Un año más intentamos ser lo más completo que podamos permitirnos dentro de nuestras limitaciones (capacidad neuronal, colaboradores que han perdido la paciencia y no quieren saber nada de cine español, salud mental, de la otra) a la hora de dar cumplida cuenta del cine español estrenado en pantalla grande. Hemos conseguido reunir 54 comentarios (a los que pueden acceder directamente desde el combo que hay en el menú a la derecha de la página) que complementan, apoyan y, a veces, contradicen el artículo que lo encabeza. Esperemos que disfuten de este pequeño resumen de un año no demasiado convincente.
3 días, de F. Javier Gutiérrez
La arriesgadamente (por no parecer española) galardonada como mejor película en el festival de cine español de Málaga encuentra sus mayores virtudes en su fotografía y en ciertas ideas visuales, aunque su puesta en escena resulte a veces excesiva y a veces gratuita. El debut de Francisco Javier Gutiérrez plasma en imágenes cálidas el fin del mundo, al que los protagonistas parecen (y algunos son) ajenos, de modo que podría (y tal vez debería) haber contextualizado en su lugar en la final de copa sin demasiado impacto en la trama. No resulta creíble, por mucho que la venganza sea ese poderoso sentimiento que es, la historia de un tipo que se quiere vengar, narrado desde la perspectiva de sus posibles víctimas, teniendo en cuenta que el planeta estallará indefectiblemente en escasas ochenta horas, pues siempre habrá cosas mejores que hacer en ese tiempo a nada que se reflexione (me inclino a pensar que el hecho de que uno se escape de la cárcel cuando se entera de la inminencia del apocalipsis tendrá otras motivaciones). Y no ayuda la forma de narrarlo, con ese excesivo paternalismo en el personaje principal que se contradice completamente con el que nos han presentado previamente. Acierta, eso sí, eliminando a un personaje bastante insulso casi al comienzo, y desde ahí, y a pesar de todo, se ve con cierto interés esperando casi con más ganas a que se consume la venganza, ya puestos, que a que se presente el fin del mundo (y eso es una virtud), algo que, tarde o temprano, sabemos que será puntual como un buen reloj, no como lo otro, la venganza, que al final nos deja en un pobre veinticinco por ciento. Menos da un meteorito.
Por Sergio Vargas
8 citas, de Peris Romano y Rodrigo Sorogoyen
A estas alturas resulta bastante pueril descalificar un filme de episodios por su pretendida —e intrínseca, se quiera o no— heterogeneidad. Tratando de juzgar la obra que nos ocupa bajo los criterios que creo pertinentes (la calidad de cada uno de los cortometrajes y una cierta idea vertebral que se repite), lo cierto es que el resultado, sin ser loable, resulta curioso. Las tres mejores “citas” (la 1, la 5 y la 6, en mi opinión) suponen un buen resumen de la globalidad del filme. En la primera, una hermosa historia de aparente desamor se ve abocada a la mediocridad por ver de nuevo al Fernando Tejero de siempre, ya irremediablemente cansino; en la quinta se juega demasiado con los tópicos y también nos encontramos con una Adriana Ozores predecible, pero funciona su química con Miguel Ángel Solá y se plantea alguna idea original; y en la 6, es impecable el trabajo de los intérpretes y muy divertido el guión, aunque se alargue más allá de lo aconsejable. Y es que todo esto es la película: buenos trabajos interpretativos, otros olvidables; guiones ingeniosos vulgarizados por una dirección televisiva; buenas ideas junto a una excesiva previsibilidad.
