La tragedia cotidiana
«Si mi obra tiene un tema, sospecho que es simple: que la mayoría de los seres humanos están solos, y ahí radica su tragedia»
Richard Yates
1Cuando Richard Yates publica su primera novela en 1961 Revolutionary Road, despliega en ella lo que irán siendo sus temas recurrentes a lo largo de su corta e intensa —pero comercialmente poco afortunada— carrera literaria: esperanzas rotas, matrimonios infelices, vidas familiares asfixiantes, la soledad, las tramas impuestas por la sociedad, todo ello conformando una obra de ocho novelas y dos colección de relatos que crearon alrededor de la figura de Yates la de un escritor de escritores que, con el paso del tiempo, y ahora gracias a la película de Sam Mendes, se ha ido borrando para revalorizarse como uno de los mejores autores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Admirador de Scott Fitzgerald, recoge su relevo para situar a sus personajes en lo que se denomina la era de la ansiedad, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y ante el frustrado intento —desde su punto de vista— de materializar el tan añorado, como quizá ficticio, sueño americano. Su obra ha influido a autores como Andre Dubus, Rick Moody, Raymond Carver, Richard Ford, Lorrie Moore, Robert Stone, Michael Chabon, Tobias Wolfe, Tom Perotta o A.M. Holmes por citar unos pocos, y ha sido admirado por otros como John Cheever, Tennesse Williams o John Updike, por citar otros pocos. Y, en lo que al cine se refiere, en 1999, de manera directa o indirecta, Revolutionary Road asomaba en la ópera primera de Sam Mendes, American Beauty a partir de un guión de Alan Ball.
Lo anterior puede ocasionar que las imágenes de la nueva película de Mendes recuerden demasiado a su primera película; sin embargo, se debe tener en cuenta que las intenciones en ambos casos son bien diferentes: mientras en American Beauty se buscaba radiografiar a la sociedad del momento, en Revolutionary Road se lleva a cabo un trabajo de reconstrucción de una época y de adaptación —directa— de una novela, aunque pueda rastrearse sin demasiados problemas una correlación con la realidad actual. La historia del matrimonio Wheeler (Frank y April, interpretados magistralmente por Leonardo di Caprio y Kate Winslet) es la historia de una pareja que se conoce cuando apenas han rebasado la veintena, se llenan de sueños que, poco después, se van desvaneciendo cuando se llenan de hijos, hipotecas, horarios y una hermosa casa en la calle que da nombre a la película situada en un barrio suburbial donde todo es tan limpio y aséptico como en teoría lo son las vidas que suceden en su interior. Sin embargo, algo no funciona en sus vidas y deciden darle una vuelta marchándose a País. Pero los planes no se desarrollan como esperan y el drama va asolando. No es lo mismo, pero en su fondo, como decía, se manifiestan muchos elementos que ya estaban presentes en American Beauty, algo que puede hacerle flaco favor a Revolutionary Road. No obstante, que un director retome unos temas argumentales similares no debería ser problema alguno, al fin y al cabo, es lo que suele utilizarse para dar consistencia y forma a ciertos autores que película tras película van conformando lo que se viene a llamarse su mundo personal. También es cierto que la dos películas que median entre una y otra, la para mí notable Camino a la perdición y la fallida Jarhead, no fueron quizá lo que se esperaba que fueran, de ahí que el regreso a un territorio que anteriormente le diera fama y éxito pueda entenderse como calculado o necesario. Y aun siendo así, tampoco debería ser un problema para acercarse a Revolutionary Road.
