Tras la emisión, el pasado año, del programa especial con motivo del 40 aniversario del Saturday Night Live, algunos críticos de televisión alabaron el homenaje de Melissa McCarthy al personaje de Matt Foley; su irrupción huracanada en el plató del Weekend Update, entre Amy Poehler y Jane Curtin, disfrazada de aquel improbable coach motivacional al que interpretara Chris Farley. Si aquella fue una muestra sobresaliente de timing y humor bruto, Espías (Spy, 2015) supone una cima en las carreras de Paul Feig, director, y McCarthy. La versión corregida y mejorada de lo que ambos apuntaron en Cuerpos especiales (The Heat, 2013). O sea, tomar por asalto un género y lograr, desde la comedia, una reflexión mordaz e inteligente sobre sus mecanismos. Mezclar lo chusco y lo elevado, el gag tonto de toda la vida —impagable la broma repetida con las toallitas que se sirven antes del aperitivo en el restaurante— con la filigrana cómica más elaborada. Convertir a Jason Statham en una versión ciclada del patán Inspector Clouseau, a Jude Law en una divertidísima parodia de Bond y a la CIA en, literalmente, un nido de ratas. Ceder el peso de la acción a McCarthy y lograr que, como su personaje, una analista reconvertida en agente de campo, evolucione a golpe de situación: de loca de los gatos a guardaespaldas bocazas, de turista extraviada en el corazón de Europa a espía capaz de pisar los talones de un grupo de traficantes de cabezas nucleares. De figura segundona, torpe e ingenua, a protagonista que abraza sus defectos como el rasgo más natural dentro de esa burbuja artificial de villanos y espías.
El guion de Feig juega sin pudor con todos los prejuicios alrededor de lo femenino y las claves de su empoderamiento —no puede ser más demoledora aquella escena en la que el personaje de McCarthy recoge los siempre asombrosos gadgets de espionaje; acorde a su tapadera, estos se encuentran escondidos tras una caja de toallitas para las hemorroides, un silbato contra violadores o un tubo de laxante—. Precisamente, en el retrato de la realidad mediocre de su protagonista, condenada a ser esa voz tras el pinganillo que orienta los pasos del espía de primera, es donde el filme saca más brillo a las posibilidades cómicas; donde más natural refleja al único personaje real en medio de un séquito de clichés. O cómo, en verdad, no hace falta cambiar nada para poder ser uno mismo. Feig mete mano al thriller de espías sabiendo cómo equilibrar la gansada con lo sofisticado; la escena pulcramente planificada con aquella otra que dinamita el rigor de la puesta en escena —véase el momento en gravedad cero entre Rayna y sus guardaespaldas; el contrapeso cómico desde el agente italiano que no para de toquetear a la protagonista a su verborreica compañera de despacho en la CIA— y el punto dramático; y, finalmente, la parodia salvaje de esa masculinidad que se ha apropiado por decreto el cine de espías. Y es que Espías, como Kingsman. Servicio secreto (Kingsman. The Secret Service, Matthew Vaughn, 2015), es una película que afronta con desparpajo un género deslustrado por su falta de ideas; agotado cuando se quiere clásico y cuando se disfraza de posmoderno. En el que la figura de Melissa McCarthy, síntesis total del humor bruto pero asimismo inteligente, entra como elefante en cacharrería. Dispuesta a no dejar títere con cabeza mientras reivindica su lugar natural en el territorio de la comedia.