Por Enrique Pérez Romero
Aparecidos, de Paco Cabezas
Vaya por delante todo nuestro respeto por los cineastas abocados por necesidad aldo it yourself, pero ya está bien de comulgar con ruedad de molino y reírles las gracias una y otra vez a los apóstoles del pajillerismo freak. Sí, sabemos que podrían recitar de memoria los diálogos de la primera trilogía de Star Wars y guardan inmaculada su colección de comics de Spider-man, pero eso no les convierte en buenos cineastas. Y es que cuando te has pasado la vida frecuentando o trabajando en videoclubs y luego coges la cámara puede pasar que te ensimismes en tus referentes (le ocurrió al chileno Nicolás López en Santos) o que seas capaz de digerirlos para ofrecer una película que respire con vida propia. Y ese, afortunadamente, es el caso de Paco Cabezas. El sevillano dio rienda suelta a su imaginería de serie B en el guión de Sexykiller, pero con Aparecidos ha decidido dar un valiente salto adelante. Cabezas aparca en su muy estimable ópera prima su devoción por Sam Raimi y compañía para fijarse en Kubrick y Spielberg, y le sale una historia de fantasmas atípica, sobria y elegante. Puede que en sus primeros minutos parezca que Aparecidos se va a abonar a los formulismos del cine de terror en versión efectista, pero la película de Cabezas vira con agudeza hacia el territorio de las road-movies y hasta incluye algunas gotas de cine político y social. No es perfecta y hay giros algo previsibles de guión, pero el sevillano los disimula con una factura visual impecable. Al contemplar, por ejemplo, los elegantes planos aéreos de las desérticas carreteras de la Patagonia, uno se sorprende de estar ante una ópera prima, que es, precisamente, lo mejor que se puede decir de una ópera prima.
Por Javier Pulido
Bienvenido a Farewell-Gutmann, de Xavi Puebla
Ocurre cuando se reiteran aproximaciones en torno a un mismo tema —las miserias de la “cultura” empresarial en el caso del cine español producido en los últimos años: Smoking Room (2002), El principio de Arquímedes (2004), El Método (2005), Casual Day (2007)—, que empiezan a surgir fruto de la confianza miradas verdaderamente revulsivas. Miradas que no se limitan, como las previas, a enunciar la cuestión ingeniosamente, sino que la reformulan de acuerdo con inquietudes personales y horizontes más amplios. Así, en el segundo largo del barcelonés Xavi Puebla (Noche de Fiesta), la pugna de tres ejecutivos por hacerse con un puesto directivo vacante en la farmacéutica donde trabajan adquiere, por mediación de un mefistofélico delegado de la empresa que valorará sus aptitudes respectivas para el cargo, tintes de un existencialismo tétrico lindante con el fantástico. Filiación a la que contribuyen las cualidades lúgubres de música y fotografía así como, curiosamente, la evidente modestia de los escenarios. Aun lastrada por cierta incoherencia en su discurso, incapaz de cribar entre aspectos críticos de alcance y lo anecdótico, Bienvenido a Farewell-Gutmann merecía más atención que la dispensada por público y medios con ocasión de su estreno.
Por Diego Salgado
Camino, de Javier Fesser
El tercer largometraje de Javier Fesser es toda una sorpresa para aquel espectador que así quiera verlo y desde luego se atreva a dejar atrás cualquier tipo de idea preestablecida sobre el cineasta o el tema que trata. No es tarea fácil. Sin embargo, el resultado de este esfuerzo (que puede no ser tanto, eso ya depende de cada uno) es descubrir un film valiente, valioso y vívido. Más allá del evidente (aunque tremendamente logrado) contraste que plantea el film entre los deseos reales de la joven protagonista y el supuesto estigma que se le atribuye, Camino es una tragedia trasmutada en cuento fantástico en el cual la imaginación surge como salida a una realidad imposible, desagradable, hostil: en las espléndidas fugas oníricas de Camino esta baila con su amigo Jesús, es perseguida por su ángel custodio o imagina al ratón que ha liberado correr por su casa… prolongación, deliciosamente kitsch, del estadio de inocencia a punto de dejarse atrás que prefigura con tanta precisión y sentimiento la breve escena (la cual recuerda no por casualidad a uno muy similar de El séptimo día, 2004, de Carlos Saura) en la que la niña baila en su casa una canción de Shakira. Este itinerario deviene idóneo para contraatacar, convivir mejor dicho, con un círculo familiar represivo, intransigente y fanático. Camino se expande y se preocupa en ofrecer una mirada humana de un mundo extraño, quizá por ello uno de sus instantes más emotivos, cinematográficamente excepcional, que sirve como perfecta síntesis de todo el film, es uno realista protagonizado por ambos padres en la capilla del hospital, que tras recriminarse su actitud mutuamente, se funden en un abrazo…
Por José David Cáceres Tapia
El cant dels ocells, de Albert Serra
Tras deslumbrar a propios y extraños con su primera incursión en el cine comercial, Honor de caballería (Honor de cavalleria, 2007) —donde el símbolo literario hispánico era despojado de su carácter mítico y trasladado a una experiencia en el umbral de lo narrativo—, Albert Serra da un paso más en su trayectoria y escenifica ahora la fábula de los Reyes Magos de Oriente en su búsqueda del niño Jesús. La aventura de estos personajes a la vez populares y misteriosos, de cuya existencia sólo testimonia un breve párrafo del Evangelio de Mateo, traza un fresco de mineral belleza donde los acontecimientos se recrean en base a un reencontrado primitivismo, incidiendo en el aspecto plástico y topográfico de la anécdota. En este film grandioso en su modestia, de hipnótico calado e inesperadamente divertido, casi deben disculparse arbitrariedades tan ingenuas como la de hacer declamar a José en hebreo moderno (!) mientras que los Reyes y la Virgen María se manifiestan en catalán del Ampurdán, generando por momentos una sensación de que «todo vale».
