo ha ganado todo. Orgulloso y megalómano, interesado en desarrollar la incipiente tecnología digital y recuperar el espíritu perdido de los grandes estudios, crea Zoetrope y recrea Las Vegas en estudio para la fascinante Corazonada (One from the Heart, 1981). El estrepitoso fracaso le hunde financieramente y el otrora chico de oro debe venderse al mejor postor para filmar proyectos comerciales, con el mejor estilo posible. Entre todos ellos destacan un par de obras que se hace suyas, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) y Tucker, un hombre y su sueño (Tucker, the Man and his Dream, 1988). Es, a partir de este momento, cuando recupera un guion de una década atrás y se empieza a hablar de su retorno como creador con la gran película americana. El padrino parte 3 (The Godfather Part III, 1990) no levanta los fondos suficientes y a pesar del éxito de Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), como sucediera a Tucker, nadie quiere comprar su sueño… Coppola se recluye durante una década en sus viñedos, saliendo para desarrollar obras que sólo se verán en festivales y circuitos limitados, pese al interés de alguna de ellas como fuera El hombre sin edad (Youth Without Youth, 2007). El regreso anunciado una y otra vez se ha demorado finalmente durante casi dos décadas.
En Megalópolis se vuelcan pues tanto las ideas de su autor como el relato de su propia vida, su autobiografía fabulada. Y hay que valorar, en primer lugar, que Francis no plantea en ningún momento una narración al uso. Más allá de los descartes que han cortado trama y presencia de personajes (ya veremos en algún momento un Director’s Cut o un Redux o ambos…), parece que el autor toma la trama como un gran macguffin para poner en escena una serie de ideas: la lucha del individuo lúcido, científico, culto o artístico, contra la mediocridad, la reivindicación de un futuro asequible para toda la población mediante un desarrollo sostenible, la denuncia del poder de la banca por encima de todas las instituciones, el aviso ante el avance de populismos y fascistas… Megalópolis funciona muy bien en su primera mitad, cuando las ideas se presentan sin necesidad de elaborar una trama consistente y se resiente de los agujeros e inconsistencias en la trama cuando esta se desarrolla de modo más tradicional para cerrar los hilos iniciados anteriormente. Sin embargo, no se puede ignorar el manejo y el juego de Coppola con los formatos de la película o con los trucajes más clásicos para jugar (como hiciera en otros momentos de su filmografía) con las luces y las sombras. Ni se puede menospreciar el resultado de aquellas escenas en que demuestra estar realmente interesado y dónde trabaja fotografía, efectos especiales y coreografías (el bloqueo del tiempo por parte de César, la reproducción circense de las carreras de cuadrigas, el número musical de la Vestal que pasará de ser una Hanna Montana a una atrevida Miley Cyrus en una apuesta sarcástica del director, el grotesco enfrentamiento de Wow, Clodio y Hamilton Craso). El veterano autor se pasa por el forro la continuidad argumental y suelta un par de secuencias dolorosamente deudoras de los últimos Malick. Y, aun así, convence en una mirada burlona que parece recordarnos que ha dicho todo lo que quería y ha hecho lo que ha podido, en contra de todo, arruinándose de nuevo. Y, para rematar la jugada, en un plano final en singular contrapicado, veremos como la heredera de César, el gran artista, recibe su don de detener el tiempo. La familia, ante todo.
… Y, a partir de ahí, ¿cómo debe reaccionar el espectador? ¿Justifica la autoría de obras magistrales la alabanza de una película insuficiente? Posiblemente haya que valorar Megalópolis como parte de la colección. Reconociendo en sus imágenes el valioso eco de la filmografía previa, de las maquinaciones que veíamos en la saga del Padrino, de la escena de las Playmates en Vietnam, de los juegos de sombras de Drácula, los artificios de Corazonada o la pugna creadora de Tucker. Pero también los ecos que en toda su filmografía tuvieron los clásicos de Lang, Wyler o Vidor entre tantos otros. Son imágenes que contienen el valor que representa un autor consagrado, el valor que representa que este autor consagrado invierta en su proyecto a pesar de todo, el valor que tiene su apuesta innovadora, aunque intermitente. Con la creencia de que la supuesta mediocridad, la narrativa insuficiente, no es debida a errores en la dirección, a incapacidad profesional, sino, directamente, que es asumida. Coppola sabe que no puede detener el tiempo y selecciona la manera y las escenas en las que plasmar una serie de ideas, de imágenes, de advertencias o, incluso, de agradecimientos que constituyen el testamento de un gran director, sumándose a los de tantos otros antes que él.