Siempre me ha resultado curioso, por lo que tiene de paradójico, que muchas de las grandes productoras de serie B se hayan especializado en subgéneros que requieren grandes cantidades de dinero para tener un acabado medianamente digno. Lo lógico, digo yo, es que si tengo poca pasta, un equipo limitado y una infraestructura deficiente adapte el tipo de película que quiero realizar a esas limitaciones, en lugar de aventurarme con locuras que me llevarían, con toda seguridad, al abismo del despropósito. Sin embargo, durante muchos años la meca del cine jugó al mundo al revés, reservando los melodramas y las comedias de personajes a las grandes producciones de Hollywood, y permitiendo que los directores más marginales se explayaran a gusto en los reinos del cine de horror y la ciencia ficción. No hace falta poner ejemplos para comprender hasta qué punto ese error de base acabó perjudicando a los resultados, lastrados por el desproporcionado ratio entre pretensiones y logros, y en ocasiones, incluso engrandecidos por ese halo camp que suele acompañar a toda empresa disparatada que se aborda con empeño, ilusión y conmovedora seriedad.
Pues bien, Bajo en nicotina es una película de serie B, o Z, como tiene que ser, esto es, como manda la lógica. Una muy parecida a la que haríamos usted o yo mañana mismo si fuéramos conscientes de nuestras limitaciones, si reconociéramos que tan sólo contamos con un par de pisos para filmar interiores, algún exterior con interrogante (la tienda o el bar donde trabaja un conocido, la propia calle a una hora no muy transitada…) y a un grupo no muy numeroso de amigos para interpretar a los protagonistas, amigos que, dicho de sea de paso, no van a quitarse la ropa ni a la de tres. La película de Artigot es serie B en un mundo de cuerdos, como era gran parte del cine español de la época, un momento en el que el miedo al ridículo, llaménlo sentido común si quieren, acababa siempre por imponerse, propiciando obras de andar por casa, en un sentido literal y en absoluto despectivo, cuyas ambiciones avanzaban parejas a sus resultados. Bajo en nicotina podría formar un excelente programa doble con la igualmente ignota y casera Vecinos (Alberto Bermejo, 1981), aunque el protagonismo del siempre personal Óscar Ladoire, figura mítica de nuestro cine donde las haya, y de la no menos fascinante Silvia Munt, nos remita además a otras rarezas eminentemente amiguetiles y coyunturales (¿contraculturales?) como Esa cosa con plumas (Ladoire, 1988) o Golfo de Vizcaya (Javier Rebollo, 1985). Concretamente en la película de la que hablamos, la atmósfera del Madrid ochentero, turbia y hostil, se respira como una desagradable ráfaga venida del pasado. Lo mismo puede decirse del sentir de sus gentes, el desconcierto, la ambigüedad moral, y ese no saber adónde agarrarse que acaba sacando lo peor de cada uno. Pero, en este caso, las cualidades de una rareza de tal calibre van mucho más allá de la mera validación nostálgica y/o sociológica. Mucho más. Confíen en mí, a estas alturas, para bien o para mal, ya me tienen que ir conociendo…
Como toda película española de culto que se precie, el reparto está lleno de rostros familiares (incluso uno puede jugar a reconocer a Luis Ciges, Chus Lampreave o Francisco Cecilio en pequeños papeles), pero sus responsables son unos perfectos desconocidos. Circunstancia no tan extraña en un cine rico en operas primas fugaces, silenciosas y sin continuidad, como orgasmos solitarios en un descampado. Si tan difícil era, o es, poner en marcha una película y llevarla a cabo sin perder la cabeza… ¿cómo es que existían tantos suicidas capaces de atraverse a entrar en la industria, es un decir, con algo como Bajo en nicotina, que parecía condenado a la incomprensión desde la primera línea de sus diálogos? El caso es que, para fortuna nuestra, la película se hizo. Entre amigos, con los mínimos medios —tampoco el guion exigía más—, casi en familia, pero se hizo. Su protagonista es Óscar Ladoire, un chico bajo en nicotina, como lo define su novia en un momento de la película, el típico personaje esmirriado, misántropo y con malas pulgas, enfadado consigo mismo y con el mundo, pero hasta cierto punto simpático (quiera que no, es nuestro héroe, y el único personaje con el que se nos permite identificarnos), que refleja con mayor o menor tino el desencanto y la indefinición de aquellos años. Ladoire le pide muy poco a la vida, y aún así nada es sencillo: tiene una novia (Silvia Munt, francamente deliciosa), a la que desprecia y utiliza sexualmente, y su toma y daca misógino proporciona algunos de los momentos más divertidos de toda la película. Sus lazos familiares son mínimos e incómodos, y no tiene amigos simplemente porque le resbala. Su único divertimento es encerrarse en su salón noche sí y noche también para ver una película tras otra. Pero incluso esta paz tiene los días contados. Los culpables, nada raro, serán sus vecinos (Antonio Resines y Assumpta Serna). Se trata de una pareja problemática, muy dada a continuos rifirrafes, que en más de una ocasión derivan en señoras palizas. Palizas brutales y desatadas, pero, sobre todo, escandalosas. La violencia, machista o no, es algo que no parece importarle mucho al protagonista… no tanto como el hecho de que su vecina grite tanto durante estos momentos, no dejándole así disfrutar de sus películas. Por lo tanto, sólo encuentra una solución para salir de esa situación tan desagradable: urdir un plan para asesinarla.