Por Jaime Natche
Carlitos y el campo de los sueños, de Jesús del Cerro
Intentar hacer cine infantil es muy complicado en un país donde los niños se hacen viejos demasiado pronto o nunca. Por eso tiene doble merito Carlitos y el campo de los sueños: por los niños y por los viejos. Por los niños porque no los toma por tontos ni por retrasados (ser niños es estar en su tiempo no por detrás del mismo) sino que los respeta y los entretiene sin pararse a cada momento en subrayados pueriles y gracietas de parvulario. Por los viejos porque recupera cierto regusto al cine no animado que hacía la Disney hace unos treinta años, fundamentando su propuesta tanto en la recreación de unos esquemas clásicos narrativos en desuso, como en la elaboración concienzuda de los roles secundarios. En ese aspecto destacan las interpretaciones de José María Pou y de un lisérgico Vicente Díez, que tendría que tener mucha más presencia en nuestra cinematografía.
Por Manuel Ortega
Casual day, de Max Lemcke
Tras la obra maestra El método (Marcelo Piñeyro; Argentina-España-Italia, 2005), nuestro cine aporta otra película importante en torno al mundo de las relaciones entre trabajadores y empresas privadas. Lemcke se muestra como un cineasta seguro y riguroso, que conforma un filme oscuro y meditado alrededor de un clima moral tenebroso y repugnante. Los actores componen con acierto (en especial, el magnífico Juan Diego) una serie de perfiles perfectamente reconocibles en nuestro entorno, y el filme funciona así en el doble ámbito de la metáfora estilizada y un cierto realismo social. Lástima que Lemcke no se atreva a llegar lo suficientemente lejos (sin necesidad de llegar a la vacua pedantería de qualité de Nicolas Klotz en La cuestión humana) en la puesta en escena, y que el tono sombrío no vaya acompañado de un mayor riesgo que desintegrara las figuras humanas del mismo modo que quedan desvanecidas las actitudes éticas. Una película notable que se sitúa entre lo mejor del cine español del año.
Por Enrique Pérez Romero
Cenizas del cielo, José Antonio Quirós
¿Cómo filmar la contaminación? ¿el humo negro que destruye nuestros paisajes? Si Ricardo Íscar se atrevió a entrar en la mina de Lumajo, en el valle leonés de Laciana, para filmar las condiciones de vida y de trabajo de los mineros en Tierra Negra (2005), José Antonio Quirós construye una historia coral alrededor de una central térmica en el valle Negrón (Asturias). Un lugar donde el paisaje y sus habitantes están en peligro por los efectos contaminantes de la central. Aunque la lucha ecológica del personaje principal, Federico (Celso Bugallo), contenga toda la fuerza de un gran personaje con grandes motivaciones (su mujer murió a causa de la contaminación), Quirós peca de exceso al hacer bailar a su alrededor a otros cinco personajes quienes, a su vez, desarrollan sus propios dramas. Así las cosas, la película ofrece un planteamiento más próximo a las teleseries de producción nacional que a una película que se comprometa verdaderamente con los problemas del medio ambiente. Un ejemplo que nos hace dudar sobre el verdadero origen del deseo de filmar el humo negro.
