Distancias
Soñar es gratis, pero nadie dijo que acercarse a las sombras platónicas no nos convirtiera en Ícaros derrotados por el Sol. Todo es una cuestión de distancias, no de superficie, por lo que lo importante de Cinco metros cuadrados no son los cuadrados sino los metros: la distancia que nos separa de esos sueños a los que creemos estar acercándonos aunque con alas sujetas por cera; la distancia que existe entre el hoy y el aquí, y el mañana y el allá; la distancia que nos mantiene en lo real aunque anhelamos los imposibles. Distancias que separan ese hogar soñado según está rubricado en un papel, de la carcasa de un edificio semiconstruido; distancias que convierten a tu novio de toda la vida en nada, a falta de otras rúbricas en un papel que le reconozcan como marido; distancias que se alargan y se acortan según expectativas y promesas; distancias que se reducen cuanto más nos miramos y menos soñamos. ¿Seamos realistas, pidamos imposibles?
Distancias, al final; todo es una cuestión de distancias: la que separa el cine popular del cine populero; la que marca la diferencia entre mostrar una realidad candente y aprovecharse de ella para conseguir un proyecto cinematográfico que firmar; la que evidencia que no es lo mismo el cine social que el cine que se pretende social… Posiblemente todo esto sea lo que acaba por hacer de Cinco metros cuadrados el enésimo intento del cine español por hacer algo importante para la sociedad. Sin embargo, poco dista entre la actitud de ese especulador que es Montañés y el guion de los Remón: cambiemos el “Señorío del mar”, esa construcción que le venden a Álex y Virginia en Cinco metros cuadrados, por la propia película y el espectador que ha pagado sus euros y observaremos que la especulación es similar: a los protagonistas se les vende la casa de sus sueños, y a nosotros una historia basada en una realidad de la que aún vivimos las consecuencias; ambos acaban con timo y con la sensación de haber sido víctima de un cambio de estampitas. Finalmente, ni Álex y Virginia tendrán la casa que compraron, ni nosotros obtendremos nada mínimamente serio o interesante de Cinco metros cuadrados, pues la construcción de la película es un suma y sigue de tópicos desgraciados que solo buscan epatar al espectador sin profundizar en una situación que, por real, posiblemente requería una aproximación algo más seria, algo menos oculta en la cara popular de su actor protagonista.
Podríamos considerar Cinco metros cuadrados como una suerte de odisea homérica adaptada a la sociedad del siglo XXI, en la que su personaje principal ya no busca regresar a su hogar sino tratar de disponer de uno. En unos tiempos en los que hipotecamos invisibilidades para comprar más sombras platónicas, la película dirigida por Max Lemcke podría haber jugado su baza por ese camino para convertirse en una interesante reflexión sobre cómo la burbuja no solo sabe de conceptos inmobiliarios. Hay pequeños indicios, durante el filme, que apuntan en esa dirección (por ejemplo ver cómo Virginia, el personaje de Alterio, ordena a su compañera ofrecer siempre el frasco grande de colonia a sus clientas aunque soliciten el mediano), pero el interés generalista del filme y la falta de querencia por la reflexión lleva a acallar esos logros tras la dictadura del desgraciado personaje principal. Una lástima porque, al fin y al cabo, en esos gestos de inflación (y no en la odisea de Álex) reside el gran drama de nuestra sociedad, lo que merecía ser explicado, el cómo no llegamos a ser nada sin un papel que asegure que somos lo que decimos ser, el cómo nuestras identidades y anhelos suelen necesitar de la aprobación y del reconocimiento social y el cómo para conseguirlo nos alejamos, cada vez más, de quienes somos y de quienes queremos ser. El gran drama de la burbuja no es otro que el de habernos convencido de que más es siempre sinónimo de mejor.
Sin embargo, poco de eso se trata en la película. La pregunta que surge, pues, es si esto es realmente lo que queremos cuando hablamos de cine (social) español, o si estamos ante una forma más de conseguir una subvención. Mientras que en la hongkonesa Dream Home (Wai dor lei ah yut ho, Pang Ho-Cheung , 2010) se exploraba el malestar psicológico causado por la frustración de su personaje para llevarlo a los paradigmas del género formulando un grito desesperado ante una situación de injusticia social, en España nos contentamos con las buenas intenciones de unos diálogos harto infantiles y con quejarnos ante una situación que siempre vemos dicotómica, sin entrar en pormenores, reflexiones y sin establecer vínculos entre nuestros actos y lo que sucede a nuestro alrededor. El dramatismo narrativo (totalmente exacerbado) de Cinco metros cuadrados acaba por ser necesario ante la falta de interés en los personajes y en el retrato de esa realidad que todavía está presente en las naturalezas muertas de nuestras ciudades. De hecho, si no fuera por esa falta de enjundia, ¿por qué iba a necesitar la película de una escena tan vergonzosamente epatante como aquella en la que Tejero llora mientras ve las campanadas? Ante todo esto, mejor es ir a revisar La Odisea; la de Homero, la de Roy Thomas y Greg Tocchini o cualquier de las versiones (confesas e inconfesas) llevadas a cabo en la historia del cine.
Particularmente, no me entra nunca Tejero, por lo cual no me interesa ninguna película realizada por alguien que cuenta con él como mejor esmoquin para vestirla. Ya sé que esto no tiene nada que ver con tu crítica, pero no podía callármelo.
Curiosamente, opino exactamente lo mismo.
No tengo manos para tanto facepalm a los comentarios de arriba. Desde luego, tenemos un cine que no nos merecemos.
Una pena el poco caso que se le está haciendo a una película tan valiente que no solo desmonta con crudeza y humanidad las mentiras del sistema, si no que reacciona contra ellas. Pero eso, sobre todo en época de elecciones, no interesa, a no ser que el mensaje sea complaciente. Afortunadamente no lo es, todo está perdido y lo sabemos.
Y muy buena crítica.