Los vampiros que nadie había imaginado
La primera vez que la humanidad veía a un vampiro en la gran pantalla fue en 1922. F.W. Murnau revolucionó el género de terror con Nosferatu. A través del uso de la luz, las sombras o la caracterización, el director alemán hizo uno de los primeros esbozos del vampiro que todas conocemos a día de hoy. La película cambió para siempre la representación de dicha figura y grabó en la retina de los directores más importantes de la historia una simbología que se ha utilizado y re-representado hasta la actualidad: Coppola, Browning, Herzog, Dreyer. No son nombres cualquiera, ni sus películas han pasado desapercibidas. Las historias sobre estos depredadores nocturnos han viajado desde el folklore hasta nuestra cultura popular más reciente. No son solamente una figura literaria e intelectual, utilizada por autores y cineastas de culto, sino que el vampiro ha sido avistado en novelas románticas para adolescentes, sagas y series de éxito comercial —Crepúsculo (2008), Crónicas Vampíricas (2009), True Blood (2008)—. Sin olvidar su aparición en videojuegos con The Witcher (2007) o Castlevania (1986), en teatro, moda o fotografía. Murnau ha conseguido que sus imágenes viajen por el tiempo, cruzando el papel y el universo visual de centenares de obras y productos que hemos ido consumiendo hasta el día de hoy.
¿Qué nos pasa con los vampiros? ¿Qué nos atrae tanto de este símbolo? ¿Por qué Ryan Coogler decide acercarse a ellos para hablar de una historia que trata sobre la identidad racial, la apropiación y el legado? No cabe duda de que los vampiros viven entre nosotros. Igual chupar sangre, no chupan. Pero ciertamente existen personajes que se esconden en la marginalidad y que viven de explotar a los demás. Los encontramos en todas las industrias, en la cultura, en la tecnología, en nuestras propias familias. Coogler, en la reciente Los pecadores, le da una vuelta realmente inteligente a este símbolo. Y aunque la película no es perfecta, es valiente y significativa ya solamente por como mira a todas sus predecesoras.
Los pecadores tiene indudablemente un guion original. La trama gira en torno a las vivencias de Sammie, un aspirante a músico de blues interpretado por Miles Caton. La película comienza en 1932, en el Mississippi de la era Jim Crow. Sammie es hijo de un predicador llamado Jedidiah (Saul Williams), quien desaprueba su música y le advierte que el Diablo está muy cerca. La llegada desde Chicago de los primos gemelos gánsteres de Sammie, Smoke y Stack (ambos interpretados por Michael B. Jordan), y su plan para abrir un local de música provocan que las tensiones entre padre e hijo salgan a la luz, con consecuencias tanto mortales como sobrenaturales para todos ellos.
Una de las primeras cosas que impresiona de la película es su doble naturaleza: por un lado, es artísticamente sensible, compleja, rica. Y por otro, completa toda una lista de elementos que la hacen encajar en unos parámetros comerciales. Conseguir que tu película pueda leerse desde estos dos lugares al mismo tiempo me parece uno de los grandes aciertos. El truco lo encuentra en el balance y en el prisma con el que remira las “Black stories”: la música. No es ningún secreto, ningún spoiler. Es el hilo que conecta todos los personajes, tramas y temáticas que más le interesan a Coogler. Presiento que la experiencia de la música negra fue la chispa que inspiró esta historia, que como un río se expande y viaja de la mano de estos tres protagonistas masculinos por lugares que tienen que ver con el diálogo entre elementos afroamericanos, blancos y nativos americanos que tuvieron lugar en la cultura de Misisipi en los años 30.
