Poesía visual del desarraigo y la pérdida
No es la primera vez que reivindico en mis análisis fílmicos un fenómeno socio-cultural que me parece esencial en el devenir del cine contemporáneo. La incursión relativamente reciente de una considerable cantidad de mujeres en la producción cinematográfica está generando un progresivo cambio de paradigma en los fondos y las formas fílmicas. Estas nuevas observadoras del mundo han encontrado desde detrás de una cámara además un mágico punto de conexión con el esquivo pero glorioso pasado del cine elaborado desde la mirada femenina. A partir de aquellas quijotescas pioneras del cine mudo, o incluso de alguna milagrosa rara avis del periodo clásico, hasta la gloriosa generación contracultural de los años sesenta y setenta del siglo pasado, hendida de reflexión feminista sobre la existencia y de experimentación transgresora respecto a las estrategias narrativas canónicas, un corpus fílmico plausible, potente, poético y visceral, toda una cosmovisión cultural y artística, ha salido al encuentro de unas jóvenes creadoras que aun habitando un mundo irreconocible para sus predecesoras, siguen persiguiendo una reconsideración del estado de las cosas desde el arte y desde el cine.
En esta ocasión hay que adicionar un ejercicio fílmico especialmente dotado de la delicadeza melancólica de la más hermosa poesía visual. La joven directora chino estadounidense Constance Tsang ha compuesto un pequeño pero conmovedor relato sobre la pérdida, el aislamiento de la inmigración y el sentido de pertenencia, que ha obtenido el Premio French Touch en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2024 y ha sido aclamado en la última edición de la SEMINCI de Valladolid. Tratándose como se trata de una debutante en el largometraje, quisiera destacar que Tsang es guionista, directora y educadora. Vive en Nueva York, y se graduó en el Máster en Guion y Dirección de la Universidad de Columbia, donde fue galardonada con el Robert Gore Rifkind Launch Fund. Su cortometraje Beau (2021) fue seleccionado por un jurado de la industria en su muestra de tesis y obtuvo el Premio del Jurado de la Directors Guild of America en la 26ª edición de los Premios Anuales de Cine Estudiantil (Categoría Asiático-Estadounidense de la Costa Este). Beau se ha proyectado en salas y festivales como The Metrograph, Palm Springs ShortFest, Outfest, Brooklyn Film Festival, Los Angeles Asian Pacific Film Festival y el Melbourne Queer Film Festival, entre otros. Su cortometraje anterior, Carnivore (2018), fue parte del proyecto AT & T Hello Lab 2018, y tras su estreno en Direct TV, fue adquirido por Alter y cuenta con el apoyo de Starlight Stars Collective y Tribeca Film. En la actualidad, está trabajando en su segundo largometraje, My Mother and Yours, que se encuentra actualmente en desarrollo en La Résidence du Festival de Cannes.
Blue Sun Palace, la preciosa película que ahora llega por fin a las salas de cine de nuestro país, toma el pulso narrativo de la filmación contemplativa, deliciosamente cimentada en encuadres íntimos y prolongadas tomas, que permiten a nuestras maravillosas protagonistas respirar en el espacio, moverse en el cuadro a placer y expresar desde la gestualidad silenciosa. No en vano, ha expresado la autora su admiración por el llamado “slow-cinema”, lo que la ha llevado a ser comparada con Chantal Akerman o Tsai Ming-liang. El film trasciende las convenciones más generalizadas del llamado cine social, para presentarnos una perspectiva que es al mismo tiempo tan dolorosamente íntima y personal, como existencialmente universal. Se erige así en un testimonio que se adentra en la cotidianidad de la comunidad china del barrio de Flushing, en el neoyorkino distrito de Queens, poniendo el foco en un cuarteto de trabajadoras de un salón de masajes, y en el estrecho vínculo emocional que existe entre dos de ellas, Amy (Ke-Xi Wu) y Didi (Haipeng Xu). En torno a estas dos mujeres, que casi podríamos considerar de esa casta de seres humanos inexistentes y transparentes para la mayoría, como aquellos clandestinos a los que cantaba Manu Chao hace ya tantos años, la directora traza las líneas de un texto que abraza la luminosa sororidad y el duelo tenebroso en una atmósfera de desarraigo que penetra con fuerza en el ámbito más emotivo de la audiencia.
