Jean Painlevé, un pionero a redescubrir

Poesía científica

El cine nació científico y nunca debió dejar de serlo. Al menos, no del todo. Ello creía el cineasta francés Jean Painlevé (1902-1989) que, tras formarse como físico, químico y biólogo, dejó atrás el mundo académico y filmó más de doscientas películas —mayormente, cortos— con la esperanza de romper las barreras entre arte e investigación, entre cine y ciencia. ¿Su objetivo inicial? Registrar, con la voluntad de estudiarlos, aspectos de la realidad tangible no visibles por el ojo humano pero sí perceptibles por la cámara. ¿Su objetivo final? Dar a conocer sus descubrimientos tanto a los investigadores como al espectador de a pie. ¿Su camino? Una compleja trayectoria que se remonta a los años veinte, época donde rueda sus primeros filmes que, a nuestro entender, ya le sitúan como una figura clave de su tiempo y como un autor estimable que merece ser reivindicado, ni que sea revisando su exigua filmografía accesible sonorizada por los deliciosos Yo la Tengo.

Por aquello de empezar por el principio debemos referirnos a Oeufs d’épinoche (1925), considerado el trabajo inicial de Painlevé. En él, nuestro hombre todavía está lejos de sus mayores logros, pero ya se confirma como un digno sucesor de los pioneros del cine científico francés —él citaba al doctor Jean Comandon como uno de sus referentes— y filma el mundo microscópico para que podamos observar sus genuinas particularidades. Concretamente, su debut muestra, en una serie de secuencias breves, la fecundación del embrión de un pez de agua dulce: el gasterósteo. El proceso, que consta de dos fases y es descrito por intertítulos muy precisos, permite observar el nacimiento interno de la vida del animal con contracciones, divisiones embrionarias, palpitaciones del corazón y circulación sanguínea. Ni el lenguaje descriptivo ni la terminología científica impiden, ante todo ello, la extrañeza del espectador cuando contempla ese huevo filmado en el que ciertos aspectos —relieves, estrías, formas móviles— se acercan a la abstracción visual, sobre todo cuando Painlevé opta por los planos detalle o acelera la velocidad de la imagen. Pequeñas decisiones formales que avanzan futuros intereses del cineasta y que, en su momento, causaron un rechazo considerable entre los investigadores que visionaron la pieza en la Academia de Ciencias francesa. Tal era el escepticismo ante las posibilidades científicas de la cámara que uno de los asistentes a aquella sesión abandonó la sala exclamando, indignado, que el cine no podía ser tomado en serio (sic).

Lo cierto es que, por aquel entonces, todavía en plena era muda, el cine carecía de suficiente reputación artística y, menos aún, de reputación científica. Y ello en buena parte se debía a su popularización como espectáculo poco después de la primera proyección de los hermanos Lumière. Antes, sin embargo, habían sido muchos los prohombres que, a partir de la invención de la fotografía, trabajaron para registrar visualmente el movimiento, en una carrera donde destacados científicos del siglo XIX perfeccionaron sus aparatos hasta la invención del cinematógrafo. Entre esos pioneros se hallaba el fisiólogo francés Étienne-Jules Marey que, con su fusil fotográfico, considerado la primera cámara de la historia, estudió el movimiento de distintos animales y del hombre. Su invento inspiró las técnicas del célebre Eadweard Muybridge y siguió fascinando a nuestro hombre que le homenajeó en su filme testamentario: Les pigeons du square (1982). En el tramo final de este documental, el color da paso al blanco y negro y el cineasta francés muestra los movimientos de las alas, las plumas y los pies de las palomas retomando las técnicas empleadas por Marey en 1890, año en que grabó a estas aves para uno de sus trabajos. Deteniendo una y otra vez la imagen, avanzando y haciendo retroceder los fotogramas en los que alzan el vuelo, vuelan y aterrizan las palomas, Painlevé dignifica así una herencia escasamente explorada y confirma la vigencia del cine científico para observar (y revelar) la realidad física.

