El SEFF 2016 es ya la quinta edición que se celebra del Festival de Cine Europeo de Sevilla bajo la dirección de José Luis Cienfuegos y la fórmula parece más que asentada. De hecho se diría que estamos ante un FICX europeizado en el exilio, mientras la cita gijonesa sigue secuestrada y a la deriva por la incapacidad de su actual (ir)responsable. Directores presentes como Eugène Green, Olivier Assayas, Bruno Dumont, Ulrich Seidl o Bertrand Bonello ya habían disfrutado de retrospectiva en la era Cienfuegos del festival asturiano, pero son aún más los autores programados recurrentemente en ambas etapas. En la virtud puede ir también el pecado, ya que dicha continuidad puede engendrar un cierto conformismo, pero es cierto que los habituales del SEFF son en su mayoría grandes directores.
Quizás haya deslucido un poco esta edición el hecho de plantear el habitual foco/retrospectiva a la franco-italiana Valeria Bruni Tedeschi. Sin tratarse de una autora despreciable, no creo que cumpla ninguna de las dos funciones que serían exigibles a estos espacios: rendir homenaje a un gran cineasta o, preferiblemente incluso, reivindicar a una figura poco conocida que merezca una mayor exposición de su obra, como fue el celebrado caso de Paul Vecchiali el año pasado, sin ir más lejos.
En cualquier caso han sido nueve intensos días de mucho cine… y también de mucha fiesta.
Sección Oficial
Le fils du Joseph, de Eugène Green
La espiritualidad inherente al cine de Green le lleva en esta ocasión a la cita bíblica en su vertiente más familiar. Es una referencia explícita que convoca a Abraham y el Sacrificio de Isaac o a la Sagrada Familia. Ello sirve a una historia (premiada con el mejor guión) que en esencia reivindica el amor como correa de transmisión entre personas. La cólera que siente Vincent en relación a su desconocido padre puede llevarle a la perdición. Es la Gracia, la voz Dios o de la bondad interior, la que tiene el poder de trascender a un bienestar espiritual. Es el mismo procedimiento que sigue Green apelando al espectador: en un nuevo ejercicio de despojamiento estético, la energía del film se concentra en los rostros de los personajes, que la proyectan a todo el fotograma en sus característicos planos frontales, lo que resulta en una obra luminosa y emotiva que nos reconcilia con el ser humano.
Personal Shopper, de Olivier Assayas
El cine de Assayas ha mostrado en muchas ocasiones una cierta cualidad espectral, pero nunca de manera tan explícita como en esta ocasión, que le ha llevado a los dominios del cine de género. Maureen, el personaje encarnado convincentemente por Kristen Stewart, ha perdido recientemente a su hermano gemelo, que compartía con ella una malformación congénita del corazón y la habilidad como médium, y de quien espera algún tipo de señal mientras se gana la vida como personal shopper de una celebrity. Se produce así una doble crisis, existencial por la muerte de su otro yo (el gemelo) y por la posibilidad de que ella misma siga sus pasos en cualquier momento, e identitaria al consagrar su tiempo al ropero de otra persona. Curiosamente en su trabajo actúa como si fuera un espectro, ya que apenas mantiene contacto físico con su empleadora pero disfruta de acceso a su casa para llevar y traer ropa. De esta manera se configura un personaje frágil en riesgo de disolución. La tecnología cotidiana también está presente con total significación, ya que el film explota la inmaterialidad de los nuevos sistemas de comunicación. Los elementos fantásticos, de thriller e incluso directamente de terror, surgen de manera natural y armónica a través de un excelente trabajo de Assayas con el espacio y las sombras, al tiempo que mantiene el dinamismo visual típico de su cine, incluso si la película sufre algún bache narrativo sin excesiva importancia.
