Alguien que anda por ahí
Han sido, van a ser con éste, dos años seguidos de festejos y conmemoraciones, de eventos variados y reencuentros de ficción, de recuerdos inevitables y suculentas relecturas obligadas; dos años irrepetibles que son un buen motivo y sirven también de excusa, de coartada perfecta para volver a hablar, si es que alguna vez cometimos tal imprudencia, semejante temeridad y dejamos de hacerlo, del gran Julio Cortázar. Y es que el pasado año 2013 se cumplieron cincuenta de la publicación de una de las mejores novelas del siglo XX, evidentemente nos referimos a Rayuela (1963), no puede ser de otro modo, y este año 2014 supone tanto el centenario del nacimiento del argentino como los treinta años desde su muerte, por un sutil y rocambolesco capricho de las cifras que el propio escritor habría celebrado de haberlo sabido (como sucede también con esas dos ciudades europeas que entre paréntesis le vieron nacer y morir, sin figurar nunca dentro de esos estrechos márgenes la tierra natal de su palabra, de su voz).
Pero no solo esta enorme y vanguardista novela precede y apuntala el prestigio de su autor, sino que Cortázar ha sido, es y será por encima de toda duda o envidia uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos, sin nada que envidiar a los Poe (por cierto, traducción del argentino son los relatos que del norteamericano solemos leer en castellano), los Chejov, los Maupassant, su compatriota Borges o cualesquiera autores posteriores, como hoy día pueden ser los Carver, los Bolaño o los Cârtârescu. En la nómina de nuestro autor figuran relatos que son santo y seña del género, piezas emblemáticas que por muchas razones, a veces todas juntas, por trama, lenguaje y novedad, son inolvidables; en definitiva, piedras angulares de este género tan habitualmente denostado por el público lector en general pero que de algún modo resume y sintetiza, también sublima, las cualidades de un buen autor. Pocos de los grandes novelistas del siglo XX han dejado escapar la oportunidad de tantear el pantanoso terreno del relato o del cuento, y ahí tenemos a Faulkner, Nabokov, Onetti explorando y recorriendo un páramo que poco ofrece desde el punto de vista del reconocimiento, a veces una sonrisa benévola por parte de los críticos sesudos, pero que da tantas satisfacciones al escritor exigente por la sensación de completitud, aunque también por las puertas que deja abiertas sin que nadie exija su cierre, que se consigue con esos pequeños textos que encierran en pocas hojas todo un mundo y una filosofía de vida.
Y en esto, aunque también en mucho más, Cortázar es un verdadero maestro; y su magisterio no tiene fin, sí muchos discípulos. Su capacidad de fabulación, además de confabulación, y el uso del lenguaje no tienen parangón; imposible ignorar estos dos puntos, ni escribir como si jamás esto hubiese ocurrido en la literatura en español. También es justo decir que su maestría surge de las enseñanzas de otros, faltaría más, y su estilo puede ser deudor del ya citado Borges (como en Lejana, La noche boca arriba) o en otros casos de los uruguayos Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti, en el caso del primero cuando Cortázar explota y con creces una rica, intimista y jugosa veta fantástica (Los buenos servicios, La señorita Cora), o en el caso del segundo cuando la ficción o la maldad ganan el pulso como un personaje más a tener bien en cuenta (Los amigos, Lugar llamado Kindberg). Leyendo alguno de sus relatos, habiendo ya leído todos (experiencia más que recomendable tanto para tener una visión global de su obra breve como para gozar sin más de la lectura con mayúsculas), uno tiene la impresión, que es acertada y nada desproporcionada, de estar ante las líneas más perfectas de la literatura en castellano, y siente verdadera pena cuando alcanza el terrible punto y final: se quiere más, se desea todo; sin embargo, al mismo tiempo, existe alegría por todo aquello que resta imaginar, por los agujeros abiertos a través de los cuales podremos seguir imaginando, viviendo otras vidas a fin de cuentas; como él mismo escribe en uno de ellos, esto que fuimos. Uno por uno, cualquiera de los relatos de Bestiario (1951) son ejemplos de una maestría técnica y un alarde imaginativo difíciles de igualar: Circe, Casa tomada, Ómnibus; y por ahí tenemos a lo largo del tiempo estos otros magníficos textos que son Cartas de mamá, Continuidad de los parques, Todos los fuegos el fuego, Silvia, donde los límites de la realidad quedan abolidos, superados, para crear una atmósfera y una fantasía imperecederas; amén de esa creación intemporal como son aquellos artefactos denominados cronopios, pieza clave de su imaginario y ya un referente contemporáneo que seguirá sirviendo a la causa de la buena literatura pues sus características son diversas, complementarias e incluso paradójicas, desde luego insólitas: inolvidables.