Su gesto, de indudable belleza visual, nos advierte tanto de las posibilidades ilustrativas de la cámara en tanto que objeto científico como de sus potencialidades artísticas en tanto que herramienta que desvela lo extraordinario de la naturaleza. Equilibrando ambas capacidades del aparato, el cineasta francés pudo desarrollarse como realizador-investigador y confirmar que en el mundo animal, en la filmación de su funcionamiento oculto «que ni tan siquiera el ojo puede percibir» (André Bazin), se hallan imágenes como para satisfacer a poetas y científicos. Sin que ello resultase, a su entender, paradójico: «No lo es en absoluto para las mentes sagaces […] Para mí, entre lo real y lo imaginario no hay nada. Nada que tenga valor. Y el cine científico me satisface plenamente, en su naturaleza, sus proyectos y sus géneros: industrial, médico, geológico, o astronómico, me lo da todo. La Ciencia-ficción es una broma. ¡La ciencia, es ficción!» (declaración extraída de la entrevista de Philippe Estault, Las vidas de Jean Painlevé publicada en Jean Painlevé, Emilio Mayorga, coord., Filmoteca de la Generalitat Valenciana-Institut Valencià d’Art Modern, IVAM, Valencia, 1990).

Siguiendo este leitmotiv, esta convicción de que en la realidad tangible hay suficientes elementos de interés como para realizar documentales que vayan más allá de nuestra imaginación, Painlevé alternó piezas sobrias e informativas dirigidas a la comunidad científica (como la citada Oeufs d’épinoche) con trabajos divulgativos y libérrimos (donde se juega con el montaje, con una jocosa voz en off y con algún que otro inserto humorístico) destinados a las audiencias de la época. La relativa comercialidad de estos últimos filmes —a día de hoy, los más populares— no implicaba ninguna traición al mundo natural (¡eso nunca!), pero sí hacía más digeribles los objetos (o sujetos) de estudio. De tal manera que, a partir de imágenes microscópicas en bruto, confeccionaba cortos muy estimulantes donde uno podía (puede) ver detalles de su entorno de otro modo mientras, a su vez, descubría (descubre) datos científicos gracias al narrador o a los intertítulos.

Si pensamos en todos esos documentales desde el presente, aquello que más nos llama la atención de ellos es su poesía (por una vez no nos sentimos incómodos empleando dicho término). Una poesía que en sus inicios fue, cómo no, de raigambre surrealista. Pues Painlevé halló en los círculos vanguardistas de los años veinte y treinta los apoyos de los que carecía en la comunidad científica. Amigo de Germaine Dulac, Robert Desnos y Jean Vigo —además de colaborador de Man Ray, al que proporcionó estrellas de mar vivas para su filme L’Etolie de mer (1928), y de Luis Buñuel; fue el «encargado jefe de las hormigas» en Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929)—, nuestro hombre vio proyectados sus filmes en los cine-clubs franceses de la época donde se exhibían cortos experimentales como Ballet mecánique (Fernand Léger y Dudley Murphy, 1924), Entreacto (Entr’acte, René Clair, 1924) o La edad de oro (L’Age d’Or, Luis Buñuel, 1930). Su reconocimiento llegó desde varios sectores de l’avantgarde y se le consideró una figura clave al lograr mostrar lo (sur)realista que había en el mundo físico, sin necesidad de intervenir en él.

Decía Salvador Dalí en esa época que, gracias a la objetividad «poética» de la cámara, realizadores como Painlevé plasmaban «una emoción completamente nueva de todos los hechos más humildes e inmediatos, imposibles de imaginar, ni de prever antes del cinema». Una emoción en la que «el cristal fotográfico puede […] seguir las lentitudes soñolientas de los acuarios» de un modo inalcanzable para el pintor porque cuando uno «quiere pintar una medusa, es absolutamente necesario representar una guitarra o un arlequín tocando el clarinete» (Filmarte, film-antiartístico, en Ades, Dawn, ¿Por qué el cine?, Dalí y el Cine, ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 2008). En este sentido, el artista de Cadaqués —que al mencionar los acuarios se refería probablemente a alguno de los tres filmes que el cineasta francés dedicó a los crustáceos en aquellos años: Hyas et stenorinques (1927), Crabes (1930) y Crevettes (1930)— delegaba a la cámara (al cine y a la fotografía) la capacidad de representar el mundo objetivo y cedía al resto de artes —literatura, pintura, música, etc.— la vertiente más creativa. De modo que el cineasta no era para él tanto un artista tradicional como un mediador que debía limitarse a registrar la realidad tangible tal y como es.

