Don't Open Till Christmas

Dick Laurent está vivo #03

No queremos amargar a nadie estas fechas tan supuestamente entrañables, pero hay que reconocer que Papá Noel nos cae fatal, que hoy en día el consumo se ha convertido en el auténtico espíritu de la Navidad, y que quizá, más que acabar a saber dónde escuchando horrorosos y cansinos villancicos que parecen compuestos por inteligencia artificial aunque sepamos a ciencia cierta que, cuando se crearon, esta todavía era una entelequia, lo que más apetece es quedarse en casa viendo un slashercito navideño. Podríamos hablar de Black Christmas (Bob Clark, 1974) y de su relativamente reciente remake, o de Noche de paz, noche de muerte (Silent Night, Deadly Night, Charles E. Sellier Jr., 1984) (también con remake en el horno) y sus secuelas, pero lo cierto es que nos apetece escarbar un poquito más. Tampoco demasiado, porque además el tono de las películas que buscamos sería muy parecido al de esos dos emblemáticos titulos, pero lo justo para rescatar algún film de género navideño. O, más bien, de género y navideño, que las conjunciones hay que venerarlas. Así que comencemos…

Si a día de hoy puede parecer perezoso cualquier slasher que comience con un plano secuencia desde el punto de vista del asesino es precisamente porque el camino abierto por La noche de Halloween ha sido transitado muchas veces desde entonces. Una de ellas fue la británica No abrir hasta Navidad (Don’t Open Till Christmas, 1984) dirigida y protagonizada por Edmund Purdom, de quien, a modo de curiosidad, diremos que había interpretado al decano de Mil gritos tiene la noche, y que aquí, la verdad, se daba un aire al Robert Mitchum de Detective privado. Tras la secuencia introductoria van mostrándose los créditos con el fondo de un villancico en versión tétrica mientras vemos en plano fijo como un Papá Nöel de algún material inflamable va desintegrándose a manos del fuego, funesto destino parecido al que sufrirán varios Santa Claus a lo largo de la película, si bien generalmente causado por un arma blanca, y que recuerda también a los créditos del citado film de Carpenter, cuya sombra bien sabemos que es alargada. La película no destaca, ni mucho menos, por sus paupérrimas interpretaciones, o por los tristes sintetizadores que parece que los hubiésemos grabado nosotros a los seis años con un PT-82, pero hay que reconocer que exprime bastante bien el empleo de la perspectiva del asesino al margen de que a veces la intromisión de la cuchilla en el plano quede tan antinatural como si alguien hubiese dicho: ¡acción! justo antes, y tiene momentos míticos como el número musical de Caroline Munro interpretando The Warrior of Love, excitantes, como aquel otro en que el asesino amenaza con la cuchilla a la exhibicionista modelo disfrazada de Papa Nöel, y también delirantes, porque no hay definición mejor para el diálogo entre la chica de la cabina y aquel Papá Nöel que terminará escupiendo sangre en el cristal, eso por no hablar de aquel que acaba meándola, o del curioso y repentino desenlace que como mínimo justifica el título del film.

Los cánones de género existen para que no perdamos las buenas costumbres y nos riamos con el personaje de turno, nos disguste el malo de la función tanto o más que un Donald Trump, o, en nuestro caso, demos un respingo en la butaca aunque la música, la composición y el montaje estén anunciando a voces que va a llegar un susto (bueno o malo es otro cantar). En los slashers el asunto no puede ser más simple y efectivo sobre el papel. En el camino eso sí se puede aburrir hasta la espectadora más entusiasta con ganas de pasarlo terroríficamente. La mansión ensangrentada (Jeffrey Obrow, Steve Carpenter,The Dorm that Dripped Blood, 1982) parece ser fiel a ese contexto de género tan bien aprehendido, pero solo para ponerlo todo en duda y darle la vuelta de tuerca a cada retruécano con ánimo puramente ocioso logrando potenciar su atractivo ante tanta calcomanía de éxitos de la épica. Siendo una película bastante limitada en presupuesto y algo tibia en sus maneras, se agradece su deseo continúo de ir un paso más allá, no solo evitando ceñirse de forma plana a una suerte de sota-caballo-rey del subgénero, también por la gestión a la inversa de ciertas expectativas. Por encima incluso de su dilatada introducción, que en verdad estaría más cerca del último film de Alexander Payne, Los que se quedan (aunque sin la figura del profesor), llama la atención que los protagonistas sean ignorantes durante unos días de los crímenes que están sucediendo en el colegio mayor donde se han quedado durante las vacaciones de Navidad trabajando en unas instalaciones que van a desmantelar. Los cuerpos de las primeras víctimas, cuyas muertes bien variopintas harían las delicias de cualquier sala festivalera entregada a la creatividad vicaria de los guionistas, son ocultadas convenientemente por el asesino (o asesinos diríamos en nuestro afán de demostrar que sabemos mucho del género y de sus cánones pervertidos). Ese caldo de cultivo para generar una determinada atmósfera, más propicia quizá en otras variantes del terror, funciona tan bien que resulta inquietante comprobar cómo no “pasa nada” cuando un personaje está solo en su habitación, o deciden separarse contra toda buena práctica (y eso que aún no saben que están siendo amenazados), abren la puerta sin temor o incluso usan el ascensor… Por supuesto llega un momento en el cual todo se expone, la asesina o asesino (o quizá sean más de uno) toma el control y entra en cuadro (y aquí hemos de reconocer que se ve venir con cierta antelación), pero incluso este desenlace es extraño y nada amigable, coherente colofón a un cuento de terror que rompe la baraja confirmando que un slasher puede ser de todo, incluso incómodo y malsano… casi casi como la Navidad.