De Cortázar, de ese mundo que le es propio, Vargas Llosa dice que “la realidad banal comienza insensiblemente a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas, que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno en él, manteniéndola en una suerte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse”. No podemos estar en esta ocasión más de acuerdo: precisamente entre esos dos planos superpuestos que a lo sumo alcanzan la tangencia es donde los lectores del argentino nos vemos abocados a movernos, y el magnetismo de su obra toda emana de ahí. La forma y el estilo fueron piezas clave a la hora de componer su literatura, y no es de extrañar que artistas de todos los tiempos, de cualquier época, escritores o no, hayan caído en ese embrujo tan deseado: claro está, el cine no pudo ser ajeno a esta caída. Por otra parte, el propio Cortázar, como podemos constatar al leer una vez más sus cuentos, siempre meditó largo y tendido sobre otras artes, acerca de otras disciplinas: ahí tenemos sus escritos con la música como telón de fondo o metáfora, verbigracia El perseguidor, donde asistimos al devenir y al declinar del mundo personalísimo y alucinado de un trasunto del músico de jazz Charlie Parker o también Clone, la descripción del declinar de un grupo lírico devastado por las envidias, las traiciones y las consecuentes venganzas; sobre la fotografía y la realidad, por ejemplo Apocalipsis de Solentiname, donde la imagen premonitoria y cambiante provoca el desasosiego más angustioso, invocando, cuando no creando, una realidad paralela más aterradora por plausible; o aquella confabulación increíble de Queremos tanto a Glenda, con la aparición de una asociación imposible, de alargada sombra, con características de secta exquisita y fiel, de club de fans como no podrá existir jamás.
Si no archifamosas, al menos sí muy conocidas son las películas que iconos del séptimo arte realizaron basándose en un texto de Cortázar, para luego imprimir en la cinta su particular sello: ahí tenemos Week-end (íd., Jean-Luc Godard, 1967) y Blow-up: Deseo de una mañana de verano (Blow-up, Michelangelo Antonioni, 1966). La primera de ellas, para una pequeña parte del metraje, toma como modelo el relato La autopista del sur, donde un gigantesco, interminable, extraño e inexplicable embotellamiento sirve de pretexto para llevar hasta los límites más insospechados la precaria, ambigua condición humana; y la segunda, quizá la más conocida de ambas, recrea, de una manera muy personal (tan personal que el texto literario ha pasado ya a un segundo plano para convertir a la película en santo y seña del cine de los sesenta) el cuento Las babas del diablo, incluido en el recopilatorio Las armas secretas (1959), perfecta muestra de ese resquebrajamiento de la realidad que citábamos antes en palabras del Nobel peruano. También, casi diez años después, basándose en este texto, aunque quizá basándose más en la película del italiano, o incluso en aquella ya lejana, previsible —con su final tan parecido a La ventana indiscreta (Rear window, 1954) del maestro Hitchcock— pero también interesante en muchos aspectos (por ejemplo, la estética anticipadora de los violentos asesinos psicópatas del giallo de Dario Argento, con gabardina y sombrero y voz susurrante) A veintitrés pasos de Baker Street (23 Paces to Baker Street, Henry Hathaway, 1956), donde un dramaturgo ciego oye casualmente una conversación más que sospechosa que parece encerrar la futura comisión de un delito, de un secuestro, Francis Ford Coppola llevó a buen término su largo La conversación (The Conversation, 1974), cambiando el ojo por el oído, la visión por el sonido, y añadiendo claridad a la intriga, como bien demanda el cine y la industria norteamericanas en general. Sin embargo, no queremos dejar pasar por alto otras adaptaciones de cuentos de Julio Florencio Cortázar Descotte; adaptaciones menos conocidas, en absoluto menores, pero por supuesto igual de importantes, si no más, porque nos estamos refiriendo a las realizadas por cineastas argentinos, en concreto las tres llevadas a cabo por Manuel Antín (n. febrero de 1926) en un breve período de no más de tres años.
