Blaise Pascal en el año 2027
«The last one to die please turn off the light»
En Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, Eric Rohmer, 1969), tres personajes discurren largamente acerca de la célebre apuesta matemática de Blaise Pascal. Según el pensador, debemos creer en la Providencia siempre que exista una posibilidad, aunque mínima, de que se de su existencia, ya que la recompensa obtenida justifica toda renuncia y sufrimiento en la vida terrena. Mientras su católico protagonista se opone, en principio, a esta concepción de la fe, será un profesor de filosofía marxista quien necesite aferrarse a la improbable idea de que la Historia esté guiada por una serie de fuerzas cuantificables y no por el más inaprehensible caos.
En un filme tan radicalmente distante como el que nos ocupa, la reflexión pascaliana obtiene una importancia nuclear, recordándonos que el providencialismo y la fe no son un monopolio religioso. En el año 2027, ya hace mucho que la fertilidad en las mujeres humanas es recuerdo y añoranza. El planeta entero ha naufragado entre guerras. Sólo Inglaterra se mantiene, tambaleándose, en pie (aunque a punto de caer), gracias a una férrea y represiva política del orden. Theo, su protagonista, fue un entregado activista que, frente a la pérdida de un hijo, asume como una realidad irreversible su tenebroso presente. En un género como es la ciencia ficción, que recurre con tanta asiduidad a los excesos distópicos, este 2027 se manifiesta increíblemente cercano a los días que nos toca vivir. Optando por rodar cámara en mano gran parte del metraje, Cuarón y su equipo recrean un Londres física y referencialmente próximo al actual (las calles, los vehículos o esos inmigrantes qiue habitan campos de detención que suponen una tenebrosa exacerbación de los que proliferan en la Europa contemporánea), con unas texturas visuales y un uso del sonido acertadamente emparentados con esa corriente que apuesta por documentalizar la ficción. La vida de Theo (conmovedor Clive Owen) se diluye entre su rectilínea inmersión en la nauseabunda realidad cotidiana (que él mismo alimenta con su alcohólico conformismo) y sus visitas a un amigo, antaño incendiario dibujante de viñetas, igualmente desencantado, pero conservador de secretas esperanzas. Hasta entonces, la existencia del protagonista discurre tal como la película: en prosa amarga. Pero una serie de sucesos, narrados con un brillante sentido del frenetismo, con un uso tan abundante como sobresaliente del plano secuencia, llevan a Theo (y al filme, nuevamente) ante una nueva disyuntiva: ¿merece la pena el sacrificio por la obtención de una recompensa quizás inexistente? En este punto, y encaminándose a una respuesta afirmativa, la película reformula su gramática abriendo sendas hacia una poesía que roza cierto misticismo. Ahí está ese bellísimo plano, con ecos de Annie Leibovitz, en el que contemplamos a una chica embarazada en un granero rodeada de vacas.
Las referencias al ideario cristiano no son pocas, como evidencian la idea del nacimiento de un niño que dará esperanza a la Humanidad o la necesidad de la existencia del Proyecto Humano, única esperanza para la especie y cuya existencia es una mera conjetura. Con todo, Cuarón se distancia de la teología a través de un ingenioso chiste acerca de la no-virginidad de la nueva María. Pero, ¿hasta qué punto la idea de la salvación de una especie abocada a su extinción, aún desde una perspectiva laica, no tiene algo de providencialista? Recordemos al marxista del filme de Rohmer…
¿Merece la pena dar la vida por una esperanza insegura, cuando la única certeza real es nuestra autodestrucción? La película responde con un rotundo sí, a través del ejemplo de una serie de personajes que mueren sin dudarlo por una causa justa a pesar de ser incierta. Así, Theo finalmente dará su vida por la posibilidad de mejorar el mundo, haciéndole frente a todo pronóstico de fracaso, como lo hiciera el Jean-Louis de Mi noche con Maud.
La misma pregunta se hace, paralelamente, la película: ¿Caos o ilusión? ¿Prosa o poesía? Tras una de las narraciones más tensas, intensas y visualmente apabullantes de la última década, en los últimos minutos la película toma el mismo rumbo que su protagonista: el de la ilusión, el de la poesía. Así, se cierra con las líricas y reposadas imágenes de los dos compañeros de viaje esperando al emisario de su salvación en forma de barco, mientras a lo lejos las bombas caen sobre la ciudad. Sin embargo, no dejo de cuestionarme si acaso no sería Hijos de los hombres aún mejor película de haber mantenido la ambigüedad en torno a la existencia del Proyecto Humano. Aunque no deja de ser cierto que el filme mantiene muy inteligentemente, incluso en el final, la ambigüedad sobre las intenciones de la enigmática iniciativa.