2En caso de tener que hacer comparaciones, como modo de acercamiento entre las dos películas, me resulta interesante la distancia temporal de las dos historias y, por ello mismo, la excesiva cercanía de sus argumentos y planteamientos. Es decir, ¿cómo pueden dos historias desarrolladas en dos épocas bien diferenciadas poseer tantos puntos de unión? ¿Tan poco han cambiado las vidas de las personas y su forma de vida? A tenor de las dos películas, parece que no. Y es posible. Sin embargo, hay una diferencia notable. Mientras en American Beauty el fracaso familiar y personal viene ocasionado más por las convenciones sociales en las que han ido cayendo con el paso de los años, en Revolutionary Road, aun existiendo esa visión, pero de manera más soslayada, la historia se adentra más en las motivaciones personales, en los personajes si se quiere. De ahí que el trabajo de Mendes para ir configurándoles, para ir dándoles una forma que va variando/evolucionando, creando a su alrededor un sinfín de dudas que no son otras que las que cualquier ser humano puede tener en un momento dado. Por otro lado, no hay que olvidar que American Beauty era una comedia, con elementos dramáticos, cierto, pero nunca dejaba de lado el elemento cómico —o paródico, quizá—. Pero en Revolutionary Road no hay risas, están congeladas. Incluso elementos que pueden abrir el camino para la sonrisa quedan paralizados cuando se niega la posibilidad de hacerlo al dejar claro que estamos ante una historia bien seria y cuyo final, como así será, no puede ser otro que el drama. A este respecto, la ruptura entre ambas películas, incluso en sus puntos de unión, es total.
En su novela, Yates da una visión dura y sin concesiones de la infelicidad que puede encontrarse bajo la aparente comodidad de una vida bien organizada, utilizando para ello un acercamiento minucioso e hiriente hacia la pareja, sin alabar a ninguno de ellos, pero tampoco atacándolos indiscriminadamente. Hay algo de observador en su historia, entrando de lleno en ella pero sin llegar a juzgar, dejando que los personajes y sus vivencias se desarrollen libremente sin enfatizar o apuntar elemento alguno. A este respecto, consigue en determinados pasajes transmitir una violencia que Mendes sabe adaptar a la perfección en pantalla, si bien, es posible encontrar en la prosa de Yates un mayor impacto que en las imágenes de Mendes, ahora bien, esto no anula un trabajo, en mi opinión, magnífico. Con la ayuda de la estupenda fotografía de Roger Deakins, Mendes configura una película en apariencia muy formalista en la que el estilo se va volviendo más nervioso según avanza la acción, buscando que los personajes —y sus emociones— y el decorado en el que se mueven —lejos de la simple rutina de reconstrucción de una época— vayan condicionando el estilo antes que éste condicionándolos a ellos. Resulta efectiva la cierta frialdad —más patente al comienzo de la película que en sus secuencias finales— de la puesta en escena —acompañada por una desafortunada banda sonora de Thomas Newman, por reiterada, demasiada familiar en sus tonalidades— porque contrasta con aquello que acontece dentro del plano, el estadillo de las emociones de los personajes. No hay ninguna secuencia transitoria, todas ellas parecen poseer un sentido con el conjunto, ante todo, ir creando una narración emocional sobre el matrimonio Wheeler, que van desde la infelicidad naciente a la posibilidad de una felicidad más o menos inmediata para finalizar en la imposibilidad de reorganizar unas vidas que parecen haber tocado fondo definitivamente cuando en realidad deberían haber comenzado. Del mismo modo, cada conversación, cada encuentro con amigos, vecinos o compañeros de trabajo, no viene sino a ser una aportación a un conjunto en el que cada detalle, cada gesto o mirada —los actores en conjunto están soberbios—, van detallando un itinerario hacia la anulación del matrimonio Wheeler que desemboca en tragedia.
Una tragedia personal que viene alentada por las convenciones sociales, por las apariencias, por la materialización de los sentimientos. A este respecto, Mendes regala un final —pasaje presente en la novela por otro lado— que antes que sacar una sonrisa produce una mueca, una mueca de repulsión y espanto, porque aquello que ha sucedido en poco más de dos horas de metraje puede resultar demasiado cercano o conocido incluso sucediendo en un contexto alejado a nuestro tiempo. Y es esa conexión —entre otras cosas— la que convierten a Revolutionary Road en una película en apariencia sencilla pero quizá mucho más compleja de lo que su superficie revela, de ahí que, al menos en mi caso, me fuera complicado emitir un juicio valorativo rápido. No hay en ella filigranas visuales ni intricadas ramas argumentales, y aún así su complejidad es patente. Aunque quizá ésta haya que buscarla más allá de sus imágenes e, incluso, en el propio silencio al que Mendes hace referencia al final de la película como quizá la única vía de escape.