Tras un par de intentos más o menos afortunados en sus comienzos como realizador, que se resumen en un cortometraje y una cinta sin apenas difusión comercial basada en su novela homónima Los venerables todos (1962), Manuel Antín arriesga, lanza un órdago, que no un farol, y decide adaptar para la pantalla cuentos de Julio Cortázar; y de ahí nacen La cifra impar (1962), Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965). El riesgo de estas películas no radica tanto, aunque tampoco deja de serlo, en la adaptación de los textos (Antín empezó en la industria del cine como guionista y él mismo desarrolló una breve labor literaria como novelista, dramaturgo y poeta) sino otra, y es que el cine argentino está cambiando en esos momentos; o mejor dicho, hay en el cine argentino una visión nueva acorde con los convulsos tiempos políticos que corren: desde el año 1956, con el nacimiento del Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral de Santa Fe, fundado por Fernando Birri, empieza a tener predicamento y eco otro tipo de cine, un cine más apegado al neorrealismo italiano que pretende reflejar las problemáticas sociales y servir de plataforma y altavoz para los humillados y los ofendidos: todo lo que tenga visos de intelectualidad no comprometida es difícilmente aceptado y se mira de manera distinta a como pudiera venirse haciendo tiempo atrás. Manuel Antín forma parte de esa otra generación de realizadores argentinos influidos por el gran Leopoldo Torre Nilsson (1924‒1978), hijo de otro grande, Leopoldo Torres Ríos (1899‒1960), una de las piezas clave del cine argentino y latinoamericano, cuyas películas marcan el auge del cine popular; al contrario que las de su hijo, una suerte de pionero de la nueva ola del cine en su país, con cintas de corte intelectual y literario: sirvan de pruebas tanto su debut, adaptación de una novela de Adolfo Bioy Casares, como la elección de su esposa y fiel colaboradora, Beatriz Guido, una de las más importantes novelistas argentinas; y es que Torre Nilsson lleva a la pantalla hasta diez novelas de su mujer, a la sazón guionista de dichas películas.
Las tres películas de Manuel Antín sobre textos de Cortázar no responden a un patrón común, a la idea unificadora de una trilogía; sin embargo, no es hipótesis arriesgada ver en ellas un estudio muy personal sobre la culpa y el remordimiento, sobre la influencia y el poder de lo ausente o lo oculto, en sus más variadas acepciones. Estos temas, estas impresiones planean en las tres cintas, y la sombra que proyectan se deja sentir en las imágenes cargadas de simbolismo y las palabras heredadas de los cuentos del escritor, guionista ocasional en la segunda de ellas, quizá la más completa, el ejemplo idóneo y la síntesis perfecta.
