Fantasía a corto plazo
Eclipsados por las grandes temáticas y la hipnótica imaginería levantada sobre ellos, no suele reconocerse a los guiones de Hayao Miyazaki el repertorio de recursos que exhiben, siempre a la medida de los desafíos acometidos. Hallamos un ejemplo en los créditos finales de Arrietty y el mundo de los diminutos —que no desvelaremos aquí—, los cuales dejan patente su impronta al no limitarse a certificar la resolución de un conflicto puntual, sino un profundo cambio en la percepción de la vida de sus protagonistas; nuevos conceptos que acaban incorporando sus héroes desde Mi vecino Totoro (el pathos que emana de la Naturaleza) a Ponyo en el acantilado (la empatía que trasciende al grupo), pasando por la recuperación de un horizonte perdido en Porco Rosso. La voluntad de reflejar tales transformaciones de la conciencia demanda del realizador formas rigurosas que igualen la apuesta del texto, a contracorriente de la actual tendencia a la dispersión que ya atrapó Cuentos de Terramar —de cuyo guión se desentendió Miyazaki en favor de su hijo Goro.
Únicamente un talento forjado en el propio estudio Ghibli podría integrar un material de esta índole como mero componente de la dinámica de producción, y así lo hace el debutante Hiromasa Yonebayashi, uno de los animadores principales de la casa en los últimos años. Quien desconfíe de sus dotes narrativas tan solo ha de remitirse a la primera incursión de Arrietty junto a su padre en el hogar de los humanos, una minuciosa secuencia que en unos quince minutos despliega las expectativas vitales de la diminuta a través de sus gestos y reacciones en el transcurso de la aventura, confrontándolas con las inexploradas parcelas de lo real que se precipitan a su encuentro. Una muestra entre muchas del amor al relato que Yonebayashi y su equipo heredan de sus legendarios predecesores, explicitado tanto en composiciones de impecable valor diegético como en el naturalismo de la paleta cromática, o el acostumbrado detalle en el dibujo de los fondos.
Por otro lado, la misma severidad de la puesta en escena nos conduce a un paraje inédito, allá donde se pierden las huellas de Miyazaki. Como en algunas obras de éste, el filme pretende acercarnos a dos personajes aislados en universos diferentes, los cuales logran abrirse al exterior gracias a su mutua interacción. Sin embargo, esta vez las imágenes hacen todo lo posible por subrayar la separación entre ambas realidades. En las antípodas de la exuberante El viaje de Chihiro, el mundo fantástico que representan Arrietty y sus pares nunca aspira a unirse a una cotidianidad que ahoga cuanto contiene, como ese tarro de vidrio donde la criada Haru encierra a un diminuto. No es tanto su comportamiento agresivo—obedeciendo a razones que se nos hurtan respecto al original literario de Mary Norton— como la adecuación de éste al orden natural que preside la cinta: el tierno juego de Arrietty con un bicho bola parece fuera de lugar donde desalojan los cuervos a zapatazos; el joven Shô acaricia a un gatito entre las flores mientras sus labios vomitan crueldades; incluso la cálida banda sonora de Cécile Corbel flota como un espíritu ingrávido entre texturas rotundas, antesala de las inercias insobornables que atrapan a los protagonistas. Semejantes disonancias delatan un vacío ecológico entre sus mundos respectivos, que limita el intercambio toda vez que les disuade de cruzar la frontera.
Llegamos así a la fase del cambio de paradigma que anticipábamos, marcada por una asimetría que implica la concesión del mencionado epílogo a un único personaje principal. En él la aprendiz de ladronzuela se nos presenta tan dueña de su destino como de su esmerado atuendo, cuyos preparativos merecen mayor tiempo de metraje que otras chicas Miyazaki, asimismo dedicado a otras facetas mundanas connotativas de una cierta materialidad. Ésta evoca un poder adquirido de transformación del entorno, ratificado por la promesa de futuro que acompaña la aparición del pequeño salvaje; aunque tal porvenir no le es negado a Shô, el chico parece abocado a participar del ensueño melancólico de su familia, consagrado en la casa de muñecas que custodian como un mausoleo de ilusiones.
Su anhelo constata que no hay lugar para magos pedigüeños como los del universo de Harry Potter, relegado lo maravilloso a afortunados encuentros casuales que cada cual debe gestionar para sí. Si Toy Story 3 hablaba del papel de las fantasías en el tránsito a la madurez, Arrietty y el mundo de los diminutos trata de los riesgos y recompensas de vivir tomándolas prestadas de otros (karigurashi). Sin duda una cuestión pertinente para todo cinéfilo instalado en los tiempos de Super 8, la HBO y las utopías populares fraguándose a la vuelta de la esquina.