Por Anna Petrus
Cobardes, de José Corbacho & Juan Cruz
Después de la buena recepción crítica y de público del primer largometraje de la pareja Corbacho-Cruz, Tapas (2006), se esperaba con expectación su segunda película, más aún tras conocerse el tema a tratar, desconocido para el cine, pero de demoledora actualidad: el bullying. La respuesta crítica fue demoledora…, pero ni su ópera prima era tan buena, ni Cobardes es tan insuficiente. Cinematográficamente, Cobardes tiene más recursos, no se basa tanto en la brillantez del diálogo y la construcción de los personajes de Tapas, que ocultaban una misérrima puesta en escena. Aquí, hay gestos, miradas, silencios, y un buen trabajo en los hábitos sociales de los adolescentes que permiten vislumbrar alguno de los problemas de las relaciones entre éstos y su entorno. Eso, bien trabajado, se muestra en la primera mitad de la película, un retrato social que toma como eje a dos jóvenes, el maltratado y el maltratador y su esfera familiar y, a través de ésta, la social. Pero la segunda mitad, los directores pretende construir una película de tesis, una respuesta a algunos de esos problemas y destruyen lo anterior para mal construir un ejercicio de crítica en donde el comportamiento del joven protagonista cambia para ejercer de ángel justiciero.
Por Rafael Arias Carrión
Los crímenes de Oxford, de Alex de la Iglesia
Lo reconozco: aborrezco con toda mi conciencia «Pluton BRB Nero». Veo en ella un temible acto de contrición de un artista hacia un montón de frikis que le niegan una preciada evolución, una penitencia autoimpuesta mediante la resurrección de zombis fílmicos, un martirio que se sostiene en la cutrez formal y en la recuperación de la marginalidad de Acción Mutante. Claro que seguramente Alex de la Iglesia no estaría de acuerdo. Más no importa porque yo vindico su apasionante Los crímenes de Oxford, película muy moderna que aparenta clásica (y puede confundir), arriesgadísima obra repleta de agujeros que muchos han visto deliberadamente compacta; película de matemáticas tan matemática que se viene abajo en sus soluciones porque las matemáticas ya no valen para descifrar el mundo que nos rodea. De la Iglesia madura pero no se estanca, y se va a Inglaterra a rodar una película conservadoramente británica (en su forma), del mismo modo que en Perdita Durango se marcó su “peli de la frontera”. Con Los Crímenes de Oxford, De la Iglesia ha compuesto su particular Zodiac, y su película comparte estreno con otras que se rinden al darse cuenta que el cine ya no puede explicar la vida. Un puñado de personajes buscando soluciones en una trama que se va abriendo y que se ¿clausura? con la verdad del año: la amarga imposibilidad de unir todas las piezas que dan sentido a nuestra realidad.
Por Roberto Alcover Oti
La crisis carnívora, de Pedro Rivero
Film de animación realizado con las tecnologías de Adobe, Flash, After Effects y Photoshop, que se aleja de las convenciones habituales del género desde el momento que no está destinado al público menudo y tiene una extraña filiación gore con un humor muy peculiar, que, primero, proviene de una canción del programa “La hora chanante” (Paramount Comedy, 2002-2006), “Hijo de puta más”, y a continuación, cuando no a la vez, de la personalidad de los cómicos que prestan sus voces a los personajes: Enrique San Francisco, Pablo Carbonell, Pedro Reyes o el propio Joaquín Reyes (uno de los creadores de “La hora chanante”). Con estos mimbres La crisis carnívora propone una historia desfasada y excesiva en el que hay mucho “hijo de puta” por medio y en el que desventuradamente las soluciones visuales (de los diseños a los colores pasando por los fondos) son una contradicción: convencionales, repetitivas, chatas.
Por José David Cáceres Tapia
Los cronocrímenes, de Nacho Vigalondo
Había muchas esperanzas (no solo expectativas) en el primer trabajo largo del célebre Nacho Vigalondo. Los cronocrímenes confirma el talento potencial de su responsable, pero a mi modo de ver no es más que una continuación de lo expuesto anteriormente sin que se denote un mayor desarrollo de ideas o una amplificación de las mismas. Quizá el cine de Vigalondo es sólo esto. Aunque suficiente (o incluso sobrado) si se acude a la comparación, decepcionante si pensamos lo que siempre se ha venido asegurando y augurando del cineasta cántabro. Los cronocrímenes parte de una idea brillante resuelta con habilidad, pero que, sin necesidad de pararnos a pensarlo detenidamente, es mínima, simplona por momentos. También es gratuita, pero esto no es tan relevante: al contrario de la opinión generalizada considero que no estamos ante un buen guión y sí ante una interesante realización, en el que destacan la planificación de las escenas correlativas y la distribución de las imágenes reveladas.
