Los mercenarios

No me siento la cabeza

No me considero cinematograficamente pusilánime o ultra-ortodoxo. Aprecio tanto los clásicos como los experimentos rompedores, la elegancia o la gamberrada. Me sentía, por ello, estimulado a ver la nueva propuesta de Sly luchando, por enésima vez, contra el Mal.

Había que dar la talla y poner huevos al asunto. Me lancé en una platea abarrotada de palomiteros ávidos no solo de Coca Cola sino de sangre. Sangre negra de malvados que iban a ser puestos en vereda por el conjunto de héroes al servicio del Imperio de Occidente. Sin embargo no fueron los malos sino yo mismo quien no tardó en recibir las primeras tortas. La peli de Stallone es anodina. El argumento, por así decirlo, es insípido (prefiero no entrar a debatir la debilidad de los conflictos argumentales y la simpleza de su resolución, que va en contra de todo suspense y lastra el interés). La interpretación, por así llamarla, es breve. No cabía, por supuesto, esperar otra cosa, Pero lo que sí cabía esperar era una explosión de orgullo macho. Y, lamentablemente, el resultado era tan cero como la bebida de cola ingerida por la audiencia. Stallone se ha actualizado. Es consciente que en Washington ya no están ni Reagan ni los Bush y por ello había que evitar referencias imperialistas ni racistas (su último Rambo, en 2008, ya se dedicaba de hecho a luchar contra la dictadura birmana). Pero, lamentablemente, no destaca por la sutileza o la complejidad. Un agente de la CIA organiza un golpe de estado en una pequeña isla caribeña para favorecer el comercio de droga y se desvincula de la agencia para su propio beneficio. La CIA (breve cameo de Willis y chiste con Governator) contrata a Stallone y su equipo para sacarse de en medio al agente liberado.

El problema, no obstante, no radica tanto en la vacuidad del argumento o en su corrección política dejando entrever una rama maligna de la CIA y un buen corazoncito en los mercenarios más curtidos. Los problemas, que son dos, son de raíz estrictamente cinematográfica. Por una parte, la puesta en escena de las escenas de lucha. Escenas contempladas mil veces antes y rodadas mil veces con mejor sentido de la claridad y del espectáculo. Hay quien dice que debían ser así para que no se reconociera a los dobles de lucha del protagonista pero añoramos no tanto los efectos especiales ahora vigentes como la habilidad y elegancia propias de John Woo o Johnnie To.

Y hay otro problema que surge como un conflicto para el espectador curtido. Willis dice a Stallone que se trata de una misión tan difícil que otros la han rechazado. El repite a su equipo que se trata de una misión suicida, 5 contra 200. Hace ya medio siglo de cintas precursoras como Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, J. Lee Thompson, 1961), Doce del patíbulo (The dirty dozen, Robert Aldrich, 1967), o Delta Force (The Delta force, Menahen Golan, 1986); dónde lucía un Chuck Norris que echamos en falta aquí, al igual que a Steven Seagal) por poner sólo unos ejemplos, dónde un mínimo grupo derribaba una ingente cantidad de enemigos. De hecho, en una primera incursión, Stallone y Stratham solitos se cargan a casi una cuarta parte del ejército isleño. ¿Dónde está el riesgo de la misión, pues? ¿No es consciente Stallone que él mismo y muchos otros han llevado al espectador mucho más allá en la serie Rambo y  en muchas ocasiones previas? Peckinpah y Cimino filmaron ya matanzas gloriosas en Grupo salvaje (The wild bunch, 1969) y La puerta del cielo (Heaven’s gate, 1980), respectivamente. Y la bondad que Stallone luce, perdonando la vida a amigos traidores o donando su fortuna para que el país caribeño prospere (¡sic!) no nos llevan a la melancolía del héroe cansado sino a la blandura de un anciano senil. No hay carne cruda en una propuesta que la necesitaba. Stallone nos sirve filetes pasados, evitando mostrar sangre y otras crudezas, olvidando que el referente inmediato para el espectador ávido de propuestas como la suya tenía reciente en la mirada los Malditos Bastardos (Inglorious Bestards, Quentin Tarantino, 2009) con toda su sangre y su mala leche.

Stratham le gana, merecidamente, la partida. Y queda, finalmente, lamentablemente, la coherencia del título original: Los prescindibles.