Para La cifra impar, Manuel Antín se sirve del cuento de Cortázar Cartas de mamá, recogido en el volumen Las armas secretas. La pareja formada por Luis y Laura ve trastocada su aparentemente plácida existencia en París por la repentina recepción de ciertas cartas de la respectiva madre y suegra, en las que cita como una presencia real, como si todavía estuviese vivo a Nico, hermano menor de Luis y antiguo novio de Laura. El texto nos entrega de manera sutil el espectáculo de la lucha entre el lógico rechazo de lo grotesco y la aceptación de lo insólito, más real incluso que las evidencias de la razón, porque en realidad sólo mediante esta aceptación de locura podrán los protagonistas rehacer sus vidas, volver a una normalidad hurtada por su reciente pasado culpable. La película mantiene nombres, lugares, palabras y desarrollo del cuento: todo está ya ahí, y ahora se trata de contarlo en imágenes: la apuesta está hecha. Desde el comienzo mismo de la película asistimos a la puesta en escena de los recursos de los que Antín se servirá en las tres cintas para recrear el universo de su compatriota: el valor simbólico de los objetos, esos primeros planos de los rostros de los protagonistas y las repentinas miradas directas de éstos a cámara, como implicando al espectador, obligándole a oír la dolorosa confesión o la incómoda pregunta, la importancia de los espejos, una voz en off que nunca trae esperanza, sino abatimiento y reproches, los flashbacks recurrentes y explicativos, la repetición de escenas desde el mismo u otro punto de vista, y una música obstinada; para esta película en concreto, una música de vanguardia que encaja a la perfección con el recargado ambiente de locura y represión que rodea a los personajes. Al igual que muchos textos de Cortázar, esta película comienza in media res, y poco a poco nos vemos empujados a descifrar comportamientos y alusiones; de ahí el frecuente uso de la voz en off y los cambios de tiempo, herramientas necesarias para no volver la cinta demasiado confusa en caso de no haber leído el cuento original. La inocencia de una carta, la banalidad de esa escritura de trámite se va enfangando paulatinamente, y vamos comprendiendo muchas cosas que no han sido dichas: la existencia del hermano muerto se hace presente, casi sólida y rotunda, y la sensación de que los amantes le mataron sólo por desear su muerte cobra importancia; cosa difícil de transmitir puesto que la intriga sólo es intelectual y el remordimiento nada espectacular, simplemente humano. Los parlamentos de Laura y Luis sobre Nico son poéticos, se refieren a él como un muerto viviente que habla de amor, un seductor incurable; y de repente, como algo viscoso, los personajes rechazan la primera hipótesis de la locura de la madre que ha perdido dolorosamente a su hijo querido por una tesis desquiciada: el muerto está vivo y planea reunirse con ellos. La tensión final, con la pareja yendo por separado a la estación de ferrocarril a encontrarse con el hermano y el novio muerto, la fuerte impresión de que finalmente los personajes vivos han sido poseídos por la inquietante presencia del muerto funciona a las mil maravillas porque las imágenes de Antín nos han ido sumergiendo lentamente, sin apenas darnos cuenta ni forzar la situación, en la trama, en una trama que aunque pueda parecer de misterio o de novela negra no quiere caer en ese tópico tan efectista, sino que escarba en las profundidades miserables del ser humano, en la envidia y la traición desde la simple y mera palabra.
