Sí, supongo que a primera vista esta petición os parecerá un poco impopular porque las comedias románticas no son un género cultureta que llene columnas y tertulias pero tienen una función que no debería desaparecer: hacernos sentir bien. Me declaro antirromántico por los cuatro costados. No soporto en absoluto la perpetuación de los clichés, la sustentación de esos personajes anclados en otra hora que solo buscaban eso, el amor a toda costa. Para ir más allá, considero profundamente peligrosa la acción de prolongar la imagen de pareja que se repite y repite en las comedias románticas. Y no me vale con el simple hecho de cambiar el género de las parejas o incluso de qué género se relaciona con cual otro, aunque ahí se ve una pasito de modernización, forzada seguro por la taquilla y por las modas. ¿Entonces qué vengo aquí a contar de salvar o no a las comedias románticas? Es aquí cuando me abro y os hago la confesión esperada: ¡Me encantan! Os debo una explicación, me encantan las comedias románticas pero no os hablo de su mensaje, no os hablo de la construcción de sus personajes ―aunque alguno sí que mole―. Os hablo de lo que provocan, de lo que le sucede la la persona mientras está sentada un domingo por la tarde en casa, intentando olvidar que mañana la oficina será la misma, olvidar que volverá a ver al compañero odioso y a la jefa impertinente, olvidar las horas de metro y el olor insoportable del bus circular. Y es que para ese momento del domingo donde el estrés está golpeando fuerte para pedir paso en el rincón de disfrute, el antídoto perfecto es comedia romántica y comida basura. Seguramente haya una explicación psicológica para esto, tal vez la serotonina, las endorfinas, o yo que sé, pero adentrarnos en un mundo fantástico sin dragones en el que el prota no solo va a conocer el amor de su vida, eso es lo de menos, si no que va a encontrar su trabajo soñado, escuchando música en su iPhone, mientras mira por la ventana de su ático en Manhattan pues… ¿a quién no le va a gustar?, como diría aquella. Ritmo, alguna risa, música escogida, gente guapa, gente graciosa, vidas de ensueño, piscinas particulares, ricos que son buenos, pobres que son mejores, médicos adorables y abogadas que se matan por hacer el bien de la Tierra o de la Humanidad. Por eso os insisto: no hablo de amor, que eso me la trae un poco al pairo, os hablo de que por 100 minutos ― por favor, no más― nos imbuimos en un universo paralelo que más quisiera Marvel para él y que nos arregla un domingo y nos ayuda, seguro, a conciliar el sueño, más que la melatonina. Salvemos las comedias románticas, sí. Pero, por favor, despojémoslas de tanto machismo, de tanta cosificación, de tanto clasismo. Quitémosle ese tufo arcaico y consigamos una comedia idílica de gente, buenagente, que hace el bien y que se hace bien, para hacernos a nosotros y a nosotras sentirnos bien en nuestro humilde sofá de Ikea. Sí, ahora es cuando ustedes me dicen que hay mil títulos así como yo los describo, mil comedias que no se llaman románticas pero que te dan ese placer del que hablo y yo, astuto, me hago una lista para dominguear el resto de la década.