Por José David Cáceres Tapia
Déjate caer, de Jesús Ponce
Insustancial film que aunque molesto no deja ninguna mella. Insustancial por su limitado alcance del dibujo, con aspiración costumbrista y realista, prefabricado de personajes y situaciones que realiza, en el que todo resulta insignificante, elemental o, en el mejor de los casos, ya visto. Molesto por su incongruente discurso, a la postre reaccionario y ramplón (el desenlace parece un sermón sobre la necesidad, irrenunciable, de tener que hacer algo con tu vida, como se suele decir, de provecho), por su tramposa descripción de lo andaluz (con actores por cierto que no son andaluces ni tienen el menor interés en disimularlo o lo hacen de forma lamentable) que lleva el tópico hasta convertirlo casi en insulto como muestra de forma alarmante las dos escenas, prácticamente calcadas, en el hospital con ese médico tan gracioso con muchas ganas, cómo no, de irse al bar. Sin embargo y por fortuna, Déjate caer no deja mella alguna: está tan ingenuamente escrito (si bien hay diálogos conseguidos, pero aislados de la narración), dirigido (sin voluntad estilo, pero sobre todo sin intención… la que sea) e interpretado (en líneas generales, aunque podríamos salvar el desparpajo de Ana Cuesta o las tablas de Juan Motilla) que se olvida con demasiada facilidad.
Por José David Cáceres Tapia
Diario de una ninfómana, de Christian Molina
Dada la creciente normalización social del porno, objeto ya de chanzas abiertas en los medios y la calle y accesible en sus vertientes más disparatadas hasta para un bebé que atine a manejarse con el ratón, entristece constatar que todavía hay público y censores para cosas como Diario de una ninfómana, revuelto de lencería fina y filosofía de tocador basado en el prototípico bestseller calientabraguetas que hace cinco temporadas le tocó firmar a una tal Valérie Tasso. Tasso y, por extensión, el director Christian Molina nos aburren con las correrías carnales de un supuesto alter ego de la escritora, Val (Belén Fabra), que necesita pasar por cuarenta y cinco empleos temporales de sus labios mayores y menores en otros tantos escenarios IKEA y Casa Decor para descubrir(nos) que ha sido una «mujer promiscua» porque necesitaba encontrar «placer, reconocimiento, autoestima, amor y cariño». Tanto revolcón y se nos deja vírgenes las neuronas. El erotismo es otra cosa, que dirían Cronenberg (Crash), Polanski (Lunas de hiel) o Bertolucci (El último tango en París). Para colmo de absurdos, resulta infinitamente más interesante que la pavisosa y relamida protagonista su inhibida amiga Sonia, encarnada por la adorable Llum Barrera.
Por Diego Salgado
Dos miradas, de Sergio Candeal
La propuesta del director de Dos miradas parecía, a primera vista, sugerente. Con apenas esbozos de lo que pudiera ser un guión como pieza narrativa, Candeal decide realizar una película donde los diálogos son mínimos, busca dos actrices y las coloca en un paisaje desértico y todo se desarrolla en un día, en donde todo (o nada) sucede, en donde uno intuye (o se imagina) el pasado de las dos mujeres protagonistas. De esto, evidentemente, nace una película en donde el espectador ha de implicarse. Durante un largo día, en las tierras desérticas de San Pedro de Atacama (Chile), dos mujeres tienen un encuentro sexual (¿el primero?, ¿el último?, sin que sepamos nada más). A partir de ese momento, una de ellas huye (o corre mucho), y van naciendo una serie de sucesivas escenas sin apenas diálogo, son estampas de la vida cotidiana: la marcha de una de ellas, su vuelta, los cuerpos pegados y despegados bajo la tenue luz del atardecer, los objetos inertes. Todo ello es, me parece, un juego por parte del director de ofrecer un cúmulo de imágenes, especialmente paisajes (naturalezas muertas), como pudieran serlo los cuerpos de la pareja protagonista, junto a silencios, ruidos. ¿Cuenta algo más? No lo sé.
