Dos miradas al patio de atrás del mayor comunismo capitalista del mundo
1. La revolución China del siglo XXI
Tuve la inmensa suerte de visitar China en tres momentos que ahora veo relevantes como ejemplo de su evolución. La China de 1991, posterior a Tian an Men, era todavía una China comunista y la ruralidad era presente aun en las grandes capitales. Las bicicletas en las carreteras superaban ampliamente el número de vehículos a motor, los hoteles restringían el acceso a los extranjeros y los viajeros debíamos hacer el cambio del dólar a una moneda especial, el “RMB”. En el 99 el extranjero ya no era un alienígena aterrizado en China y se le ofrecían numerosas oportunidades de visitas y alojamiento. Chengdu, Kunming y Guilin bullían con el turismo, luciendo respectivamente su reserva de pandas, sus barrios antiguos y los paseos turísticos por el rio y los arrozales. Los vehículos colapsaban los accesos a toda ciudad. Sólo un año después, en el 2000, experimenté auténtico vértigo al visitar de nuevo algunos parajes. El barrio antiguo de Kunming, los “hutong” de callejones estrechos y casas con tejados clásicos, había sido arrasado por completo y nuevos rascacielos e incontables grúas ocupaban su lugar. La bella Lijiang, un pueblecito antiguo que el año anterior visitamos con tranquilidad, había devenido una suerte de Disneylandia de la ruralidad china. No parecía haber región que se librase de las obras y las autovías y gigantescos viaductos aparecían por doquier. Para rematarlo, un pueblecito en lo alto del Himalaya, previo a la frontera tibetana, había sido rebautizado como Shangri La, anunciándose sus propiedades ambientales propicias para alargar la vida y se había instalado un aeropuerto con pista capaz de albergar 747… Diseñado desde la cumbre, política y económica, un terremoto de cambio sacudía el país entero, derribando lo viejo para conseguir un país nuevo, pasando por encima de lo que fuera preciso.
2. China, el capitalismo comunista
A la deriva arranca el año 2000 para reseguir la trayectoria social del gigante asiático durante el primer cuarto de siglo. Construida en base a descartes y secuencias filmadas durante rodajes de las obras anteriores de Jia Zhang-Ke, junto a su actriz y actor de cabecera, A la deriva contiene sólo un esbozo argumental, girando en torno a una mujer, QiaoQiao, que sigue, durante unos años, los pasos de un amante, Guo Bin, que no tiene interés en ser encontrado. Ambos están interpretados por los mismos actor (Zhubin Li) y actriz (Tao Zhao) protagonistas de las obras previas de Zhang-Ke (siendo ella pareja del autor), captados en diversas etapas de sus vidas, en su población natal, en la provincia de Shanxi, o posteriormente en Hubei. El interés, no obstante, no radica tanto en la historia como en el escenario y en cómo el paso del tiempo define las heridas en el paisaje y en los personajes. Un conjunto de imágenes documentales recoge al inicio el depauperado ambiente de una ciudad minera que ha perdido, si alguna vez lo tuvo, todo atisbo de esplendor. Jia Zhang-Ke retrata de modo respetuoso pero también implacable los rostros cansados de jóvenes mineros y de ancianos comunistas, unos a la salida del pozo, los otros posando ante una cámara fotográfica. Retrata su ciudad, los pequeños comercios, las calles dónde circulan bicicletas y algunos vehículos, la sala de baile en la que se busca solaz, y observa a los habitantes, recogiendo en diversos instantes celebraciones que se acompañan de canciones populares. Por momentos, A la deriva oscila entre el retrato social de Wang Bing y la mirada antropológica de Terence Davies. Progresivamente, la película va virando, va concentrándose, en torno a las idas y venidas de la pareja, muy especialmente de la joven, condicionado posiblemente por la falta de otro material filmado que utilizar.
Es en el salto a 2006 dónde vemos ya la evolución social. QiaoQiao, marcha a Chongquing en busca de Guo Bin, de quien no tiene noticias desde dos años atrás. A nivel personal, los dos protagonistas ya no son dos jovencitos. A nivel social, el cambio se revela de modo radical con unas imágenes que borran absolutamente las de una China rural. La ciudad es una monstruosa urbe que se devora a sí misma, a la vez extendiéndose por las empinadas cuestas a la riba del rio y siendo destruida para dar paso a la crecida resultante de la construcción de la gigantesca Presa de las Tres Gargantas, protagonista de Naturaleza muerta (Still Life, 2006). 2006 fue el año en que se acabó la construcción del dique, de longitud mayor de 2 km, acumulando agua a lo largo de 600 km, y desplazando a más de un millón y cuarto de habitantes de las provincias afectadas. Las imágenes ponen en evidencia que no hay amabilidad alguna en la población. Las relaciones entre los personajes revelan desconfianza, hipocresía, corrupción, delincuencia y arribismo. El tráfico fluvial o urbano no tiene nada de idílico, sin opción alguna a la nostalgia. Chongqing es sucia y deprimente. Mientras Guo Bin trata de medrar en negocios turbios, escondiéndose de la policía y de su antigua amante, ella recorre una ciudad en la que las ruinas parecen ser reemplazadas por construcciones sin ningún criterio urbanístico, dando pie a un laberinto de pesadilla. En paralelo, habremos visto relevantes cambios respecto a la época antes visitada, como el tren supera al autobús como método de transporte, la aparición de numerosos vehículos a motor y, de modo relevante, los personajes recurren al teléfono móvil.
