Hasta que Mi amor (Mon Roi; Maïwenn, 2015) no dispara los títulos de crédito uno no toma plena conciencia de lo certero que ha sido el trabajo de Maïwenn en su TAC de las relaciones tóxicas, de la dependencia emocional, de las sutiles estrategias del maltratador psicológico. Porque no es hasta el cierre, cuando las imágenes y las situaciones aún no se han deglutido del todo, que los cabos se atan y se comprende mejor que la rehabilitación física de Emmanuella Bercort, víctima de un aparatoso accidente de esquí, es una brillante alegoría de su sanación sentimental, que ambos procesos, presente y pasado, se van enroscando sobre sí mismos y Maïwenn los solapa con la inteligencia y la buena mano de un sastre.
Entre los muchos aciertos de Mi amor, el quién, el dónde, el cuándo. En la actualidad, en París, profesionales liberales muy bien acomodados, refinados y leídos. Un “podría pasarte a ti” en toda regla. Esta no deja de ser la historia de una adicción, y aunque el cliché diga lo contrario, cualquiera puede llevar dentro un yonqui en potencia. Ese es en el fondo el papel de la soberbia Bercort, una yonqui que se ha quedado sin voluntad, a veces incluso sin dignidad. Ella carga con la película a sus espaldas, es la que sufre hasta el infinito y más allá, la que experimenta las mutaciones de un mal amor; hoy una abogada de éxito, independiente, gozando su soltería, mañana un alma en pena que se arrastra lacerada por los grilletes de la depresión y el desencanto. La película es suya, no se discute, pero sin Vincent Cassel, sin su dualidad innata de canalla encantador, Mi amor bajaría enteros. La mirada de Cassel, su magnetismo primitivo, deseo/peligro, ponen a Bercort sobre el borde del precipicio sin que pueda alegar que no estaba advertida, y su figura, el rey del título original, es clave para interiorizar por qué la vida de su última presa se ha ido al garete con billete de ida. Por qué tropezará dos, tres y cuarenta veces con la misma piedra. Es el rey, el rey de la seducción y el rey en su loft de (carísimo) diseño. Ante el rey, Bercort se humilla, por él muere, a él le ofrece el fruto de su vientre… Amén.
Maïwenn afronta Mi amor desde la consabida tradición francesa del palique über alles. Quizá falten silencios que acentúen el poder animal de Cassel, aquí todo se habla, todo se llora, y vuelta a empezar. Es una opción, y es válida; si se trata de llegar a las entrañas y desgarrarlas, objetivo cumplido. No hay medias tintas, a Mi amor se viene a sufrir. También a aprender un par de cosas sobre las relaciones humanas, pero sobre todo a sufrir, y a prever el siguiente descalabro de la protagonista. Volvemos al principio, al valor del montaje; cuando Bercort flaquea en el hospital, flaquea su yo pasado; cuando observa las cicatrices que la rodean entiende que la suya también quedará ahí para siempre. Por eso en el desenlace sólo puede haber ambigüedad; de su enfermedad se mejora pero nadie se cura del todo. Por eso lleva puesta la misma chaqueta que la noche que se conocieron. No es casualidad, no es un capricho de los amigos de vestuario, es fruto de un cerebro, el de la directora, detallista hasta la obsesión, un formidable aviso a navegantes, aunque ese aviso sirva de poco entre las olas que vapulean a la abogada con la rodilla rota.
El Jacques Audiard de De óxido y hueso (De rouille et d’os; Jacques Audiard, 2012) le daría a Maïwenn un par de palmadas en la espalda. “Buen trabajo, compañera”. Pero, en un aparte, le susurraría al oído: “Arriésgate, no te fíes demasiado de lo que ya sabes”. Quien entienda que carecer de una personalidad definida, no dejar impronta, son defectos, entonces esos serán los únicos defectos que encuentre en Mi amor. Plasmar ideas propias con formas ajenas. ¿Las formas de quién? Ese es el problema, podrían ser las formas de casi cualquier director de cine con notable en su expediente. Convencer sin trascender, permanecer a una distancia prudencial del lado salvaje. Si Mi amor fuera un personaje nunca se dejaría caer en los brazos de Cassel. Vaya contradicción.