Para incomodidad puramente navideña, el Papa Noel desquiciado en el que se convierte Harry, el protagonista de Navidades infernales (Christmas Evil, Lewis Jackson, 1980), un cuarentón traumatizado desde joven porque sus padres le jodieron el mito: el señor de barba blanca y uniforme ridículo es en verdad su padre que, como no podía ser de otra manera, después de la “performance” para sus jóvenes hijos, está casi tan cachondo como la madre (véase los contraplanos de ella con los chavales en la escalera mientras espían) y se lían en el mismo salón, al lado del árbol y los regalos (icónica idea que merecía ser menos mojigata). Harry trabaja en una fábrica de juguetes y vive obsesionado con Santa Claus (no estamos seguros cuál nombre nos cae peor) a la vista de la decoración de su casa y esos registros escritos de lo buenos y malos que han sido las niñas y niños de su vecindario. Un psicópata en potencia, que no le haría gracia ni a Hannibal Lecter. Un paria que es ridiculizado en el trabajo y por su hermano, que vive en la casa familiar y también retoza con la madre de sus hijos como su padre, el falso Papa Noel que le jodió la existencia. Siendo una película a medio camino de casi todo, Navidades infernales es plenamente disfrutable si piensas, como nosotros, que Papá Noel es en realidad un ogro que reparte demagogia y falsas buenas acciones. Aunque Harry-Santa se porta como una mezcla de Jack Skeleton y Robin Hood, no se puede negar que se pasa un poco: mata a varios feligreses sin venir a cuento con “sus” juguetes (aunque se estaban riendo de él, sin ánimo de justificarle), intimida al niño Moss García (que siempre ve la tele y no se lava) haciéndose pasar por un monstruo, atemoriza, matizado con los jo-jo-jo de turno, a los niños de una fiesta en la que acepta el papel temporal de mono de feria, se venga de un compañero de trabajo… bien visto Harry se convierte en el Santa que “vendemos” todas las Navidades: si te portas bien tendrás buenos regalos, si te portas mal recibirás carbón (bueno este es de los reyes magos, pero seguro que nos entendéis).