Circe, que como ya hemos apuntado antes nos parece la mejor de las tres películas que manejamos, que queremos manejar en este texto, tiene un comienzo muy parecido a la anterior, con el rostro de la protagonista Delia (se quedan cortos los superlativos para describir el trabajo de la protagonista, la gran Graciela Borges) oscilando del temor desconocido, en los planos de frente, al orgasmo contagioso, en los perfiles satisfechos. Y de nuevo la importancia de la música: una histriónica pieza de clave para subrayar el barroquismo de las imágenes y las palabras, el punto de vista del cerebral protagonista Mario. Ciertamente la película mantiene muchas de las características fundamentales del cuento, pero en esta ocasión, aunque pocos, existen cambios, y son fundamentales. Quizá la participación de Julio Cortázar en el guion influyera a la hora de renovar la historia, añadirle esos detalles que en el momento mismo de la edición quedaron fuera pero que luego, releyendo y revisando, pugnan por aparecer, reclaman su territorio malogrado; o puede que estas inclusiones sólo significaran el añadido necesario para no volver demasiado conocida la historia o previsible el desenlace. Con todo y con eso, el grueso de la trama es similar y las variaciones mínimas: cuando Mario comienza a salir con Delia Mañara (atención al apellido de la hechicera Delia, un juego de palabras de los que gustaba Cortázar, especialista también en palíndromos, como demuestra en Bestiario o Satarsa: leído al revés nos devuelve la araña, el deseo sadomasoquista del personaje del novio de ser arañado), tristemente famosa en el vecindario por las repentinas muertes de sus anteriores pretendientes, todo son rumores, sospechas, inseguridades y miedos. La mujer rubia del relato es interpretada por la morena Borges, y la neurastenia y la locura que la rodean aparecen reflejadas constantemente en el rostro de la actriz, que según el momento mira distraídamente al vacío o directamente al espectador, pero como si hablara con Mario, con quien nos vemos obligados a identificarnos (a semejanza de cómo ocurre en el cuento: sin estar narrado en primera persona, la anécdota contada por uno de los testigos del barrio nos involucra y fuerza a tomar partido, más que por el indefenso, por el ignorante, en el más sutil sentido de la palabra). Y también a la manera del cuento, vamos conociendo de las muertes de los novios a sorbitos, poco a poco, mediante gotas que caen y resuenan: las opiniones de los habitantes del vecindario, sus voces y sus insinuaciones; y en el caso de la película de Antín, nuevamente a través de los numerosos flashbacks: el recurso menudea una vez más, pero no cansa; de hecho, es imprescindible para el decurso de la narración: hay una escena que se repite de tres formas diferentes, una por cada novio de la maga, y sucede también que las preguntas que unos personajes se hacen a otros (en mayor medida, Mario a Delia) son contestadas en otras escenas y a otras personas, uniendo los destinos de los novios interfectos con el actual, la posible nueva víctima propiciatoria, el perfecto sacrificado, si es que de una víctima se trata, si es que Delia actúa de forma consciente y empuja a los hombres a su propia e irreversible destrucción; en definitiva, si es que Delia no es simultáneamente presa de ella misma, como una de aquellas mujeres endemoniadas de los cuentos de Poe que hielan la sangre, como lo consigue Graciela Borges con su risa histérica ante la incómoda cercanía de los hombres. Sólo si prestamos la suficiente atención a los mínimos detalles, como las chiquillerías de la protagonista, los juegos simétricos de escenas y espejos, la aparición de los importantísimos animales, el sexo como sinónimo ancestral de perdición y muerte, podremos ir devanando la madeja y penetrar el misterio que rodea a esa enorme Circe latinoamericana, trasunto admirable de la bruja griega. La novedad en la película, si no dejamos de mirarla con relación al cuento homónimo, surge con la aparición (nuevamente a través del azogue) del personaje de Raquel, contrapunto burgués e higiénico a la terrible, oscura muchacha de barrio: una de sus llamadas a Mario, y la repetición de la misma al final de la película, sin solución de continuidad al paroxismo definitivo, crean la duda, abren una puerta para que la película quede inconclusa, sujeta a interpretaciones, a diferencia del cuento, que nos entrega el amargo resultado en bandeja, con sus sobresaltos típicos: la marca indeleble del universo Cortázar.