Mimosas, de Oliver Laxe
Laxe ha buscado en su Marruecos de adopción provisional un cierto sentido del espacio mítico a través de una aventura con reminiscencias western que trata de diluir las fronteras temporales, como si los conflictos planteados, la persecución de un destino o la lucha del ser humano contra sus propios fantasmas fueran eternos. En el tiempo pasado, que domina el film, una caravana trata de llegar a una localidad a través de las montañas. En el tiempo presente, un conductor primerizo es requerido para hacer un trabajo, y dicho personaje se transmuta a la historia pretérita como guía novato. El hecho de llevar a buen puerto una misión que se anuncia imposible al principio se convierte en obsesión, en símbolo de ese eterno conflicto sin resolución posible. Uno de los puntos fuertes de la película es su acabado visual, la excelente fotografía de Mauro Hercé, que ayuda a dar relieve y calidez a los personajes desde una atractiva sencillez, al tiempo que se luce en su vertiente paisajística, en ocasiones al borde del preciosismo, pero que proporciona una necesaria dimensión majestuosa a los escenarios por los que se mueven los personajes. Pero a pesar de sus indudables virtudes y de los evidentes esfuerzos de Laxe por desmaterializar la historia, puestos a ser exigentes con una obra claramente ambiciosa, se echa de menos más misterio y una mayor vibración interna de la narración.
Rester vertical, de Alain Guiraudie
Tras el brillante ejercicio de concisión escénica ejecutado en El desconocido del lago, Guiraudie recupera cierta expansividad geográfica que se termina revelando un tanto engañosa, como la propia vida del protagonista de este film. Guionista de profesión, esa supuesta fuerza creadora parece trasladarse a la manera en que afronta su existencia, a la libertad que en principio disfruta. Sin embargo, según avanza la película nos damos cuenta de las paredes de cristal entre las que ha caído, de que ha perdido el control, de que ni siquiera es ya el guionista de su propia vida. Su devenir le lleva a encuentros recurrentes con una serie de pintorescos personajes, y se establece un curioso juego transferencia de roles e identidades, extrayendo humor de la excentricidad de varias de las situaciones que plantea. Se intuye cierta estructura en espiral cada vez más cerrada que bordea peligrosamente la reiteración, pero el rigor formal de Guiraudie, su elegante construcción narrativa a base de planos fijos que el jurado reconoció con el premio a la mejor dirección, hace el camino más que llevadero.
Ma Loute, de Bruno Dumont
Después del éxito de El pequeño Quinquin, Dumont ha optado por ahondar en su vena cómica, dar entrada al artificio y la exageración gestual hasta lo grotesco, y explorar los límites del humor, la capacidad de la película para asimilar las toneladas de estupidez que derrochan sus personajes, al menos varios de ellos. Y a pesar de alzarse con el máximo galardón del SEFF, el resultado es desigual, porque se hace difícil transitar por gags que a menudo no apelan a la mínima neurona del espectador. La terapia de choque se extiende al argumento. Dentro de la galería de personajes del film, el epicentro lo ocupa la historia de amor entre el hijo mayor de una lugareña familia de caníbales y la joven andrógina de una endogámica saga de potentados en vacaciones, mientras que una pareja de policías tan excéntrica y idiota como la de su film anterior investiga las desapariciones que se van sucediendo. A pesar de todo, atesora momentos genuinamente graciosos y resulta difícil no disfrutar con una puesta en escena que refrenda la maestría de Dumont en el encuadre, los movimientos de cámara o el ritmo interno de los planos. De hecho hay una cierta tensión entre el virtuosismo formalista y el contenido chabacano que alcanza su mayor expresión en los varios clímax de formas llamativamente solemnes.