Por Rafael Arias Carrión
Ellos robaron la picha de Hitler, de Pedro Temboury
Una trama en la que un grupo de descerebrados skins urde un plan para sustraer el miembro incorrupto de Hitler para fabricar un ejército de clones sólo podría salir de la mente de un Jess Franco pasado de anfetas o de su heredero directo, Pedro Temboury. En su segunda película tras Karate a muerte en Torremolinos, el malagueño mantiene intacta su falta de pretensiones y de prejuicios para seguir firmando y filmando el cine que a él le gustaría ver: pura y orgullosa serie Z en la que caben científicos locos, amazonas biónicas y música surfera. La inclusión de efectos digitales le ha permitido en esta ocasión sacar de nuevo una producción en condiciones casi imposibles (30.000 euros y 20 días de rodaje) y que además el invento luzca más y mejor, aunque habrá quien se queje de que Temboury se haya preocupado hasta de cuadrar los encuadres. No, no hay que preocuparse, no se nos va convertir en un cineasta coñazo. Lastima que al querer homenajear al humor más zafio del cine de Pajares y Esteso la cinta se abandone en exceso a la escatología y el torrentismo.
Por Javier Pulido
Enloquecidas, de Jozquín Oristrell
Dentro del preocupante estado en el que se encuentra el cine español actual, hay un género que, en la gran mayoría de los casos, se lleva la peor parte: la comedia. Pocos son los films pertenecientes a este campo cinematográfico que logran salvarse aunque, cuando ello ocurre, la sorpresa resulte más que estimulante. Enloquecidas es, desde luego, uno de ellos. Si bien es cierto que no se trata de una obra perfecta (ni muchísimo menos) es una pieza fresca y dinámica cuya falta de ambiciones se convierte en la mayor de sus virtudes. La película parte de un guión escrito con cierto ingenio que, si bien pierde gas en sus últimos diez minutos, posee momentos verdaderamente conseguidos (en general, todas las conversaciones entre Verónica Forqué y Silvia Abascal) y un conjunto de personajes que destilan originalidad y coherencia. Todo ello dentro de la línea de locura que el film adopta y que sabe transmitir con solidez. Las magníficas interpretaciones de los actores (en especial una espléndida Concha Velasco) y la certera dirección de Iborra hacen que el film no decaiga jamás y que, incluso en los momentos menos brillantes, existan detalles que conserven el ingenio de todo el conjunto. Enloquecidas es, en definitiva, una digna comedia situada a un nivel muy superior a lo que, habitualmente, ofrece el género en este país.
Por Joaquín Vallet Rodrigo
El espíritu del bosque, de Juan Carlos Pena y David Rubín
El cine de animación vuelve a recuperar a los personajes de El bosque animado, película animada que en 2001 adapta la novela homónima de Wenceslao Fernández Flores. El estudio de animación Dygra Films logró en aquella ocasión alzarse con el premio Goya al mejor largometraje de animación. Este año de nuevo repite nominación con esta nueva aventura de dibujos para los espectadores más pequeños, con un mensaje de preservación medioambiental y con una mala malísima que es, junto al dibujo de los árboles, lo mejor de la cinta. Actores tan populares como Luis Merlo y María Adánez encabezan el doblaje en España y para los países anglosajones es Angélica Huston (El honor de los Prizzi), Ron Perlman (Hellboy), Sean Astin (El señor de los anillos) y Giovanni Ribisi (Cold Mountain) los actores encargados del doblaje internacional.Todo un lujo. Aprovecho la ocasión para recomendar si aún no la han visto, El bosque animado, la estupenda adaptación que José Luis Cuerda realizó del libro de Fernández Flores con guión del maestro Rafael Azcona.
Por Natalia Vías
Eskalofrío, de Isidro Ortiz
Teníamos Tesis. Teníamos Los sin nombre. Teníamos Intacto. Joder, hasta podríamos decir que teníamos El orfanato. Y así, el cine español empezó a creer en el cine de género, bueno, en el del thriller, básicamente. Y la fe mueve montañas. Con vientos que al final acaban trayendo tempestades. Y tempestades que desencadenan naufragios. Eskalofrío es uno de los más sonados de este 2008 español. Un aparentemente cuidado producto –una buena fotografía de ‘look’ publicitario siempre ayuda- que se desvela efectista y carente de personalidad. Más allá de la lamentable escritura y unos actores en estado de desgracia (hasta Francesc Orellá, uno de los escasos con nivel), destaca que una película de esta clase no tenga emoción alguna, entre otras cosas, por un ritmo y una estructura defectuosos que llevan irremisiblemente a matar el misterio. Desarrollos dramáticos injustificados, flashbacks explicativos, una línea argumental amorosa metida con calzador. Los mejores tics de los peores thrillers.
