Una crónica en cuatro tiempos
1 Yo ante la página en blanco, en un aula de informática de una universidad en la que nunca estudié. Esto es ahora mismo, cuando empiezo a escribir. Yo, hace cosa de tres semanas, maldiciendo al responsable de que en el Hotel Pathos, en Gijón, no me proporcionen pasta de dientes. Me consuela ligeramente saber que a un camarada que está en el Hotel Begoña tampoco le dan. Tendré que ir de compras.
2 Yo aquí otra vez, ahora en mi casa, unos cuantos días después, resuelto a terminar con esto o, como mínimo, escribir un poco más. Me preocupaban dos cosas: una era que el festival de Gijón cada vez quede más atrás en el continuo espaciotemporal, y la otra, que mi narración se prolongara indefinidamente o, como mínimo, que contuviera más palabras de las estrictamente necesarias. Pero el domingo los amigos de Transit publicaron una crónica de Alejandro Díaz de la última Biennale di Venezia, que tuvo lugar en agosto, hace cuatro meses, y todas mis inquietudes quedaron aplazadas hasta nueva orden. Ya sabéis: yo os cuento mi vida y, si os apetece, podéis leer un rato y, si no, no pasa nada.
3 De nuevo con vosotros, y lo bueno es que esta vez solo han pasado unas horas. Cuando dejé esto, pensaba en lo que podría decir sobre el Tríptico elemental de España, de José Val del Omar, que fue, de largo, la experiencia cinematográfica más poderosa que me ofreció Gijón. Y llegué a la conclusión de que bien poco puedo decir al respecto, entre otras cosas porque imagino que las tres piezas que integran el deslumbrante tríptico del creador granadino ya son de sobra conocidas por aquí y si no lo son, en realidad, también las palabras sobran, puesto que es mucho mejor verlo que leer un texto torpe de alguien tratando de descifrar o describir los poemas visuales y sonoros de Val del Omar. Sí puedo decir que, frente a una vieja película del Oeste estrenada en 2014 como la que venía de ver, The Salvation, el tríptico resonó en mis sentidos como algo no ya nuevo sino más bien perteneciente a otra dimensión y a otra cronología. Claro que no son filmes comparables, pero, en lo que a exploración del lenguaje cinematográfico, el trecho entre una y otra era abrumador. Las piezas de Val del Omar se proyectaron emulando un efecto de desbordamiento que él mismo imaginó y teorizó cuando las rodó, pero nunca pudo mostrarlas en esas condiciones. Mi plan para esa tarde en realidad contemplaba Walser (Zbigniew Libera, 2015), llamativa (a priori) película polaca que llevaba por título, no sé si por casualidad o no, el apellido del autor de Jakob Von Gunten, una de las novelas más líricas y misteriosas que he leído este año. Pero cuando una amiga me propuso llevarme en coche a la Laboral para asistir a la proyección de las películas de Val del Omar, no tuve más remedio que aceptar su invitación.
4 Ha pasado un día y ya ha salido la nueva web de Miradas. Tengo que acabar con esto. Probablemente en un rato vuelvan a esperarme para cenar. No me atrevo a hablar de Psiconautas, los niños olvidados (Pedro Rivero y Alberto Vázquez, 2015), ya que la vi algo dormido y tan sólo puedo decir que me sumió en un mundo extraño, que podría ser uno de los muchos reversos tenebrosos de este. Me inquietó. Sus imágenes me atrajeron. No sé si entendí gran cosa, creo que me faltan partes de la película. Pero me gustó. Debería leer el cómic en que se basa. Cuando volví de Gijón había gente que me preguntaba y les decía que era una de las películas que me habían parecido más curiosas. Y ahora me da un poco de vergüenza no poder decir gran cosa sobre ella. Quizá pueda decir algo más sobre Brothers (Bracia, Wojciech Staron, 2015), hermoso documento que nos introduce, sigilosamente, en las vidas de dos ancianos hermanos polacos, Alfons y Mieczyslaw Kulakowski, que lograron establecerse en su tierra natal a principios de los noventa, tras prácticamente medio siglo de éxodo, un éxodo que empezó cuando, siendo todavía niños, fueron deportados a Siberia con sus familias, en la década de los cuarenta. Nosotros nos encontramos con ellos en un camino nevado, y le oímos decir a uno de los hermanos algo como que cada paso que da le cuesta horrores, sus cuerpos ya no están para según que travesías; la película de Staron, tan sencilla como sentida, deviene testigo de excepción del paso por el mundo de estos dos hermanos, y a medida que el metraje avanza la certeza sobrecogedora de la desaparición se apodera de nosotros, porque descubrimos que Mieczyslaw, el mayor, está empezando a perder la memoria y a asumir, no sin humor, un humor noble y resiliente, que está viviendo sus últimas estaciones en la Tierra. Alfons, su hermano, es pintor, y en la película le veremos inaugurar una exposición que muestra buena parte de su obra en el Palais des Nations de Bruselas. La relación entre ambos, impregnada de una lacónica socarronería que no disimula el cariño, da calidez a un filme cuya narración resulta, en ocasiones, convencional y reverente en exceso. Staron tampoco se detiene a contarnos el pasado de sus dos personajes (sé de su éxodo porque lo leí en el programa de mano del Festival), y tan sólo nos ofrece alguna que otra mención esporádica y un puñado de antiguas grabaciones familiares en 8mm, en las que tan sólo podemos especular sobre quién es quién y dónde están. Pero esa falta de información no me molestó, creo que no estorba en absoluto para contar la historia que quiere contar, que es simplemente la de dos personas que han vivido y que, de momento, siguen ahí.