Une vie, de Stéphane Brizé
Nada queda de la mirada irónica característica de Maupassant en esta adaptación de su primera novela, aunque también es verdad que se mostraba un tanto larvaria por entonces. El drama domina por completo el tono de una obra fragmentaria que hace de la elipsis su principal figura de estilo narrativo. Los acontecimientos decisivos de la vida de una mujer noble atrapada en las convenciones de su tiempo se hurtan de manera casi sistemática, y hace más llevadera la acumulación de situaciones dramáticas que bordean la crueldad. Al mismo tiempo, Brizé recurre a breves flashbacks para completar los huecos narrativos y proyectar las emociones de los personajes. Se produce una recurrente correlación entre éstas y los fenómenos atmosféricos que colorean la puesta en escena, de manera que el grado de luminosidad, el viento o la lluvia definen el tono vital de la protagonista y terminan dejando un poso impresionista en las imágenes.
American Honey, de Andrea Arnold
Arnold ahonda en muchas de las características que ya mostraba su anterior Fish Tank, completando una obra más ambiciosa, también más excesiva, pero que al mismo tiempo ha ganado en sutileza. De nuevo el centro del relato lo ocupa una joven atrapada en un difícil contexto socio-cultural del cual busca escapar y sigue siendo el amor el asidero al que intenta aferrarse, una esperanza bastante frágil y que abunda en su dependencia. Y es que la huida es mucho más aparente que real cuando se junta con un alocado grupo de vendedores de revistas, cuyo espíritu aparentemente liberador apenas logra ocultar otro círculo de explotación económica y un trasfondo machista, como se encargan de vocear los temas musicales que escuchan, y que cobran aún más protagonismo que en su film anterior. Éstos van comentando en cierta medida lo que sucede en pantalla, o bien proporcionan el modo tonal. También la presencia de animales se multiplica, como metáfora del instinto de protección y las ansias de salvación y libertad que la chica proyecta en cariño hacia estas criaturas. Arnold construye una puesta en escena muy sensorial que intima con su protagonista. Pero aunque la historia evita los golpes bajos, la reiteración y la poca credibilidad se acaban adueñando de todo lo relativo a esa improbable troupe de vendedores a domicilio.
Las nuevas olas
Le parc, de Damien Manivel
Lo que comienza como una típica tarde de paseo por el parque entre dos adolescentes que están comenzando una relación se quiebra hacia la extrañeza en cuanto sus caminos se separan. Se produce entonces una fuga hacia la rarificación que, entre medias, nos depara una extraordinaria escena de plano único que trabaja con las posibilidades de las nuevas herramientas de comunicación. El film se ve poseído entonces por fuerzas y dinámicas misteriosas, quizás hipnóticas, reformulándose sobre la marcha, y su lógica (o falta de) nunca termina de fijarse. De hecho ese proceso de disolución de asideros argumentales acontece según la noche se apodera de las imágenes, y culmina con una casi total descontextualización geográfica, cuando la negrura abstracta envuelve a la chica. Es todo un proceso de liquidación del relato que Manivel ilustra con una sencillez visual apabullante.
Homo sapiens, de Nikolaus Geyrhalter
El hombre está de cuerpo ausente en este documental que parece hijo del rigor austríaco. Son sus obras, los restos que quedan de ellas, las que toman protagonismo. Siguiendo en alguna medida la estela de Ruinas de Manuel Mozos, todo tipo de construcciones abandonas y desechos van desfilando por las imágenes sugiriendo la poca racionalidad humana (el sapiens irónico del título). La puesta en escena, marcadamente cartesiana, nos depara unos muy cuidados planos estáticos en cuya composición predomina el punto de fuga central. De esta manera se consigue una interesante continuidad formal, al tiempo que se sugiere mecanicismo, un doble movimiento de responsabilidad y ausencia del ser humano en la construcción visual que encaja perfectamente con el contenido del film. Dentro del estatismo de la propuesta, la acción y la banda sonora la proporcionan los elementos naturales que de alguna manera reclaman el dominio sobre esos espacios abandonados. Agua y viento, también la recurrente presencia de los pájaros, son las naturalezas vivas que se oponen a las muertas. Si bien el riesgo de reiteración es evidente, termina prevaleciendo la fascinación por unos espacios a menudo insólitos en su estado, como ese bosque de lámparas o esos destartalados edificios que en su irrealidad se diría fueran maquetas.