La última adaptación de todas es doble, y también la más dudosa, la menos llamativa e impactante, a pesar de la unión en una misma película de dos cuentos en los que el juego, la duda, la traición, el asesinato y la muerte, argumentos de peso, incontestables en cualquier trama, están más presentes que en ninguna de las anteriores. Intimidad de los parques reúne para la ocasión, en una alianza más que notable a priori, los cuentos breves Continuidad de los parques y El ídolo de las Cícladas, ambos integrantes del estupendo volumen Final del juego (1956); sin embargo, las buenas premisas y las presumibles expectativas no logran cuajar, y el conjunto decae, poniendo un agridulce punto y final a esta historia de cruces y encuentros. Ese hombre que lee un libro que narra la muerte de un hombre que lee un libro (círculo vicioso, otra marca de la casa, cuyas letras forman parte de la voz en off de esta película) queda engarzado por la mano de Antín a la truculenta historia de un trío, pasiones enterradas pero no muertas de por medio, cuyas relaciones quedan contaminadas por el hallazgo de una estatuilla desasosegante que señala el principio de la locura y finalmente desata el crimen. Las islas del Egeo y la pareja francesa quedan convertidas en las ruinas de Machu Picchu y en un dúo hispano-argentino, con Francisco Rabal muy metido en su papel de marido celoso, prosaico y violento. Más aún, la localización peruana es importante y significativa para la película: las escenas en las ruinas son frecuentes y nada desdeñables, ya que por sus laberínticas calles de roca sólida el personaje de Teresa deambula al principio y el final del metraje: al principio (aunque la misma escena, como sucede en las adaptaciones anteriores, se repite de diversos modos, ángulos, visiones y perspectivas), sintiendo, sin saberlo, en todo su cuerpo la influencia maléfica de la estatua y dejándose llevar por su llamado primigenio; y al final, con una Teresa vestida de blanco virginal y corriendo hacia el sacrificio sugerido y hurtado al espectador. También forma parte del color local la marcha contracorriente de la propia Teresa a través de una procesión multitudinaria por las calles de Lima; metáfora clara, concesión innecesaria, de su aceptación de la fuerza que tira de ella empujándola hacia el amante. Y esta concesión pedestre no es la única, porque también de más nos parece el simbolismo ramplón de la corrida de toros en un coso limeño, con los capotazos y las banderillas a la bestia, cuando entre los vomitorios encalados los amantes se deciden: Antín pasa en dos películas de la intelectualidad más abstracta y barroca a una sencillez exagerada; quizá no por gusto, sino para clarificar unas tramas que no parece fueran hechas para la facilidad: no para todos, como si estuviésemos hablando del tratado del lobo estepario.
A pesar de este cierre menos memorable, las tres obras de Manuel Antín merecen consideración y atención, una revisión por parte de los amantes incondicionales de Julio Cortázar, en particular, y una visión por cualquier aficionado al cine, en general. La coherencia y la fidelidad al original, en ocasiones furibundas coartadas para escurrir el bulto, se nos antojan importantísimas por la envergadura de esta empresa y por la necesidad de dotar de imágenes una obra tan visual como la del escritor argentino. Aunque tienen su parte de interés y su mérito, muy poco se recuerdan El perseguidor (Osías Wilenski, 1965), si no es por los solos de saxo de Gato Barbieri, menos por la adaptación del cuento homónimo en sí, responsabilidad de Ulyses Petit de Murat, uno de los más prolíficos guionistas argentinos; Diario para un cuento (Jana Bokova, 1998), con la otrora rutilante Silke y basada también en el homónimo, uno de los últimos e interesantes textos del maestro argentino, donde regresa al ambiente porteño de bulines, minas fatales y patibularios cafiches, un estupendo tango de vuelta; o Mentiras piadosas (Diego Sabanés, 2008), adaptación de La salud de los enfermos, en la que puede observarse una deuda más que notable con las cintas de Manuel Antín. Y es que, después de Antín, nadie ha logrado, ni en ese momento ni muchos años después, unos resultados tan aceptables en su confrontación con los textos de Cortázar, porque el riesgo de perecer sepultado por el peso de la leyenda es mayúsculo, tremendamente real. Alguien sigue vivo, andando por ahí.
Queremos agradecer a los responsables del Centro de Arte Moderno de Madrid la proyección, durante todo su Año Rayuela, de todas las películas basadas en cuentos de Julio Cortázar mencionadas en este artículo.