Invisibles
La seducción… invisible
Supongo que siempre he sido buena con las palabras. En mi negocio es tan importante ser capaz de describir lo que hago, como hacerlo: qué decir y cuándo, con qué palabras (…) Es parte de mi trabajo saber dónde poner mi mano, mis labios, mi lengua, mi pierna, incluso mis pensamientos (…) ¿Soy tu secretaria o soy tu hija? (…) Lo único que sé es que, si lo hago bien, puedo convertirme en tu sueño hecho realidad». Palabra y gesto para hablar de seducción, así empieza Chloe, con una voz en off (la de Amanda Seyfried dando vida al personaje del título) calculando las palabras, las pausas y sugiriendo a su interlocutor (nosotros) que puede convertirse en lo que deseemos. Mientras, en la imagen, se prepara para seducirnos, en ropa de encaje, frotándose crema, colocándose delicadamente cada prenda, con la misma especificidad con la que habla. A los tantos detractores del recurso de la voz en off les molestará este aparente subrayado, pero posiblemente serán los mismos que no detecten que este mensaje a dos canales (audio e imagen) tiene también dos objetivos derivados de dos destinatarios genéricos: seducir con sus gestos a un hombre y hacer lo propio mediante palabras con una mujer.
Chloe versa sobre la crisis de una pareja pero también sobre seducción femenina, la que ejerce una mujer contra otra; sobre el poder de la palabra en el proceso; y sobre la fuerza de la planificación como juego erótico. Porque para ellas (nosotras, vaya) el mensaje oral es una férrea base sobre la que sustentar la seducción, por eso Catherine (Julianne Moore) da tanta más importancia a cómo su marido se dirige a las camareras que él mismo, y por eso también es capaz de excitarse tan solo oyendo la narración de Chloe, aunque esté protagonizada por su marido siéndole infiel.
El director ¿invisible?
Aunque para muchos Chloe es una película fallida de Egoyan, para quien esto firma es un libreto pasable dirigido por Egoyan. De y por, ahí radica la diferencia. Superado el trauma de que por primera vez el director no firme el guión de uno de sus largos, Chloe consigue retratar un ambiente malsano y agobiante gracias a la dirección de arte, en la que los espejos y los elementos translúcidos permiten un visionado exhaustivo del escenario por parte del espectador y, sobre todo, de las dos protagonistas. Los altos techos y ventanales de la moderna casa de Catherine, así como su consulta de ginecología (profesión nada azarosa, aunque sí algo simplista, que es preludio de su interés por las mujeres) con puerta de cristal incluida (¡!), son elementos que ayudan a fortalecer el rol controlador de la protagonista.
No es la primera vez que los objetos con reflejo u objetivo voyeurista tienen peso en la filmografía de Egoyan (especial interés despierta el pasillo de Exotica (2004), construido para que un rico escudriñara los bailes de las chicas del bar), pero el uso narcisista de los espejos se convierte aquí en una pesadilla, pues devuelve a Catherine su imagen afectada por el paso del tiempo. Y es que Egoyan se centra en la percepción que su personaje tiene de los hechos y no, como en la película en que se basa, Nathalie X (Nathalie…, Anne Fontaine, 2003), en el conocimiento de ellos. Aunque el director no firma el guión de Chloe, y la película no obedece a los patrones de montaje de su cine (saltos en el tiempo, líneas argumentales que se cruzan), en su decisión de ceder el punto de vista a la protagonista ha acercado el filme a uno de sus temas recurrentes: la alteración de la realidad.
La mujer ¡invisible!
Y es que los muy relevantes cambios llevados a cabo en el guión por Erin Cressida Wilson (Secretary, Retrato de una obsesión) van orientados a potenciar la mirada de Catherine. Egoyan acompaña su ceguera a la realidad con una incómoda fotografía que inunda los planos diurnos, y otorgando al resto de personajes simples roles secundarios en el dubitativo caos psicológico de una mujer a quien se le ha implantado la idea del adulterio. En Chloe vemos el desaliento de un personaje que es víctima, ante todo, de su propia inseguridad. Catherine cree haber perdido a su marido en pro de sus jóvenes alumnas, y aunque en su casa su presencia fuera casi omnipresente, va perdiendo poder del mismo modo que su imagen en el espejo le muestra que va perdiendo juventud. A través de las palabras, los actos y la obsesiva presencia de Chloe en su vida (y en el metraje), se consigue finalmente que, en esta película-menor-de-Egoyan, seducción, director y mujer cobren volumen y pierdan, por fin, su tan jaleada condición de invisibles.