Saber perder
Santi Amodeo, siempre interesado en relaciones no precisamente idílicas, o al menos desde un punto de vista externo, se ha lanzado a adaptar parcialmente El cielo de los animales, de David James Poissant. Si bien la obra del autor neoyorquino consta de quince relatos, para adaptar a un largometraje se hacía necesario ser selectivo y los cuatro cuentos elegidos por el director sevillano condensan a la perfección el sentido del conjunto; historias en los márgenes de los Estados Unidos que aquí son trasladadas con una pasmosa naturalidad al interior de nuestra Andalucía, concretamente a Sevilla, donde se ha rodado la mayor parte del film.
La conexión temática de todos los relatos de la obra de Poissant, algo que el film advierte en un pequeño subtítulo, es que hablan sobre la pérdida, y efectivamente encontraremos ese leit motiv presente en diferentes formas a través de todos los segmentos en que se divide la obra: desde pérdidas físicas como pueden ser un un brazo o la miel que vuelve loco a un personaje hasta pérdidas personales como la pareja (y la seguridad y la confianza en uno mismo que lleva anexas), un gato del que tenías que cuidar o un padre que quizá no estuvo lo suficiente como para echarle de menos, pasando por otras más abstractas como perder los nervios con un cliente que hace una broma inadecuada en el peor momento o la libertad. Y por supuesto, es algo con lo que hay que lidiar, y es lo que harán los personajes, de la mejor forma que puedan.
La película se abre con La nadadora (alusión al personaje interpretado por Paula Díaz, actriz ya presente en Las gentiles, anterior film de su director), que inevitablemente nos trae a la cabeza el famoso relato de John Cheever adaptado al cine por Frank Perry y Sydney Pollack. Ignoro si la intención de Amodeo era homenajear al autor de la maravillosa Bullet Park (al hablar de Poissant se suele mencionar más a Raymond Carver, Richard Ford o a Alice Munro), pero el título original del relato en que se basa es La amputada, así que ese cambio no parece gratuito y a mí es lo que me sugiere; más allá de su título y de una protagonista a la que le gusta nadar clandestinamente, que ya es bastante, hay, a pesar de un tono ligero de comedia romántica con personajes marginales muy característico en el cine de Amodeo y una apertura a la esperanza en su desenlace, paradójicamente también cierto hálito desesperanzador y un giro algo lúgubre en su último tramo.
De algún modo, Amodeo logra despojar los relatos de algunas partes más densas, que otorgan un trasfondo emocional a los personajes pero, a la vez, con pequeños detalles traslada ese background a la pantalla (por ejemplo, el extrañamiento de Raúl Arévalo al contemplar una mudanza al comienzo de este primer fragmento y del film, que parece traerle a la memoria su traumática separación; obviamente no sabremos de esto hasta más adelante, y sin profundizar en los detalles, pero percibimos algo en ese desconcierto que parece abordar al personaje).
La segunda de las historias, El fin del mundo de Darío, es quizá la que mejor aprovecha la iluminación natural, que en conjunción con el formato analógico (Amodeo decide una vez más rodar en celuloide) consigue un preciosismo visual al que el cine digital, que por supuesto tiene otras ventajas y puede obtener también imágenes bellas, no puede aspirar. Darío (Diego Portalo) está obsesionado con el fin del mundo y guarda en su sótano cantidades industriales de agua embotellada y víveres, y se pirra por la miel de las abejas, a cuya picadura es alérgico. Su novia Gracia (África de la Cruz) le acompaña en su crisis (después del reciente apagón y algunos acontecimientos de los últimos años quizá habría que pensar en que Darío, o Aarón, en el relato de Poissant de hace algo más de una década, quizá no va tan desencaminado) y trata de controlar sus delirios e intenta que no deje de tomar su medicación. Puede que Darío esté paranoico, sí, pero Amodeo no duda en acompañar el relato de imágenes en el televisor que ilustran el clima político y social en que vivimos, con la guerra de Ucrania como principal telón de fondo, contribuyendo a, como mínimo, que empaticemos con el personaje.
El tercer fragmento elegido para la adaptación, El hombre lagarto, es una historia poderosa en la que el dúo formado por Manolo Solo y Jesús Carroza realiza un aparentemente pequeño trayecto nocturno que no deja de ser todo un viaje, en el que el mapa dibujado en una caja de cereales o una especie de chica de la curva más viva que la de la leyenda urbana no impedirán que terminen perdidos en una carretera perdida de esas que viajan al fin de la noche. Benicio (Solo) deja (solo) a Benicio, su hijo pequeño, en busca de los restos de Benicio (su padre), y también, quizá, de alguna explicación a esa prolongada (y ahora eterna) e importante ausencia en su vida. Quizá en este relato es donde más patente se hace la carencia del trayecto vital de los personajes respecto a su origen literario, pero a pesar de que se quede parcialmente en lo anecdótico, sin llegar a rascar en la profundidad del relato, es lo suficientemente desconcertante e hipnótico como para pedirle elementos (que probablemente solo se podrían incluir a través de flashbacks que aumentarían el metraje; si algo pide rodar en 16mm es concisión) y que sin duda diluirían gran parte de su poder narrativo.
Es llamativa la decidida inconclusión de cada segmento con finales abiertos que apuntan casi siempre a la tragedia, salvo quizá el primero; aunque el último (que entronca a los personajes y a la historia inicial a través de otro de los relatos de Poissant en un curioso experimento que deja clara la libertad y a la vez la fidelidad y el mimo con los que Amodeo ha abordado la adaptación) constate que efectivamente la cosa no acabará bien, porque aunque la vida nunca acaba bien, estaremos de acuerdo en que hay finales mejores y peores. Y sin embargo, el agua, muy presente en las cuatro historias, un elemento que siempre separa brevemente a los personajes de la inmediatez de su realidad, otorga una especie de tregua, un limbo desde el que acceder a los créditos dejando fuera de campo ese triste futuro anunciado.