Austerlitz, de Sergei Loznitsa
Loznitsa lleva sus cámaras en su último documental a los campos de concentración nazi abiertos al público. Su objetivo no es acercarnos la historia de lo allí sucedido, sino escudriñar a los visitantes, su comportamiento y reacciones. Para ello se vale de austeros planos fijos en blanco y negro de mucho minutaje y gran distancia focal que se abstraen de las instalaciones para poner el foco en la gente, cuyo discurrir por el cuadro dota a la película de un ritmo interno sorprendente a pesar del formalismo de su planteamiento estético. Como es habitual en su cine, Loznitsa realiza un extraordinario trabajo con la banda de sonido, que reconstruye por completo para ocupar un lugar privilegiado en la expresión audiovisual de la película, aunque se le ve un poco las costuras al doblaje de los guías. El film termina mostrando el carácter de parque de atracciones que en cierto sentido ha tomado la barbarie nazi. Resulta hasta inevitable que el paso del tiempo y la exposición al recuerdo de los horrores termine trivializándolos. Sí que somos testigos de algún momento muy aislado de conexión profunda entre el visitante y lo que está viendo, pero siempre se trata de experiencias individuales. También vemos gestos que, si en otro contexto serían inocentes, aquí se antojan casi obscenos, como el posado de una chica delante de unos hornos crematorios. Esta mirada sobre los espectadores situaría a esta obra como un elocuente contraplano del cine sobre el Holocausto que tanto ha proliferado en la historia reciente y no tan reciente del cine.
Voir du pays, de Delphine & Muriel Coulin
Lo que sucede en la guerra se queda en la guerra. Ésa es la obsesión de los mandos militares franceses que, después de una misión en Afganistán y en el camino de regreso a casa, se llevan a los soldados a un stage de tres días en un lujoso hotel turístico de Chipre para realizar una descompresión del estrés bélico acumulado. Vana ilusión en ambos casos. Los soldados no son robots que se puedan programar y desprogramar, e inevitablemente su traumática experiencia les persigue. Pero es que además, como sugiere la película, la guerra también está de alguna manera entre nosotros, en la violencia cotidiana de una sociedad de por sí problemática. E igualmente, la (por algunos) soñada profilaxis bélica está más lejos que nunca de realizarse, en un mundo globalizado en el que las consecuencias se materializan de forma bien visible, en el film por ejemplo a través de ese furgón con inmigrantes detenidos, una tétrica rima visual con el propio autobús de soldados. El hecho de que las protagonistas sean mujeres en una institución históricamente masculina sólo añade otro escenario de violencia potencial a esta película marcadamente antimilitarista.
The Student, de Kirill Serebrennikov
Parece que hay una cierta tendencia en el cine ruso, al menos aquél que sale al circuito festivalero, de tratar los muchos males de su sociedad contemporánea de su país desde la grandilocuencia. Tampoco es raro encontrarnos con la figura del padre ausente, una metáfora del estado emocional e ideológico post-soviético. De hecho, el adolescente devenido en fanático religioso que protagoniza este film vive con su madre divorciada, una mujer muy poco sutil e incapaz de erigirse en referente educativo. Es este vacío, extensible a las propias instituciones y quienes las manejan, aquí representadas por la escuela en la que estudia el chaval, el que llena la religión en su vertiente más fanatizada, que funciona como arma de agresión, quizás un mecanismo a la contra de defensa y autoafirmación ante un entorno social no asimilado. En todo caso, a pesar de no soportar un análisis serio, la contundencia de su discurso termina calando ante la tibieza del establishment educativo, huérfanos como el país en general de una dirección ideológica fuerte que les ha dejado inoperantes en la reflexión. La cita bíblica se convierte en la estrella dialéctica de la película mientras la cámara se abona al plano-secuencia siguiendo a los personajes. Resta la impresión de que éstos son también víctimas del discurso del director, peones útiles en su denuncia.