En la sociedad existe una concepción bastante tóxica del arte. No es sólo que muchas personas no tengan consideración alguna con el trabajo artístico, pensando que cualquier persona podría hacerlo, sino que incluso aquellos que se jactan de estar por encima de esa clase de prejuicios caen también en ellos, aunque lo hagan de forma mucho más sutiles. En ese sentido, si algo se le achaca de forma mayoritaria al cine contemporáneo es su casi total ausencia de ideas propias: ya no se crean nuevas sagas o películas originales, todo son remakes, reboots o nuevas entregas de películas que ya tienen varias décadas encima. En realidad no es algo nuevo. La maquinaria industrial de Hollywood no tiene capacidad para generar tantos guiones de calidad como películas filma al año, lo cual tiene un efecto evidente sobre la cartelera: es necesario adaptar todo lo que sea posible. Novelas, musicales, otras películas —dándoles una vuelta de tuerca, haciéndolas más del gusto de cada época— o, más recientemente, videojuegos, son buenos puntos de partida para solventar un problema tan antiguo como el propio medio: la dificultad de encontrar buenos guiones.
Y si todo lo demás falla, siempre nos quedará William Shakespeare.
Como niño mimado de la lengua inglesa y genio reconocido universalmente, prácticamente cualquier director que se precie de tener metas artísticas más elevadas que el mero hecho de hacer su trabajo para cobrar se ha propuesto, en algún momento de su carrera, adaptar al bardo inmortal. Y en el caso de Justin Kurzel, ese momento ha llegado sorprendentemente pronto. Siendo Macbeth tal vez la historia predilecta de los cineastas, teniendo versiones tan estupendas como la de Orson Welles, Akira Kurosawa o Roman Polanski, la elección se antoja tal vez demasiado arriesgada, demasiado dificultosa, dada la gran carga simbólica que tiene detrás la obra. De hecho, el problema es que Kurzel acaba quedándose entre dos tierras: ni se apropia enteramente de la obra, porque no se despega en exceso del original, ni es exactamente una adaptación fehaciente de la obra de Shakespeare, porque los cambios introducidos producen más que evidentes cortocircuitos con el subtexto.
Donde realmente destaca la obra de Kurzel es en la estética. Todo está bañado siempre de niebla, sangre y oscuridad y, cuando no lo está, cuando las luces de las velas nos introducen en la calma del castillo donde MacBeth conoce la relativa felicidad que le auspician las brujas, sigue dando la sensación de que algo horrible está por caer sobre sus cabezas; su gran logro es hacer del ambiente lo que el texto ya trasluce por sí mismo, poner en imágenes el tono que Shakespeare lograba transmitirnos con palabras.
Tal vez el mayor logro de la adaptación de Kurzel sea la estética con la que impregna a la película. Baña cada instante en niebla sangre y oscuridad y, cuando lo hace, cuando las luces de las velas nos introducen en la calma del castillo donde Macbeth conoce la relativa felicidad que le auspician las brujas, sigue dando la sensación de algo horrible está a punto de suceder; su gran logro es hacer del ambiente lo que el texto ya trasluce por sí mismo, poner en imágenes el tono que Shakespeare lograba transmitirnos con palabras. Aquí ya queda poco de teatro. No necesitamos imaginar los cuchillos volando o la sangre que no se despega de las manos: aparece, en toda su crudeza, sin escatimar ni un sólo detalle.
Ninguna adaptación le basta con acertar con la estética para ser suficiente, para lo cual ayuda que las lineas de diálogo sean una copia exacta de la original. Eso, que para muchos será un error que hace farragosa la película —aquellos que crean que un texto inmediatamente comprensible ha de ser necesariamente mejor que uno que se siente literario, la clase de personas que no deberían acercarse jamás a una adaptación de Macbeth—, es lo que hace que esa atmósfera opresiva, completamente desquiciada, se vea reforzada al hacer que los personajes no parezcan del todo atados por las reglas de lo real. Como si, en algún nivel, el hecho de hablen de un modo como el que nunca lo haría un ser humano los acercara más hacia el cuento de hadas y, por extensión, los hiciera más verosimiles, que no más reales. Porque Shakespeare no necesita nunca de lo real para transmitirnos sus historias. Evoca sin necesidad de imitar.
El problema llega cuando toca saltarse el texto original. Donde la estética armoniza a la perfección con la obra original, reforzando ese extrañamiento onírico inherente al bardo, es en los añadidos de la historia donde todo hace aguas: la introducción de un hijo muerto al principio del metraje, haciendo literal la frase de Lady Macbeth de que mataría a su propio hijo con sus manos si con eso lograra que coronaran rey a su marido, acaba lastrando toda la película al transportar el conflicto principal de la misma desde la obsesión por el poder con la igualmente obsesiva búsqueda de un hijo que nunca parece llegar. Donde en la obra original todo armoniza, todo tiene sentido, aquí los personajes parecen dar bandazos de aquí a allá para justificar lo que ocurre: ni Lady Macbeth es tan mala ni Macbeth está tan loco, consiguiendo quedar así en tierra de nadie: ni es el Macbeth original ni se aleja lo suficiente de él para conseguir expresar algo diferente.
Aprovechar los cimientos de una obra anterior para crear algo que pueda considerarse diferente no es ni malo ni nuevo, pero para ello se ha de obviar el subtexto original y, por extensión, reconstruir toda la estructura narrativa que sostiene la historia. No basta con añadir un sólo suceso nuevo, como si con eso ya fuera suficiente para cambiarlo todo, que es lo que acaba haciendo aquí Justin Kurzel. De ahí que si bien tiene logros estéticos formidables, al final no se pueda considerar ni una gran película ni una gran adaptación porque, simplemente, ni siquiera intenta ser ninguna de las dos cosas.