Polvo somos…
La primera secuencia de la película muestra el último paisaje que Luis XIV verá en vida, una imagen bella y en cierto modo irreal, que colisiona con el resto de la película rodada en interiores. Confinado ya en una silla de ruedas por una lesión en la pierna que empeora progresivamente, Luis XIV se verá postrado a partir de entonces en un lecho que será el de su muerte. Sutilmente Albert Serra irá demostrando el aislamiento inevitable al que el monarca se verá sujeto. Si en la segunda secuencia de la película tiene la opción de escuchar un concierto, ver a sus queridos perros, asistir a una celebración, ésta también será la última. Progresivamente, el rey irá viendo reducidos su movilidad, sus actos oficiales y sus relaciones personales hasta que, en los últimos días se limitarán a sus más íntimas relaciones, algún pertinaz arribista, el clero de alto rango y el equipo médico habitual, coprotagonista de este relato.
Serra nos ha acostumbrado a narraciones oscuras con espectaculares destellos de luz. La mística de Quijote en un contexto feérico, la fe de tres Reyes Magos en un paisaje prácticamente abstracto, la palpable amistad de un grupo profesional que trata de hacer una película. Son personajes aislados en medio de una tormenta de ideas de la que puntualmente pueden surgir grandes pensamientos y muestras de amor. Todas ellas, por otra parte, exigen del espectador un esfuerzo de contemplación para gozar de sus imágenes y pasarlas por un cedazo, intelectual y emocional, para aprehender determinadas frases, pensamientos o secuencias. En La mort de Louis XIV, Serra modula el ritmo, modula sus formas, para ofrecernos una obra bella e inteligente que satisfará a todos sus seguidores y que además puede ser asequible para los que eran hater de la misma. ¿Es ello meritorio o al contrario implica una reducción del nivel de exigencia artística de su creador? La mort de Louis XIV es un muy apreciable cambio en el camino de su autor. Apreciable por evidente. Apreciable por su buen nivel. Coproducción con Francia, como su largometraje anterior, hay sin embargo destacables cambios en la concepción de esta obra.
Hay que dejar claro, en primer lugar, que La mort de Louis XIV es un drama extremamente comedido, austero. Serra se manifiesta suave, evitando las salidas de tono, los exabruptos orales o visuales, evitando, incluso, los apuntes humorísticos que sazonaban obras anteriores. Aquí están limitados prácticamente de modo exclusivo a Lebrun, el personaje encarnado por Vicenç Altaiò, un charlatán de feria, que pretende sanar al Rey Sol con un brebaje basado en semen de toro y sangre de rana. No significa ello que la obra resulta aburrida o plomiza. Albert Serra disfruta con el montaje y en él da a la película una forma extremadamente mesurada y fluida. Y, aunque hay cierta semejanza argumental, no hay aquí la agitación que vivía en La muerte del Señor Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu; Cristi Puiu, 2005). Aquella repartía su interés entre la denuncia de unos kafkianos servicios de salud y el deterioro de un paciente que parecía ir muriendo a medida que era arrastrado a los círculos más profundos del infierno. Aquí la mirada contempla el progresivo desmoronamiento físico de un hombre. Un hombre despojado de su realeza y de todo símbolo de poder o riqueza. Un hombre como todos los demás, como todos nosotros. Serra observa como su cuerpo, ya rendido ante la enfermedad, queda postrado mientras aduladores, amigos, arribistas y médicos pululan en torno a él. Luis XIV trata de mantener su dignidad frente a ellos. Luis, el hombre, se desliza a una imparable decadencia que él mismo contempla con cierta resignación mientras los médicos observan impotentes como la Naturaleza sigue su curso. Toda la grandeza del Rey Sol no ha conseguido disponer de una ciencia capaz de salvar su vida. Serra podría haber contemplado a cualquier persona, a un albañil o un profesor de tenis (como el añorado y traspasado Lluis Carbó) pero se centra en el que fuera el hombre más poderoso del mundo. Quiere, seguramente, demostrarnos que “torres más altas cayeron”. Sin embargo se niega a emitir juicios morales, históricos o personales. Evita sarcasmos o ironías. Serra nos presenta la rendición última de una persona.
El progresivo despojamiento de las escenas en lo que se refiere a intervenciones externas o argumentos colaterales acompaña el avance de la enfermedad. Serra reduce al mínimo necesario las visitas de modo que el Rey queda aislado del exterior salvo por la atención médica, inoportuna, más rica en intromisiones que en soluciones. La muerte de Louis XIV en su sobriedad constituye una admirable muestra de cine clásico. El más moderno de nuestros cineastas contemporáneos recurre a una planificación tranquila, basada en una narración lineal y diálogos breves. Aun así, Serra no pierde la ocasión de interrogar al espectador. En una ocasión, cerca del final, con la mirada a cámara del monarca, confesando su rendición, pidiendo solidaridad del espectador. Y, en el último plano, tras la autopsia que revela un cadáver tan semejante a todos los demás, con la confesión del médico que se sincera ante todos nosotros y declara: La próxima vez lo haremos mejor… Esta ha sido excelente, Albert, pero no deja de ser una gran declaración de intenciones.