Resulta absolutamente embriagador de sensaciones, ese arranque nocturno en el que la soñadora y pizpireta Didi comienza cenando con ímpetu y disfrute con su amante casado Cheung, el actor y director taiwanés Lee Kang-sheng, para terminar en el precario cubículo en el que ella pernocta en su lugar de trabajo, después de una sugerente sesión de romántico karaoke a rebosar de virtuosa coloración y luminosidad. Y además, es tremendamente oportuno desde un punto de vista expositivo, porque la divertida complicidad que desprenden los personajes y su comportamiento, resulta frontalmente confrontada al día siguiente, cuando conozcamos la precariedad rutinaria de la masajista —tampoco es poca la del operario exiliado—, que quedará perfectamente fijada en nuestra percepción desde una perspectiva de mayor calado ante el esmerado cartel anunciador que ella se ve obligada a pegar sobre la puerta del salón de masajes, “No se realizan trabajos sexuales”. Es así como la magia que envuelve esos primeros compases enamorados, gana toda su significación ante el discurrir desmoralizante de unas trabajadoras asalariadas en el penúltimo escalón del escalafón socio-laboral. Pero también es en ese espacio compartido de ilusiones, miserias, ensoñaciones y anhelos, donde el relato de Tsang se engrandece y se lanza hacia unos espacios sensoriales y emocionales superlativamente humanistas. Verdaderamente conmovedores. Entre otras cosas, porque ella misma ha declarado su interés por el valor esencial de las cosas que nunca llegan a verbalizarse. Así, el subtexto en los diálogos en su película es clave, demostrando que no es tan importante lo que se dice, sino la forma en la que se expresa y qué reacciones genera en las personas receptoras, “Capturar la exteriorización de lo interno es la parte que más me fascina del lenguaje cinematográfico y un campo que me gustaría seguir explorando en el futuro.»
Respecto al fondo, no puedo dejar de destacar que la base temática del film de Tsang se construye desde las vivencias propias, con un trasfondo de emocionado homenaje a la experiencia migratoria de sus padres, que se establecieron en Estados Unidos desde Hong Kong en los años ochenta del siglo pasado. Pero la autora ha querido ir más allá de su árbol genealógico, y ha completado su propuesta cinematográfica con voces ajenas que se encuentran de una manera u otra representadas en la trama: «Las experiencias que escuché durante el periodo de documentación eran mucho más tristes y oscuras de lo que son las que he terminado mostrando en la película», afirma la directora, que se entrevistó con varias trabajadoras de salones de masaje hasta confeccionar el contexto de las protagonistas de su historia. «Lo que más me impactó de sus relatos fue ver cómo todas ellas coincidían en el hecho de que no dominar bien el idioma era lo que terceras personas utilizaban para timarlas, vejarlas, humillarlas o incluso agredirlas. Es una parte que sí he querido representar en el film, a pesar de la crudeza de estas secuencias, pues comprender que la violencia es una amenaza constante para las mujeres, en prácticamente cualquier entorno laboral, es algo que se quedó muy dentro de mí.» De hecho, el angustiante periodo de la covid-19, sirvió de miserable excusa para que se destapase una tendencia racista contra la población de ascendencia asiática que viven en Estados Unidos, una corriente de odio que ha resultado en agresiones sobre todo hacia las mujeres. En 2021, el 16 de marzo se produjeron tiroteos en tres salones de masajes de Atlanta, que mataron a seis trabajadoras, y el mes de diciembre precedente, en otro salón de masajes en Flushing, un tipo intentó forzar a una mujer a un acto sexual y cuando ésta se negó, le destrozó el rostro a golpes. Ambos sucesos calaron entonces en Tsang.
En el plano actoral, resulta ineludible la mención a las preciosas interpretaciones de las actrices, que consiguen trasladar a sus personajes esa naturalidad tan directa y entrañable que traspasa la pantalla, y transmite una conexión emocional tan cargada de autenticidad, que deviene en una experiencia visual genuinamente introspectiva. Y desde luego, Tsang se destaca también como una gran filmadora de la fisicidad de los espacios, convirtiéndose el salón de masajes en uno de los grandes protagonistas de la película, que conforma un microcosmos perfecto para observar y retratar la soledad de una comunidad forastera, con una mirada cargada de sutileza y precisión, que confirman a Tsang como una prometedora cineasta a la que habrá que seguir a partir de ahora. Un ilusionante descubrimiento.