¿Pero es que nadie va a pensar en los niños? La mujer del reverendo Lovejoy tiene razón. En Game Over: Se acabó el juego (3615 Code Pere Nöel, René Manzor, 1989) el joven Thomas vive con su madre, una ejecutiva inversora, viuda y muy centrada en su trabajo, y con una pareja que al rapaz no le hace demasiada gracia. En el gigantesco castillo también vive con ellos dos el abuelo diabético y casi ciego. Ya es mala suerte que el chaval empiece a dudar de Papá Noel en la Nochebuena en que un rufián disfrazado de Santa se cuele en su no tan inexpugnable guarida buscando llevarse un buen pellizco de la fortuna familiar. Tras ver Solo en casa, estrenada solo un año después, el director amenazó a la 20th Century Fox con denunciarla por plagio, aunque nunca se formalizó la acusación ni se llegó a ningún acuerdo. El guionista de la pelicula protagonizada por Macaulay Culkin, John Hughes, negó haber visto la francesa (aunque las malas lenguas dicen que la vio en Cannes en el 89) y Manzor dejó pasar el asunto viendo que comenzaba a ser reconocido en Hollywood, e incluso Spielberg y George Lucas le contrataron para dirigir varios capítulos de El joven Indiana Jones. Lo cierto es que ambas películas guardan ciertas similitudes que parecen más que casualidades. Pero más allá de eso, y de su apariencia inicial de película familiar muy del estilo del film de Columbus, descubriremos que 3615 Code Pere Nöel, aunque no exclusivamente, es una película de terror, y lo descubriremos de una forma no muy agradable (es más, aquellos que se tomen especialmente mal la crueldad animal, aunque sea en la ficción, quizá no deberían acercarse a esta película). Y aunque esta, dedicada a Alain Delon, también tiene su parte de acción, principalmente es angustiosa y claustrofóbica a partes iguales, y le quitaría a cualquier joven las posibles ganas de pillar in fraganti a Papá Nöel, aunque quizá el trauma asociado al visionado no compensaría la eliminación de esa sana curiosidad que comparte el común de la niñez con el protagonista. Tras un breve prólogo en una calle llena de jóvenes jugando en la nieve, llega una secuencia repleta de insertos, inspirada claramente en Rambo (como también la indumentaria que se va poniendo el joven protagonista) mientras suena una versión chungueras francesa del mítico Eye of the Tiger de Survivor (solo una de las muestras de una banda sonora bastante rockera que incluye una canción navideña cantada por Bonnie Tyler), que ya demuestra algo de personalidad tras la cámara. No será el único detalle que deje constancia de la impronta de Manzor en la realización, siendo el empleo de los contrapicados con bastante buen gusto uno de sus mejores aliados, e incluso hay un momento brillante en que el joven Thomas recuerda algo que le va a venir bien a continuación, algo que ya hemos visto previamente y que, sin embargo, lejos de parecer un subrayado sobreexplicativo, está tratado de forma inmersiva en el punto de vista del protagonista y el funcionamiento de su mente. Solo otra evidencia para tener en cuenta que no sería justo recordar esta película como aquella que probablemente inspiró el conocido hit sino que se merece un lugar propio en el altar de las películas navideñas, o al menos aquellas no aptas para ver en familia, como las que aquí estamos recopilando.

Y terminamos con una, La noche del cometa (Night of the Comet, Thom Eberhardt, 1984), que quizá no encaje del todo en los criterios que mencionábamos al inicio, pero esto es como la realidad misma, en la que expresas tus deseos a Papá Nöel con tu mejor letra, le dejas galletitas y whisky del bueno y unas zanahorias o lo que quiera que coman sus renos y después te sorprende con un sucedáneo de lo que tú humildemente le habías pedido. Parecido no es lo mismo, que decían Faemino y Cansado. Pero también dicen, las voces populares, que en la variedad está el gusto y, en cualquier caso, la película, referencias navideñas tiene: un villancico en un coche, un vinilo en un hogar abandonado, y la que definitivamente confirma que nos encontramos en aquella época del año, la aparición de Héctor disfrazado de Papá Nöel felicitando la navidad, casi al final. En cualquier caso, lo cierto es que es un thriller apocalíptico de ciencia ficción con detalles terroríficos pero que no se casa con ningún género, dando cabida incluso a la comedia, con escenas tan divertidas como la de los grandes almacenes (ojo al Girls just Wanna Have Fun de acompañamiento) con Samantha lanzando objetos a los maleantes parguelas, su hermana haciéndose pasar por un maniquí para acabar con ellos o un maniquí auténtico explotando inexplicablemente en mil pedazos al ser disparado, o toda la del epílogo hablan por sí mismas y hacen que podamos hablar prácticamente de una parodia de películas como Soy leyenda. Catherine Mary Stewart y Kelli Maroney, con sus cardados y sus calentadores incluidos, están perfectas y se complementan a las mil maravillas. Así, tenemos a dos protagonistas totalmente adscritas a los estándares de belleza ochenteros, pero más allá de lo canónico, tenemos a dos personajes principales femeninos en una película que pasa con creces el test de Bechdel, algo no tan común para la época, y más concretamente en una película de género. El comienzo podría hacer presagiar otra cosa pero tras ese prólogo multitudinario en que todo el mundo está pendiente del paso del cometa, dará pronto paso a postales de un LA postapocalíptico cubierto de ese smog rojizo producto de esa visita esperada y temida por solo unos pocos que resultaron tener razón, una visita que deja a la población hecha fosfatina o les convierte progresivamente en zombies asesinos (memorable a ese respecto la doble pesadilla con los policías decrépitos). No faltan, por supuesto, los sintetizadores (¿qué sería de los ochenta sin ellos?) acompasando la acción ni un malvado científico, aunque pertenezca al ejército, en este caso un inquietante Geoffrey Lewis preguntando a Regina si tiene diabetes ad infinitum y confesándole después la muerte de su hermana, pero también detalles que se desviaban de lo común, como esa sororidad más allá del núcleo familiar: por ahí anda Audrey, la científica interpretada por Mary Woronov. Una película diferente para una Navidad como todas las demás.

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