Amor, obsesión, compromiso
Pongamos las cartas sobre la mesa desde el principio: Embrión (2008) no es, ni mucho menos, una película perfecta. Tiene carencias, no todas las opciones artísticas tomadas por Gonzalo López son afortunadas, pero todo ello está compensado por el riesgo y la personalidad de un proyecto que resulta, sin duda, sorprendente dentro de una industria cinematográfica como la española. Llevar a cabo un remake que subraya el subtexto político de The Embryo Hunts in Secret (Taiji ga Mitsuryo Suru Toki, 1966) de forma totalmente independiente, sin ningún tipo de ayuda institucional, y con un equipo reducidísimo —14 días, cuatro actores, cinco localizaciones y 15.000 euros de presupuesto— es un salto sin red que traza un curioso paralelismo con el original de Koji Wakamatsu, que también fue realizado al margen de cualquier estudio japonés.
Pero es que, además, López se atreve a abordar un tema, habitual en el pinku eiga pero muchas veces elidido en el cine patrio, tan espinoso como la débil frontera entre el Eros y el Tánatos, y —en lo que no deja de ser un giro perverso a lo que planteaba William Wyler en El coleccionista (The Collector, 1965)— la intensidad y la confusión de sentimientos que puede provocar el síndrome de Estocolmo. Embrión es una película que quiere ser incómoda, remover la conciencia del espectador, y llevarle a plantearse si sus opciones vitales son realmente propias o, al contrario, le han sido impuestas a través de su contexto sociopolítico. De hecho, los cambios que el director y guionista aplica sobre el trazado argumental original están encaminado a, en cierta manera, transformar la radicalidad sentimental de Wakamatsu en una radicalidad mucho más política, puramente anarquista.
Es cierto que a la película le pesa notablemente el hecho de haber tenido que llevarse a cabo con un presupuesto tan ajustado —el rodaje con cámaras de alta definición le da a las imágenes un aspecto de extraña crudeza, y también refuerza cierto aire amateur—, pero tras esas limitaciones se aprecia una intención de estilo muy propia, muy personal, que se impone a través de esforzados travellings y largos planos fijos. Embrión es cine hecho desde las tripas, con una fe intensa en el proyecto, y a la que vale la pena darle una oportunidad, aunque sólo sea por comprobar lo que González y su equipo han sido capaz de conseguir a base de voluntad —de hecho, se ha tenido que estrenar también de forma totalmente independiente, al margen de los circuitos de distribución convencionales—.