Al final se muere

Hoy nos vamos a poner melancólicos un poquitín. Hoy vamos a recordar viejos tiempos en los que compartir una peli empezaba mucho antes de que la peli empezara.

¿Recordáis quedar para ir al cine? Siempre al más cercano de donde tú vivieras, casi siempre (en mi caso, que soy de ciudad pequeña) un cine con una sola sala. Y, por supuesto, un blockbuster en la cartelera, que no se llamaba así ni por asomo.

Era todo un ritual: Sabíamos que la peli llegaría a la sala, hacíamos un sondeo en la pandilla, alrededor de un banco de la plaza (nada de encuestas de Google ni Whatsapp) y, si había consenso, se quedaba el miércoles que era el día del espectador y, en tropel, caminábamos hasta la sala para hacer cola.

No hay que olvidar el previo a la cola. Por regla general, junto a la sala, había alguna tienda de chuches donde había que abastecerse de víveres varios, repletos de azúcar, que completaran la experiencia cinematográfica. Aunque, en otras ocasiones, las viandas no llegaban a la puerta del cine porque se agotaban en la propia cola.

¡Ea! Ya estamos en la cola, esperando, por ejemplo, que se estrene Indiana Jones, la última (bueno, la última de la buenas. Tú ya sabes cuál es.) No sé si hemos llegado pronto o es que esto va tarde, pero yo voy a sacar la bolsa de chuches y comerme ya una gomita en forma de botella de refresco. Inmediatamente sonaba un ‘Dame una’ y a colación un ‘Te la cambio por otra’ y, después ‘Yo tengo Conguitos ¿Queréis?’ Y así un rato, largo, divertido, compartido, memorable, más aún que la peli.

A estas alturas de mi disertación, ya sabéis que os he colocado en mi pubertad o adolescencia incipiente, con todo lo que eso conlleva.

Compartir era lo mejor de aquellos años de cine: la quedada, las risas, los roneos, las miradas furtivas a tu crush (que tampoco se llamaba crush, pero que ya existía) y un largo etcétera que solo se podía repetir un viernes en el videoclub.

Pero la cola tenía un peligro, y era que alguien te reventara el final de la peli. Ojo, que ese peligro no estaba en quienes compartían contigo la cola, ese peligro salía de las entrañas de la sala. Irremediablemente, cuando acababa la sesión que precedía a la tuya, la cola entrante se cruzaba con la cola saliente y allí, en esa cola saliente, estaba el demonio, vestido a la usanza de los demonios de la época: casual, de mercadillo, con zapatillas como las tuyas y con, prácticamente, tu edad, pero con una mardà capaz de arruinarte el mejor día de la semana. Creo firmemente que el spoiler se inventó en la cola de un cine, porque con un “Al final se muere” o un “La culpa es de los nazis”, adiós a la emoción. Eso sí, estoy convencido de que ni el mayor de los spoilers (que no se llamaban spoilers) sería capaz de arruinar verdaderamente esa tarde de miércoles, con la pandilla casi completa, camino a ver la última película de Indiana Jones. Bueno, la última de las buenas. Tú ya sabes cuál es.

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