Una vez planteado el universo, lo que realmente diferencia el trabajo de Coogler de muchas otras películas que hablan de la explotación y de la música negra, es la capacidad de relectura de la propia historia a partir de la simbología del vampiro. No solamente reinventa su figura, si no que utiliza el vampiro como un símbolo de poder y de White Supremacy. Se convierte asimismo en la mejor excusa para hablar de las cuestiones políticas actuales que más nos afectan hoy día. El primer vampiro que aparece en la película y que encarna todas estas cuestiones es un joven de origen irlandés interpretado por Jack O’Connell. Su presentación es repentina y desdobla la película. Nos separamos de nuestros tres protagonistas que están ocupados intentando reclutar a todo un equipo de la comunidad para abrir un Juke Joint (un bar informal y clandestino del sur de EE.UU. donde las comunidades afroamericanas se reunían para disfrutar de música, baile y libertad social durante la segregación.) Nos transportamos hasta una granja solitaria de una pareja blanca estadounidense. El personaje de O’Conell llega hasta los dueños, perseguido por lo que parece ser un grupo de Nativoamericanos, con la piel literalmente ardiendo. La ingenua pareja le deja entrar (consejo: jamás invites dentro de tu casa a un vampiro) y tras una mordida elipsis ya tenemos a la triada de vampiros que entrará a jugar parte en la trama principal de la película.
El segundo acto empieza con la unión de estas dos historias y con ellas se despliega una de las tesis principales de la historia: la dualidad (o no) del bien y del mal. El paréntesis es necesario porque justamente Coogler sitúa a todos sus personajes en lugares moralmente corrompidos. Relee la historia y señala a todos sus personajes con algún pecado. Lo singular de estos personajes se observa al equipararse con los vampiros. Históricamente, monstruos de la marginalidad, del pecado, de la oscuridad. Pero, tras un largo e introductorio primer acto en el que conocemos muy bien a todos sus personajes, y en concreto a los gemelos interpretados por Michael B. Jordan, cargados de ego, interés, sexualidad, alcohol y deseo de poder, nos preguntamos quiénes son realmente los pecadores. Es aquí el gran descubrimiento de la película: la transferencia de la marginalidad de los vampiros.
Normalmente los vampiros suelen ser la minoría, pero en Los pecadores, justo después de intentar entrar al Juke Joint, empiezan poco a poco a ser unos engatusadores tremendamente divertidos, que prometen una nueva manera de ser libre fuera de la “dominación”. Eso sí, a cambio de perder completamente a tu persona. Los vampiros acaban siendo todos. Los que se quedan en la casa son los marginados. Los vampiros acaban conquistando la película como una masa llena de diversidad, diversión y música irlandesa.
El mensaje vampiresco no está claro, pero el encuentro entre lo sagrado y lo profano está continuamente pululando por la película. Una dicotomía que consigue su máxima gloria en una de las escenas musicales a media película. El joven Sammie, hijo del predicador, se decide por fin a cantar y tocar en el Juke Joint consiguiendo a partir de su interpretación hacer caer el velo entre los vivos y los muertos, el presente, el pasado y el futuro. A partir de la música, que actúa como fuerza cultural constructiva y devastadora, Coogler construye una escena asombrosa que conecta a los espíritus y antepasados musicales de la comunidad negra a través de los tiempos. Una jugada arriesgada pero acertada que no deja indiferente a nadie y que a nivel narrativo apunta hacia la apropiación cultural, cuando los vampiros, desde fuera del Juke Joint esperan para poder apoderarse de ese instante.
La película igual peca en ocasiones de una sutil huella Marvel. No podemos olvidar la aportación del cineasta al universo de superhéroes con su Black Panther(2018), una propuesta más que decente, fresca y entretenida. No obstante, en Los pecadores traslada ciertos elementos comerciales que desinflan un poco el visionado: un tono explicativo, sobre explicación constante, insertos que remarcan lo evidente o incluso una escena “postcréditos”. En general la película, al igual que sus personajes, también peca. Coogler intenta abarcar muchas cosas, muchas tramas, muchos personajes, muchos géneros. El foco de la historia principal se acaba desvaneciendo entre todos los componentes que la construyen.
Claro está que Los pecadores es un film rompedor, simpático y correcto. Se queda conmigo una de las metáforas más ingeniosas que he visto en mucho tiempo. Y es que sabemos que los vampiros son criaturas de noche, que sufren por el dolor que les puede causar el sol. El sol es por tanto la libertad a la que aspiran, la vida. Los esclavos vivían trabajando bajo el sol, sin descansar, en condiciones pésimas. El sol es en cambio para ellos la explotación, la opresión. A su vez, ver el sol al día siguiente significaba haber logrado vivir una jornada más. El sol cruza ambas experiencias, como un símbolo sobre la vida y la muerte que entrelaza ambas tramas y que da luz a una obra sobre vampiros como jamás antes se había imaginado.