Esta primera parte, de incorrectísimo planteamiento, tiene un tono de comedia negra muy conseguido y una exasperante minuciosidad en su retrato de lo cotidiano que le proporciona una atmósfera tirando a malsana, muy adecuada para la historia que poco a poco va hilando y con los muy definidos contornos de su protagonista. Es precisamente este humor solapado pero constante, junto a la palpable espontaneidad de todo el reparto, lo que aleja la película de un tono discursivo, aleccionador y moralista, también en ocasiones característico de la época, que habría sido especialmente indigesto esta vez. La segunda parte de la película, menos sorprendente, deriva hacia una variante esperpéntica de thriller (Ladoire chantajeando a Resines para que no le pille la policía, y comprando con el dinero que obtiene de la jugada… ¡un vídeo mucho más grande para su salón!), un poco al estilo de La mano negra (Fernando Colomo, 1980), otra obra maldita que guarda muchos puntos en común con ésta, y no sólo por la presencia del ubicuo Resines. Esta aproximación bufa al cine negro norteamericano, que comparten gran cantidad de los títulos citados arriba, no es para nada aleatoria. Sus realizadores estaban marcados tanto por una profunda cinefilia como por un aún más arraigado sentimiento de inferioridad. Es precisamente esta vergüenza autoconsciente lo que les impide acercarse a sus referentes de un modo diferente al de la parodia respetuosa de arquetipos; mientras que la nouvelle vague se miraba al mismo espejo para construir (¿reinventar?, ¿reciclar?) nuevos iconos de fuerza deslumbrante, logrando potenciar todo componente cool del original, las películas de Colomo, Rebollo y Artigot partían de la misma admiración para llegar a un resultado antagónico: la rotunda imposiblidad del glamour en una España en la que no hay espacio ni para la belleza de las estrellas ni para la pureza de las emociones. Esto es interesante porque indica que de haber una historia noir en España, una gran película de serie negra, sería inevitablemente parecida a ésta: un relato caótico y soso sin héroes ni villanos, en el que los hombres asesinan con torpeza y por los motivos más pedestres y ridículos; en el que las mujeres son molestas y prescindibles y poco o nada tienen de fatales; en el que el amor no es el eje del mundo ni el motivo de nada; en el que los escenarios son habitaciones corrientes, pisos de alquiler, oficinas desangeladas, tabernas y callejones; en donde no hay mensaje más allá del “cada uno a lo suyo” y “sálvese quien pueda”; en el que todo se resuelve, como siempre, con el inclemente juicio que impone la suerte y el azar, y hasta aquí hemos llegado. Todo es conscientemente cutre, frío y cercano. Signos de distinción que viran en marcas de infamia, de manera contraria a lo apuntado por Pierre Bourdieu, o en claves genéricas mucho más cercanas al neorrealismo, o a la comedia picaresca italiana, que al universo basura, infinitamente más ético, lírico y respirable. Una serie Z diferente que nos indica que hay vida en el trash muy lejos de las chicas en bikini, las naves espaciales y la sangre a borbotones. La vida de cada uno. La casa, nuestro refugio. Nuestro incomprensible interior. Y es que no hay nada más Z y casposo (e invisible) que nuestra imagen en el espejo. Cuando nos atrevemos a mirarla de frente, claro.
Vi esta película en vídeo hace muchos años. Y la verdad es que no la he olvidado. Aunque yo desprecio el cine español de una manera casi absoluta (con alguna excepción), este tiítulo siempre me ha parecido un auténtico hallazgo. Hasta la canción de Teddy Bautista está bien. Creo que esta crítica –que me parece muy buena, aunque tal vez un poco exagerada– es una parodia sobre una parodia –y por eso mismo exagerada–: si Bajo en nicotina es una parodia admirada del gran cine negro americano hecha desde el sentido de la autolimitación, esta crítica parodia los contenidos de una película para llegar a una reinvención de la película y de su entorno. Y, bien mirado, no es menos pedestre y ridículo matar por celos que porque los vecinos no le dejen ver películas a uno. En realidad, esta película es un homenaje al cine, porque por el cine uno puede hasta matar a la abubilla de su vecina (Ladoire usa esa palabra con mucha gracia).
Propongo otra película espñola de esta guisa y de esos años para que alguien la comente: Crónica de un instante. Otra película invisible que me parece de lo más digno de verse en un cine español lleno de imitaciones a la pornografía mala y fascinado por todos los lúmpenes que quepa imaginarse.
Basada en una novela del gran Carlos Pérez Merinero. De ahí que valga la pena.