Por Carlos A. Sambricio
El infierno vasco, de Iñaki Arteta
Pude ver este documental en su presentación dentro del marco de la Seminci a que contó con la presencia de algunos de los entrevistados y el propio realizador, los cuales expusieron sus razones o experiencias personales alrededor de su participación en el proyecto y del complicado tema tratado: el conflicto vasco, en este caso desde la perspectiva de personas (periodistas, policías, profesores, empresarios…) que decidieron abandonar su tierra porque el día a día se había convertido en imposible: por ejemplo presiones de un entorno hostil (conjugado con el silencio del miedo) o exigencias directas del entorno etarra (para pagar el llamado impuesto revolucionario). Esa presentación fue, sin querer, un elocuente reflejo de lo que ofrece El infierno vasco: una serie de testimonios sinceros que tratan de trasmitir un problema que difícilmente se puede entender del todo si no se ha vivido así o no se sabe bien que quiere decir exiliarse; pero sin matiz alguno, sin la posibilidad de tener una visión ampliada y extensa del escenario real. El film en sí mismo, más allá de algunos casos interesantes, como el de la profesora de inglés que tuvo que marchar presionada al no utilizar en sus clases (de lengua inglesa) el euskara, destaca, desventuradamente, por su discurrir apático y repetitivo, desprovisto de un auténtico hálito cinematográfico.
Por José David Cáceres Tapia
Gente de mala calidad, de Juan Cavestany
Alguien escribió que “la ignorancia de la culpa no excluye, ni mucho menos, el delito”. Pero, ¿es esto cierto? ¿Hasta qué punto el desconocimiento de la repercusión de nuestros actos nos puede librar de la carga moral que ellos conllevan? ¿Puede salvar la falta de conciencia al ejercicio de la maldad? ¿Se puede hacer el mal sin desearlo, nos libra de la culpa, o en cualquier caso, nos exime del ejercicio expiatorio? De todas estas cuestiones tan profundas y nada veniales, tan arraigadas a una generación que ha perdido la moral por el tragaluz de su conciencia, nos habla Juan Cavestany en la (vilipendiada y ya olvidada) Gente de mala calidad. Cavestany, cronista del loser, ensayista de la clase baja (económica) y de la clase aún más baja (moral) nos presenta – a modo de un Todd Solondz o Jared Hess patrio- un abanico de personajes que se tiran toda una película haciéndose daño sin darse ni cuenta, hundiéndose en la miseria propia y ajena, lavándose las heridas con la sangre de un prójimo que está tan infectada como la suya. Porque no hay redención ni rastro de luminosidad en su fauna de (intra/extra)rradio, y el camino de la culpa se salda en un simulacro de viaje tropical. Y atentos a Cavestany nuevos popes de la comedia: puro “posthumor” cañí, de ese que convierte tus arterias en escarcha mientras tu sonrisa se congela de camino a los párpados.
Por Roberto Alcover Oti
Lo mejor de mí, de Roser Aguilar
Opera prima de Roser Aguilar, Lo mejor de mi es una película clara, sencilla y diáfana tras la que intuimos un talento que desea madurar y que al mismo tiempo no quiere esconderse de algunas de sus debilidades. Una cualidad que la convierte en una película francamente honesta, algo difícil de encontrar en el cine que se produce en nuestro territorio. A través de la historia de un trasplante de riñón entre dos jóvenes enamorados, Aguilar cuestiona los límites del amor, de lo que estamos dispuestos a dar y de lo que somos capaces de recibir y de cómo las cosas no son nunca como hubiéramos querido. Aún así, la cineasta sitúa la película en el terreno del drama en lugar de aprovechar las posibilidades trágicas del personaje principal, Raquel. Al introducir el desliz del novio como punto de arranque para explicar la llegada a la madurez de la protagonista, Aguilar pierde la oportunidad de convertir su película en una reflexión sobre el amor sublime y la contemporaneidad. Lejos queda pues de aquella Gertrud de Dreyer (1964), aunque quizás ahí radique su conmovedora sencillez.
