Deprisa, deprisa
Edgar Wright comparte con el espectador la diversión de llevar a cabo una nueva versión de The Running Man, novela de Stephen King publicada (con su seudónimo Richard Bachman) en 1982 y situada en… ¡2025! Hubo ya una versión, Perseguido (The Running Man, Paul Michael Glaser, 1987) a la que no me puedo referir por desconocimiento de la misma. Sin embargo, es inevitable comparar el tono que imprime el autor de Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004) con el que se da a La larga marcha (The Long Walk, Francis Lawrence, 2025), también basada en otra obra de Bachman/King de 1979. Frente a la sequedad, severidad y, en definitiva, unidireccionalidad asumida por Lawrence (que parece tomar un camino paralelo al que desarrollan los personajes de su película), Wright lleva a cabo una obra juguetona, emparentada directamente con un cine ochentero. Si, por otro lado, La larga marcha, en su tono elegíaco, puede recordar a obras distópicas y pesimistas como El planeta de los simios (The Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968), THX1138 (George Lucas, 1971), La fuga de Logan (Logan’s Run, Michael Anderson, 1976) o Rollerball (Norman Jewison, 1975), The Running Man se orienta a la ironía o, directamente, al sarcasmo que gastaban Carrera de la muerte del año 2000 (Death Race 2000, Paul Bartel, 1975) o el jugoso Robocop (Paul Verhoeven, 1987). Si las primeras asumían un aviso sobre lo que podría llegar, las cintas de los ochenta nos dejaban claro que un futuro muy negro ya estaba allí. Eran los tiempos de Reagan, Thatcher y la ley y el orden y no se trataba, pues, de avisar, sino de mirar alrededor y reírse de todo ello, ya que otra cosa no podía hacerse. Ciertamente podemos decir, y lamentarnos, que vivimos una distopia largamente anunciada por la literatura y el cine. Wright opta por mirar alrededor y plasmarlo en una cinta de acción. A diferencia, pues, del ritmo pausado de La larga marcha, Wright propulsa a Ben Richards a una carrera por la supervivencia, situándola en un contexto que nos puede resultar mucho más familiar a todos que las llanuras desiertas que atraviesan los jóvenes en la otra película. A la par, Wright no se limita a plantear un Gobernador o un Gobierno maquiavélicos, sino que deja clara la connivencia de toda la sociedad en aceptar tal tipo de juegos mortales. De hecho (dejémoslo claro, aunque a estas alturas lo debe saber todo lector) The Running Man es un juego cruel en el que los concursantes son perseguidos a muerte por cinco asesinos, pudiendo ser delatados por cualquiera, y debiendo sobrevivir durante un mes entero, a cambio de (como en La larga marcha) una cantidad inmensa de dinero. Como en La purga: La noche de las bestias (The Purge, James DeMonaco, 2013) la actividad es celebrada por toda la sociedad y compartida en emisiones en directo por la única cadena que retransmite al país entero, la Network (con la N de Netflix). Precisamente, ahí es dónde el director hace más énfasis, en la frivolización de la muerte y la violencia, en la miseribilización de la vida humana, convertidas en un espectáculo de masas (Rollerball, de nuevo). Dan Killian, el mefistofélico productor encarnado con maligna habilidad por Josh Brolin, convence a Richards y le ofrece un contrato en el que se jugará la vida, pero que no firma con sangre sino de modo digital. Posteriormente, y de modo sucesivo, Killian no dudará en aprovechar los sucesos más tremendos, en falsear declaraciones del protagonista, emitir imágenes falsas o en mezclar insinuaciones y mentiras con el mayor cinismo para dotar a la emisión de mayor intensidad o de prolongar una fuga que está reventando los índices de audiencia. No es, ni mucho menos, la primera ocasión en que vemos un personaje así en pantalla. Pero, escuchando a Trump y sus aliados mentir descaradamente a su propia nación o, mucha más cerca, tras las declaraciones de Miguel Angel Rodríguez en un juicio ante el Supremo en las que declaró que, como periodista o como político, podía mentir o lanzar bulos, la resonancia de Killian y sus sucias maquinaciones se nos hacen mucho más próximas. Sea en la zona urbana o las suburbia, Wright no mira tanto al futuro como nos hace sentir, desafortunadamente, en el presente. Richards y su familia viven en unos barrios sucios y enfermizos (en los que sobreviven también los veteranos de guerra y numerosos sin techo), separados por una auténtica frontera de los barrios luminosos de la sociedad más pudiente, a su vez dominados por las torres de la Network. La tecnología luce muy bien (hologramas en las taquillas del ferrocarril, correo mediatizado por drones que despegan cuando reciben el paquete), pero favorece un control opresivo mediante una red aparentemente infinita de cámaras y detectores de ADN. Frente al sistema, los mecanismos de oposición que un rebelde como Elton (Michael Cera) puede presentar resultan tan divertidos e ingeniosos como inermes. La oposición, la resistencia, crecerá al tomar finalmente a la víctima, a Ben Richards como héroe, como símbolo, y reivindicarle frente a las múltiples injusticias. Sólo entonces, desconectando de la influencia de la emisión, podrán enfrentarse al sistema, utilizando sus mismas estrategias, con ágiles emisiones de protesta y denuncia en las redes, basadas en análisis de imágenes, de patrones y de declaraciones con los que rebatir el discurso oficial, o en acciones violentas. Quizás Wright ha corrido demasiado en rematar la obra y The Running Man funciona mucho mejor en sus dos primeros tercios, con esos detalles sarcásticos que complementan el hilo argumental, que en el tercio final dónde la acción y las anécdotas se acumulan y se confunden, disminuyendo el impacto de los diversos clímax posibles. Parece que, apartándose del espíritu de la novela original, Wright reivindica la oposición popular para desbaratar las mayores conjuras. Es más bonito que creíble, pero, aun así, todo ello da pie a una obra vibrante, en la que podemos divertirnos pese a que no ignora el mundo que nos rodea.








