La danza existencial de Thom Yorke y Paul Thomas Anderson
Sumerge tu alma en el amor.
Street Spirit (Fade Out) (Radiohead)
Tengo un amor en mi vida. Me hace más fuerte que cualquier cosa que puedas imaginar.
Punch-drunk Love
Cuando las imágenes de Paul Thomas Anderson se encuentran con la música de Thom Yorke y viceversa, una pared tangible de la realidad se desmorona con tal suavidad que el sueño se acompasa sin fricción con lo cotidiano. Cada obra conjunta parece recordarnos que lo tangible, lo ordenado y lo evidente constituyen apenas una capa superficial de la vida y, sobre todo, del drama íntimo. A lo largo de los años, en sus múltiples colaboraciones en el formato de videoclip, han tejido, quizá de manera inconsciente, aunque también con una lucidez profundamente racional, un entramado de inquietudes visuales y sonoras. Ese tejido no sólo indaga en las diversas perspectivas de lo real, sino que además desdibuja las fronteras del tiempo, revelando que su verdadero valor y significado habitan en una dimensión movediza, en perpetua transformación, pero al mismo tiempo profundamente humana y colectiva. Una experiencia que, sin embargo, estamos condenados a vivir en soledad, desde un único punto de vista: el propio.
Esta aproximación puede condensarse en tres obras que marcan, en distintas etapas de su vida creativa y personal, los formatos más narrativos, experimentales y conceptuales de su colaboración: Daydreaming con Radiohead, Wall of Eyes con The Smile y el cortometraje musical Anima. Estas tres obras, se enlazan en torno a espacios liminales donde lo industrial se cruza con lo social y lo familiar con lo introspectivo. Allí, los movimientos de cámara incesantes se convierten en metáforas del fluir vital, del ritmo del tiempo que nos impide permanecer inmóviles, fijos en un lugar o en una identidad única. A este flujo se suma la rutina como arquitectura de la identidad y la extrañeza que se espejea en lo familiar, conformando un universo onírico que se pliega sobre sí mismo hasta revelarse como un espejo de lo real. Un lenguaje visual y sonoro que, en su insistencia en atravesar puertas, pasillos o multitudes, termina recordándonos que toda realidad es también un sueño compartido.
Sin embargo, cada uno de estos trabajos parte de una perspectiva distinta. Aunque todos se construyen desde una subjetividad surreal que revela la realidad como un espacio mental, donde la memoria, el pensamiento y lo tangible conviven, cada pieza se elabora desde un nivel y rol social específico. En Daydreaming, ese nivel es íntimo y personal. El punto de vista se sitúa en el rol de la persona dentro del ámbito familiar: ser padre, ser pareja. Las puertas que atraviesa Thom Yorke son reflejos de lo errático y lo extraño de esos espacios cotidianos; casas habitadas, paisajes vacacionales, lugares de trabajo, hospitales, que trazan una ruta marcada por el cuidado y la compañía. Una ruta que, sin embargo, sólo adquiere sentido desde la experiencia emocional individual. Al contrastar este tránsito con la soledad, surge la pregunta inevitable: ¿qué valor tienen esas intersecciones de lo cotidiano cuando aquello que les otorgaba significado; la compañía, el afecto, la pertenencia, ya no está? Lo que queda es la figura solitaria frente a una llama a punto de extinguirse, con el frío del mundo avanzando como una condena: quedarse congelado en la ausencia.
Por su parte, Wall of Eyes se sitúa en el terreno de lo público, desde el rol de la figura expuesta, propia del mundo del entretenimiento. El tránsito por esos mismos espacios liminales y, al mismo tiempo, ordinarios, se da ahora bajo la mirada de los otros, e incluso; y sobre todo, bajo la mirada de sí mismo. El yo se desdobla en una performance constante, pues la intimidad resulta imposible, aun cuando la escena lo muestre aparentemente en soledad. La rutina ya no es ordenada, cotidiana o lógica, como en Daydreaming, sino errática, espectral y espectacular. El tiempo avanza aquí no como desplazamiento entre espacios, sino como un movimiento centrípeto, que rodea al sujeto igual que la luz de un teatro encierra al actor. En esta dinámica, la pregunta que emerge es: ¿qué queda cuando incluso lo íntimo se convierte en espectáculo? La respuesta apunta hacia una pérdida de significado en la sobreexposición, en esa paradoja de una soledad excesivamente acompañada.
Anima, finalmente, se centra en el personaje anodino, el extra, el “anónimo” arquetípico de la sociedad. La rutina aquí se convierte en cadencia del cansancio: ya no es solo la cámara la que repite sus movimientos fluidos para hablar del tiempo, sino sobre todo el cuerpo, que insiste, repite, cae y se levanta. A diferencia de Daydreaming y Wall of Eyes, el tiempo no se despliega en días, semanas o años, sino que se condensa en un único día. Para este personaje, cada jornada es tan idéntica a la anterior que basta con ver una sola para entender toda su vida. Y, sin embargo, lejos de presentarse como la visión más desoladora, la puesta en escena transforma esa monotonía en belleza mágica. Desde el primer momento, las imágenes de Anderson revelan que aquí no hay soledad: lo que le sucede al personaje le ocurre también a todos los que lo rodean. Su experiencia individual es un reflejo de la experiencia social; todos son espejos de un mismo patrón. Si bien ello podría derivar en alienación, lo que emerge en cambio es una revitalización compartida: tras el duro tránsito del trabajo, tras la lucha contra el tiempo —ese tablón que sube y baja como un tic tac— aparece el renacer a través del romance y la compañía.
Aquello abre para el espectador una pregunta aún más bella, que no se despliega únicamente en Anima, sino precisamente en el diálogo con las dos obras anteriores. ¿Allí, en lo más sencillo, rutinario y estable, se encuentra la verdadera luz al final del túnel: el lugar donde la vida cobra sentido, dinamismo y brillo? Los formatos de cada narrativa músical, parecen responder que sí porque estamos hechos para vivir juntos, ligados esencialmente al amor. Si ese lazo existe, lo demás, por más reiterativo que parezca, será siempre único, espontáneo y vivo. Pero si falta, no importa cuán diversa o entretenida sea la existencia: el silencio de existir se convierte en una pesadilla sin salida. Dado que, en definitiva, el ánima de la vida es el amor.


