Desde hace algunos años me venían llamando la atención, cada vez más, nuevas intrigas o policiacos, preferiblemente cine negro (o como se etiquete en la actualidad), ambientados en tiempos pre-tecnológicos, donde básicamente no existían los móviles ni Internet, y en definitiva las comunicaciones eran mucho más rudmientarias, aunque no llevemos disfrutándolo tanto tiempo absoluto. The Game (íd., 2014), una lacónica y turbulenta mini-serie británica de seis episodios que sigue un caso del MI-5 durante los años 70, fue una de las producciones que, digamos, me alarmaron. No me equivoco de verbo. Porque siempre seré del mundo de The Wire (id., 2002-2008) más que del de Mad Men (íd., 2007-2015), aunque esta no la he visto y ni siquiera es un policiaco. La clave del asunto es otra bien distinta, probablemente algo obvia pero en cualquier caso elocuente: el interés principal de esas historias de un pasado, que nos parece bien lejano, no reside en la falta de tecnología (de hecho despliegan la que tienen en aquel momento), sino, y aquí José María Latorre tal vez se acordaría de las «dichosas pantallitas», de las mismas narraciones que parecen estar despojadas, incluso expuestas. Y esto si nos detenemos a pensarlo ocurre también en propuestas más o menos logradas desarrolladas en la actualidad caso de la serie Homeland (Homeland, 2011-en emisión) o la película Nightcrawler (id., 2014). ¿Dónde se sitúa en este galimatías más sentimental que coherente un film de las características de El puente de los espías? Desde luego encaja en varios puntos mencionados más arriba. Probablemente el más importante en una primera aproximación es el que tiene que ver con su narrativa, sostenida sobre unas sólidas y precisas bases tradicionales que ya ha recibido los previsibles reconocimientos de la crítica internacional más mediática, pero que estando lejos de esconderlo, abre sus engranajes por completo de forma casi natural porque ya no es necesario hacernos creer la realidad recreada de sus imágenes (impolutas o sucias), que Tom Hanks es en verdad un eficiente y comprometido abogado, o que el Nueva York o Berlín de los años 60 fue así: solamente es importante el cómo está dosificada la información, en cómo los personajes hacen o no determinadas acciones, en cómo se llega al desenlace que, más o menos esperable, nos permite sentirnos bien porque es la meta que teníamos todos. Y sin embargo, no se trata de ser el más certero componiendo una persecución a pie, o de insertar el plano preciso para ver cómo se maneja un espía de verdad, o cómo montar planos-contraplanos para buscar una complicidad, o cómo crear la necesaria atmósfera para sentir el frío y la incertidumbre. Como en alguna de las series antes citadas, hay algo más. Ese algo más, que siempre acompaña a los hermanos Coen (co-guionistas), en su caso incluso en los fiascos, y a Spielberg (director), aquí consiste en que las historias sin móviles y sin Internet tienen valor si hablan del tiempo de los móviles y de Internet. El puente de los espías expone en voz baja pero alto y claro que un defensor de aseguradoras y un espía ruso (que bien podría llamarse Bartleby), quizá no tengan mucho en común pero pueden llegar a comprenderse e incluso a ir todavía más lejos, demostrar que ese puede ser el camino más gratificante y loable. El resto es nuestro día a día.