La historia saltará finalmente hasta la actualidad, dónde los dos actores aparecen con la misma edad que tienen hoy en día, para culminar un relato amargo. Aunque los antiguos campesinos tienen ahora posibilidad de rápidos desplazamientos aéreos y el internet permite la conectividad, las conexiones humanas se quebraron tiempo atrás y no hay posibilidad de retorno. De hecho, Zhubin Li, el actor, ha sufrido una embolia y aparece encarnando a un fracasado Guo Bin que arrastra no sólo su derrota personal sino también las secuelas de la enfermedad. A la deriva es una mirada triste a la evolución de gran parte de la humanidad y, tal vez, su único rasgo de optimismo, aunque menor, sea la capacidad de su personaje femenino de adaptarse al cambio, habiendo evitado la tentación del dinero fácil, algo que parece reservado, en esta peculiar república comunista, a una clase superior.
3. De hombres y perros
A la deriva seguía, precisamente, la deriva de China desde el comunismo rural del Shanxi de finales del siglo XX al capitalismo feroz desencadenado en Chongqing al inicio del XXI. Black Dog se sitúa, más al norte, limitando con el desierto de Gobi, en otra zona rural, la provincia de Gansu. Si la obra de Zhang-Ke tenía como centro desestabilizador la faraónica construcción de la Presa de las Tres Gargantas, la de Guan Hu se sitúa en 2008, año de las Olimpiadas de Beijing en las que China se presentaba al mundo como un superpotencia comercial. Considerando la complementariedad de ambas tramas, no es nada casual que Jia Zhang-ke aparezca como uno de los personajes principales, una suerte de capo local que trata, muy lacónicamente, de proteger al protagonista.
Al inicio de la cinta, el accidente de un microbús, volcado por la aparición súbita de una manada de perros salvajes, vincula ya a éstos con Lang, uno de los pasajeros del vehículo. El regresa a su pequeña ciudad, disfrutando de una libertad condicional tras unos años de cárcel a los que fuera condenado por un accidente del que no fuera directamente responsable. Lang, antiguo campeón de acrobacias moteras, regresa a un villorrio en trance de cambio o desaparición (según la definición de las autoridades o de los habitantes), dónde sólo tiene a un padre alcohólico y un grupo de hostiles que siguen pidiendo venganza por la muerte que se le atribuye. Es, obviamente, la trama de un noir, como pudiera ser Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946) u otros tantos. Singularmente, Lang (que se niega a hablar durante el grueso de la película), no establecerá relación con una femme fatale, sino con un chien fatal, el perro negro del título.
Acosados por las idas y venidas de centenares de perros, algunos de ellos claramente peligrosos, los ciudadanos se organizan en partidas para cazarlos y encerrarlos (en una apuesta por la distribución de la película, no se explicita en momento alguno que los perros vayan a ser sacrificados, algo que sería coherente en el contexto radical de la China en crecimiento imparable). Lang, incorporado a una de las partidas, no es demasiado activo y, al contrario, se interesa por el perro negro, el más solitario y agresivo de todos ellos, con el que finalmente (unas cuantas mordeduras y una serie de divertidas secuencias más tarde) acabará entablando una cariñosa amistad de protección mutua.
Aunque la trama es consistente, Guan Hu no se limita a la historia de Lang, sino que revisa cuidadosamente el escenario y los personajes secundarios, dando una visión desalentadora de la realidad de esa China que no aparece en los noticiarios. Como en Shanxi, las minas que dieran sentido al pueblo cerraron tiempo atrás y la ciudad parece más muerta que viva, siendo asediada no sólo por los perros sino por unos trenes fantasma que van circulando por la periferia sin detenerse. La hermana de Lang, como el personaje masculino de A la deriva, ha dejado atrás pueblo y familia tratando de mejorar la condición de vida en la capital, algo que no parece haber conseguido según dice en conversaciones telefónicas con Lang (en las que éste se limita a escuchar el relato de ella). Su padre sobrevive, alcoholizado y crónicamente enfermo, alimentando como puede a los supervivientes de un patético zoo, que incluye monos, pájaros y un tigre de Siberia. Un circo con enanos, muy al estilo de La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) trata de establecerse infructuosamente en la ciudad. La policía deambula por esta sin gran cosa que hacer, llegando siempre tarde a los enfrentamientos entre Lang y sus enemigos, pero asistiendo a los derribos de edificios que pretenden anunciar un mejor futuro. Irónicamente, el mejor negocio del pueblo parece ser una granja de serpientes…
Lang y el perro negro se lamerán las heridas y conseguirán tirar adelante en precarias condiciones. Guan Hu construye la historia de modo progresivo, presentando la evolución de Lang y su mascota en distintos capítulos, con ayuda de la interpretación de ambos y una excelente fotografía, que vincula la aridez desértica del entorno a la pobreza de la ciudad y a la catadura moral de todos ellos. Del mismo modo, la narración alaba su resiliencia ante tanta dificultad, ante tanta hostilidad, aunque es difícil conocer su destino final. Aun desarrollando el relato criminal por completo, con una conclusión tan inesperada como integrada en el contexto, nos ofrece un retrato social de esa China que no aparece en las noticias. Un retrato tan sólido como desalentador. El retrato de miles de millones de ciudadanos de la república que desde su miseria aplauden y vitorean los fastos olímpicos que aparecen en la televisión, sintiéndolos como propios, aunque, para ellos, sean más una ficción que una realidad.





