Entre la realidad y la simulación de la realidad, a veces resulta imposible separar la verdad de su propia anunciación. En este espacio de ambigüedades, la fina línea entre una y otra delimita la intuición para reconocer, en los términos establecidos, cuál es el auténtico valor que rige su vocación o significancia. Sin embargo, en la conciencia de su naturaleza recreativa, también resulta posible hallar otro tipo de verdad en las superficies de la banalidad; una, quizá, igual de estimulante, donde la imagen abstracta de nuestro presente es plasmada a través del mismo vacío —estético o moral— que nos ampara, terriblemente, día tras día.
En la poética del artificio, el director Harmony Korine ha desarrollado todo un universo de formas e imágenes que subvierten su condición primera para encontrar, en el riesgo de su plasmación, la naturaleza salvaje de su misma realidad (o la representación de esta). En estos extremos, desde el inquietante found footage de extrarradios de Trash Humpers (2009) hasta la violencia juvenil y videoclipera de Spring Breakers (2012), la observación clínica de su responsable orbita un cierto acercamiento sumamente próximo a aquello que les rodea, negando el juicio ajeno o una postura crítica al respecto. Más recientemente, la forma radical de AGGRO DR1FT (2023) suponía un nuevo lienzo para este hedonista sensorial, que a través del uso de la cámara térmica y la pulsión procedural de la IA convertían la ciudad de Miami en un purgatorio radial plagado de demonios y violencia. Ante su contemplación del mal, intentar negar una determinada espiritualidad en todas estas obras también sería un error, pues en ese exceso y desencanto, su misma observación convida a pensar en la posibilidad de huir de ahí, o por lo menos, en el por qué de ese horror.
Llegados a este exceso, cabe volver a preguntarse dónde se encuentra el límite, y es por títulos como Baby Invasion (2024) que esto se discute al poner en jaque la cordura del espectador y la misma idea del marco cinematográfico, buscando traspasar fronteras desde la incomodidad y el rechazo a toda concepción previa. Bajo el sello de EDGLRD —productora del propio Harmony Korine—, esta nueva incursión a los infiernos de la nueva imagen digital bombardea la pantalla en un trip virtual rotundamente alucinógeno, planteando una fricción entre el mundo real y el online donde se trivializan las mecánicas del videojuego sandbox en una azarosa pesadilla postmoderna.
Acompañado por la música de Burial, este viaje a ninguna parte plantea un paisaje desolador, siguiendo a un grupo de asaltantes en primera persona. El primer impacto reside al comprobar que todos estos son mostrados con rostros de bebés, como si se tratara de algún tipo de máscara dispuesta por la propia filmación, elemento que justifica mediante una retransmisión de streaming. En su dilatación temporal, la película adopta el carácter de uno de esos directos IRL (In Real Life) que se emiten en Twitch, donde la gente se graba por la calle a la expectativa (imagino) de que algo suceda —quizá, el más representativo sea el streamer Speed, quien, casualmente, ya ha colaborado con el estudio—. En este aspecto, la mayor parte del film recae sobre esas zonas muertas, donde el personaje principal se mueve sin que ocurra necesariamente nada salvo una serie de insertos publicitarios y un chat que comenta lo que va aconteciendo.
Como ya sucedía en la reivindicable El auge del humano (2016) de Eduardo Williams, la mezcla sobre el lenguaje digital y la superposición entre sus distintas naturalezas cuestionan la veracidad de lo que es mostrado. En esta serie de torsiones ininterrumpidas resulta su mayor baza: un experimento que prueba cómo descubrirse a sí mismo, estableciendo una suma de contradicciones que llevan a un absurdo tan deliberado como fascinante. Entre todo el barullo, Harmony Korine invita a un perpetuo estado de alerta alrededor de una violencia latente —elemento presente en toda la obra del director—, y a través de este caos sin filtros resuena el espíritu de títulos como La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, donde se expone un mundo totalmente desalmado, condenado por la alienación del entretenimiento más pobre y fútil.
En estos mismos términos existe Baby Invasion, y cabría hacerse de nuevo la misma pregunta inicial: ¿acaso esta celebración de la banalidad no es —por pura devoción al lenguaje que imita— otro estadio idéntico para su reafirmación? Sirviéndose de su mismo propósito, la película parece que no deja espacio para ver más allá, y en un momento donde todo porvenir resulta incierto, este retrato sobre el mismo vacío no deja de ser sumamente representativo de nuestro presente circunstancial. Como sentencia uno de los personajes en sus últimos minutos, después de presenciar el mismo desastre que los espectadores han atestiguado, este resulta que ha descubierto, irremediablemente, una inclinación hacia Dios. Aunque sea para negarlo, llegados a este punto, ¿qué otra cosa nos queda?



