Tierras perdidas

Tierras perdidas, de Paul W.S. Anderson

Parece casi imposible creer en la existencia de una película de Paul W.S. Anderson en un momento donde las adaptaciones cinematográficas, a pesar de gozar del beneplácito de un consenso popular, se han vuelto, si cabe, más o menos carentes de independencia y estilo. Desconozco cómo se sentirán los fans de George R.R. Martin al respecto, pero está claro que los entusiastas del director de Horizonte final (1997) o la saga Resident Evil (2002-2017) están de enhorabuena. La deliberada Tierras perdidas (2025) es todo lo que cabe esperar de su responsable: una chaladura que sirve a sus propias reglas, que habita su mundo desde una entereza visual apabullante y que sigue unos códigos y homenajes que subvierten la obra original hasta un registro plenamente ligado al género, resultando en un conjunto tan irregular como apasionante.

Totalmente desapercibida entre los carteles de las grandes multisalas, el último trabajo de Paul W.S. Anderson parece relegado a una indiferencia prácticamente total. Hoy por hoy sería conveniente preguntarse dónde tiene cabida una fantasía ligera de este palo, porque tampoco sería justo hablar de algo minoritario o de nicho, pero está claro que el público general ya no responde de la misma forma ante estas propuestas. Después de su divertidísima y libérrima versión de Monster Hunter (2020), donde traducía las mecánicas del videojuego a su reflexión fílmica, la insatisfacción fidedigna y puritana de quienes esperaban otra cosa —sumado a los estragos que dejó la pandemia— hicieron que esta pasara totalmente inadvertida. En esta ocasión, pese a todo, tampoco parece haber demasiada expectación, siendo objeto de su propia condena (y fascinación) al ofrecer una propuesta ajena a las convenciones y abierta a la decadencia de un cine, por desgracia, cada vez más lejano.

El escenario no podría ser más idóneo: un mundo postapocalíptico, a medio camino entre el yermo salvaje de Mad Max y el paisajismo estilizado y digital del último Zack Snyder. En este páramo, una ciudad se erige sobre un régimen jerárquico vinculado a una religión autoritaria. A su alrededor, la intemperie: una tierra baldía donde la acción se desarrolla paralelamente a los asuntos de palacio. Por un lado, está la invitación a la aventura, narrada como una épica desde la primera aparición del cazarrecompensas Boyce (Dave Bautista) y su encuentro con la bruja Gray Alys (Milla Jovovich), y por el otro, la insurrección de una conspiración y la posibilidad de la revolución de un pueblo alienado y sometido. En la concatenación de estos dos escenarios, una narración plagada de altibajos sostiene la raíz de un trabajo que se vuelca enteramente sobre el asombro de su apertura, en una serie de imágenes e ideas visuales realmente logradas.

Del desierto futurista de Richard Stanley a El puño de la estrella del norte (Hokuto no Ken, Toyoo Ashida, 1986); de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) a la ciudad de Midgar de Final Fantasy VII, entre sus múltiples referencias, el riesgo de su apuesta sobrevive a su ambición desde la autoconciencia de lo que busca abrazar. Por poner un caso parecido, podríamos hermanar su causa a una película tan reivindicable como Metalstorm (Charles Band, 1983), donde ambas hacen evidente su influencia, pero no por ello deben ser demeritadas frente a lo correcto o preestablecido. Por su propia idiosincrasia, es necesario acercarse con cautela desde la evidencia del homenaje o el intento, porque es precisamente en estos términos en los que piden ser interpeladas y donde pueden identificarse sus virtudes y defectos. En Tierras perdidas no hay una referencia tan marcada como en la propuesta de Charles Band —como digo, podríamos localizar un sinfín de aproximaciones—, pero sí que existe una expectativa con la que el director rompe (nuevamente) en pos de la libertad de lo cinematográfico, sin verse necesariamente atado al canon de una imagen funcional o sin voluntad de ser.

Formalmente, más allá de la definición apreciable de un digital justillo y acartonado, la composición y la elección de determinados encuadres hacen dialogar la misma con los tropos del western. A caballo, en la búsqueda de Boyce y Gray, el barroquismo con el que el director filma su trayecto enaltece el carácter que define a su obra —inolvidables esos planos sobre el horizonte—. De hecho, es ahí donde el lenguaje del videojuego con el que está plenamente familiarizado se hace notar, sobretodo a través de la manera en la que entiende su desarrollo, ya sea en la forma que previsualiza el escenario de acción o en cómo cada nueva secuencia supone un cambio de nivel y un acercamiento hacia al objetivo final.

El viaje, sin embargo, en su mera revelación —ridícula y elocuente; deslumbrante y fallida— supone un gesto de total honestidad y desenfado que acaba enalteciendo un relato sin ataduras, que, de ser posible, merece la pena ser recordado en la gran pantalla. Porque quién sabe, quizá en algún momento sean estos los tipos de historias que echaremos en falta.