Romería

Romería, de Carla Simón

Otro verano se acaba y se lleva consigo lo que hemos vivido. De aquello vivido quedarán recuerdos individuales que, poco a poco, se irán desvaneciendo; algunos desaparecerán por completo, y otros permanecerán traslúcidos, acordonando la rutina de nuestro día a día, sobrevolándola como gaviotas en el mar. Nos atraviesa el olvido. Nos atraviesa lo que elegimos no recordar. Nos persiguen fantasmas acurrucados, ovillados como gatos, que se transforman en lunas llenas. Hay cierto pesimismo intrínseco al paso de los años, que pesan con su acumulación. Pero también hay cineastas capaces de que el agua del mar llegue a las grietas. Así es Romería: una suave caricia a un carrillón de lunas llenas.

La omnipresencia de las ondas do mar de Vigo hace irrenunciable la invitación al baño en esas aguas. Carla Simón, de extraordinaria inteligencia, sabe que en el Atlántico no basta con lanzarse de golpe. Antes hay que mojarse las muñecas, el cuello, dejar que el cuerpo se acostumbre poco a poco. La preparación es necesaria, preventiva, como quien mide la temperatura del agua antes de entregarse a ella. Así sucede en esta cinta. Todo está dispuesto con el ritmo adecuado para que, cuando finalmente llega la inmersión, el baño resulte más profundo y podamos incluso ver delfines. A ello contribuye magistralmente la banda sonora de Ernest Pipó, hermano de la directora.

Si el mar es el escenario, los cuerpos que lo habitan son memoria en movimiento. Marina (Llucía García) encarna la escurridiza descompostura de un cuerpo que se desliza pegado a un mostrador hasta solicitar a una simpática mujer que solo hace su trabajo que, por favor, falsifique una rayita. Lo hace con la bravura de quien dice algo inocente sabiendo que no es posible; es esa adolescente capaz de decir no a un trago de cerveza y a un cigarro; quien sabe guardar la compostura ante cualquier comentario desorbitado de un familiar, incluso ante quien le ha negado su parecido físico con su madre muerta; pero, aunque parece acatarlo todo, Marina no se achanta.

Si antes asimilábamos el visionado a una inmersión, las escenas de la comida familiar hacen que el agua nos llegue ya al ombligo. Y solo hace falta que esa tía de la familia con la que más afinidad sientes te saque a bailar para que te atrevas, desde el asiento trasero del coche, a contradecir la versión de un adulto de esos que también mienten, a devolver a tu abuelo una absurda cantidad de dinero que no te sirve para nada, a llenar de hojas el impecable agua de la piscina de tu abuela, a escapar, a salir de fiesta. A hacer lo que parece irreverente, pero también lo que resulta necesario. ¿Se les puede llamar abuelos? No lo sé. La película también nos lo plantea.

Y así, tras días de búsqueda y contradicciones, Marina decide usar el poder que Carla Simón más ha sabido explotar con su cine: el poder de generar imágenes y recuerdos. De las cuatro patitas de un gatito (Orión), el espectador y Marina se adentran por fin en el mar. Asistimos entonces a un poderoso juego de interpretación, a la imaginación de una historia de amor que resuena en mi imaginario con un eco muy medemniano. Me he detenido ante el texto a reflexionar sobre lo bello que resulta que una hija llegue a imaginar que sus padres se amaban como alquimistas del amor, capaces de convertir lo repugnante en sublime, hacer el amor cubiertos de algas; y sobre lo doloroso que resulta que esa misma hija llegue a imaginar a sus padres escondidos, muriéndose de Sida.

La película da estos golpes. Los da al paso de himno de rock irreverente de los ochenta. Los da sutilmente. No hay que dejar pasar desapercibida la conversación entre Marina e Iago (Alberto Gracia) en la fiesta. Él, que ha vivido lo que ha vivido, es capaz de decir “los abuelos se piensan que nos enganchamos porque quisimos, y eso no es verdad; cuando el caballo entra en tu vida, arrasa”, para después animar a Marina a beber como si nada: “Tómate algo”. Detalles así podrían señalarse a lo largo de toda la película; es lo que tiene un buen guion y la mirada que sabe plasmarlo. Los personajes, esos cuerpos que son memoria en movimiento, supuran retazos de seres que el espectador conoce y de momentos que puede reconocer en su vida real.

Para acabar, no se puede hablar de Romería sin mencionar las interpretaciones que dan vida a esta historia. Llucía García y Mitch, grandes revelaciones del cine español del año, reúnen en su sensibilidad y experiencia la intensidad perfecta para la película. Gracias a ellos, y al resto del elenco, reunido con ojo certero por María Rodrigo e Irene Roqué, directoras de casting, el cine nos hace bailar sobre la tumba, nos otorga el poder de imaginar, de desafiar la mezquindad nacida de una vergüenza que jamás debió existir, de dar voz a una generación, y de convertir los fantasmas de esta historia en algo tan tangible como el agua del Atlántico que los rodea.