Estemos o no de acuerdo con Dalí —su visión antiartística del cine se ha visto superada por aquellos cineastas formalistas que nunca se han sometido a la realidad objetiva de la cámara—, es indudable que sus reflexiones son de lo más estimulantes y nos invitan a repensar la capacidad del aparato cinematográfico como herramienta para (re)descubrir el mundo físico. Lo comprobamos en La pieuvre (1927), un corto en el que Painlevé alcanza un notable equilibrio entre asombro poético y descripción científica. Pieza fundamental (la que, en realidad, motiva la escritura de este artículo y su inclusión en este dossier), en ella vemos unas serie de imágenes que muestran las acciones vitales del pulpo. La precisión del montaje reduce el empleo de los intertítulos a lo esencial y estos solo describen brevemente lo que vemos en el plano (función divulgativa del cine). Así, la imagen nunca se ve obstruida por la palabra y tenemos ocasión de contemplar al animal sin ahogarnos y pudiendo interactuar con lo que muestra la pantalla con absoluta libertad.

Un pulpo arrastrándose en primer plano hacia el fuera de campo. Un pulpo bregando en tierra firme. Un pulpo saltando desde una ventana. Un pulpo en un árbol. Un pulpo merodeando por encima de un maniquí que se asemeja a un cadáver. Un pulpo abrazado a una calavera. El mar. Un pulpo entrando en él, nadando. El silencioso arranque del filme es un tanto inaudito en la trayectoria primeriza del cineasta francés y deja entrever —al situar el animal protagonista en espacios ajenos, al emplear un montaje que no sigue una lógica de continuidad— sus vinculaciones al surrealismo no solo en su voluntad de hallar lo poético en la naturaleza sino también en su capacidad de alterar el imaginario del espectador generando planos perturbadores. Planos que anteceden el desarrollo del corto en el que lo esencial, como solía ocurrir en muchos trabajos de Painlevé, es plasmar el recorrido que lleva de la vida a la muerte de un ser.

De hecho, hasta tres veces asistiremos a ese instante tan privilegiado que puede ser el morir. En la primera ocasión, el animal fallece tras enfrentarse con uno de sus semejantes y nos situamos junto él en su último aliento. En la segunda, la muerte acontece con la llegada del hombre, con el intruso que lo atrapa y mutila. En la tercera, la presa cambia y el combate es en un acuario donde un cangrejo va a ser devorado por un pulpo. Ora crueles, ora bellas. Las imágenes del cineasta francés no suelen llevar al engaño y exponen quirúrgicamente lo que ocurre en el mundo natural. Puede que en La pieuvre —y en algún que otro filme donde vemos, por ejemplo, animales abiertos en canal para ser observados en su interior— Painlevé maltratase a sus actores, pero, ya desde sus inicios, en su extensa obra hubo preferencia por una exposición limpia de lo filmado, sin alteraciones humanas. Y es que para él nada era más maravilloso que observar los movimientos de los seres a los que no paramos atención. Seres como los camarones y las arañas de mar de Caprelles et pantopodes (1929) que, con sus bailes acuáticos, nos hipnotizan y nos invitan a imaginar otro mundo dentro del nuestro. No parece extraño entonces que, al ver dicho filme, dos surrealistas opinasen lo siguiente: «Es el ballet más bello al que he asistido jamás» (Fernand Léger) y tiene una «incomparable riqueza plástica [y es] una obra de arte genuino, sin artificio» (Marc Chagall) (Citados por Briggitte Berg en Maverick Filmmaker Jean Painlevé, Journal of Film Preservation, número 69, mayo 2005).

Lo surreal. Lo poético. Lo abstracto. Lo inaprensible. Lo inescrutable. Painlevé se enfrenta a la realidad tangible y revela de ella aquello extraordinario que nosotros, ilusos soñadores, ni tan siquiera fuimos capaces de intuir. Y lo hace desde la ciencia pero siendo, como decía Jean Vigo, «absolutamente respetuoso con el misterio o con el milagro» (Jean Painlevé en Niza, en Jean Painlevé, op. cit.). Es decir, aceptando que lo poético forma parte del mundo y que, de vez en cuando, conviene rendirse a ello. Quizá jamás comprendamos plenamente la realidad física, pero, al menos, sabremos observar su belleza.