Por Anna Petrus
El menor de los males, de Antonio Hernández
Antonio Hernández, autor de las muy loables Lisboa y En la ciudad sin límites, podría pasar por el tío que mejor sabe dirigir en este país, entendiendo esto como tomar el pulso de una escena como quien no quiere la cosa y conseguir que salten chispas entre los actores, de no ser por su, supongo que innata y por tanto inevitable, tendencia al doble salto mortal sin hinchable de protección por medio. Bienvenida sea esa capacidad de riesgo en un momento tan dado al más que cómodo encasillamiento —cómodo para el espectador, pero también, uy, para muchos actores y realizadores—, del que es buena muestra este thriller de turbia atmósfera, indisimulada inclinación política, negrísimo sentido del humor y muy tramposo (casi siempre, para bien) desarrollo. Y bienvenido sea dejar atrás al Hernández de la académica pero insatisfactoria Los Borgia, para cambiarlo por el añorado viejo zorro con mirada clínica que nos vuelve a seducir contándonos lo que mejor sabe: una historia de secretos, mentiras y trastiendas vergonzantes, con diálogos sucios y sexo aun más sucio (homenaje inconfeso a La frígida y la viciosa incluido: ¡ay, ese libidinoso tapete verde!), pero con las formas de un cuento clásico con la familia origen, remedio, infierno y refugio. Estupendas Carmen Maura y Verónica Echegui, pero sobre todo Roberto Álvarez en la piel de un político tan corrupto como dolorosamente humano, y la oportunidad de descubrir a Marta Berenguer, tal vez una de las presencias más inquietantes de nuestro cine, en un papel secundario a medida. El fracaso de taquilla y el desconcierto de la crítica no hizo más que confirmar la peculiaridad de una película tan irregular como bendecida por un corazón puro e insobornable, y (¿hace falta repetirlo?) dirigida con mano de oro.
Por Pablo Vázquez
Un millón de amigos, de Fernando Merinero
¿Quieres 1.000.000 de euros o un millón de amigos? Para Javier Jurdao la respuesta a día de hoy es rápida: un millón de amigos. Este malagueño, que trabajó como guionista en televisión y llegó a vivir a todo tren con piso alquilado en Torre Madrid incluido, en la actualidad no trabaja, tampoco tiene casa y desde luego está sin blanca. Por convicción. Como experimento personal, recuperando tal vez aquellos ideales en los que creyó en un momento de su vida. Su padre, Francisco Jurdao, prestigioso economista con siete doctorados, de posición completamente desahogada, está realizando su propio experimento alrededor de las mujeres que conviven con él: escribe la novela “Tablero de damas”, donde nos dice él es el tablero. Con estos elementos el veterano Fernando Merinero realiza un documental descacharrante e inaudito que de venir firmado/producido por otros nombres a buen seguro que hubiera tenido un eco bastante mayor del que ha tenido. Y aunque no se trata de un film excelente, a causa sobre todo de una excesivamente desaliñada y plana realización, Un millón de amigos es una propuesta atractiva que invita a la reflexión, estimula la observación, y se diría juega con nosotros tanto como con los protagonistas de su discurso (elemental, paradójico, áspero)… Una brillante rareza.
Por José David Cáceres Tapia
Mirando al cielo, de Jesús Garay
Ejemplar trabajo de documentación y recreación de Jesús Garay sobre un hecho, que puede parecer perdido entre las cifras y la falta de memoria. No hace tanto que los aviones no surcaban los cielos, bien transportando personas, bien destruyendo con bombas numerosas poblaciones y masacrando a sus moradores. Uno de los momentos notables de las elecciones que llevaron al poder a Adolf Hitler a Alemania en 1933 fue la utilización del avión como medio de transporte. De esta forma, Hitler conseguía estar en el mismo día en varios lugres muy distantes. El mensaje de propaganda, leído en los periódicos, era claro: era alguien que podía estar en todos los sitios. La guerra civil española fue germen y fin de muchas cosas. Una de ellas, la que retrata este documental, es el uso de la aviación como forma de arrasar poblaciones. ¿Qué significado tuvo esto? Fue el fin de la guerra entre soldados. Ahora todos, civiles y militares, eran objetivos. Si miramos cualquier noticiario nos daremos cuenta de que nada ha cambiado, por desgracia, desde entonces.
Por Rafael Arias Carrión
Nadar, de Carla Subirana
El primer largometraje de Carla Subirana es un interesante modelo de work in progress, que parece fomentado por la inclusión como médium de Joaquín Jordà: Subirana fue en 2006 una de las operadoras de la última película de Jordà, Más allá del espejo. La intencionalidad primera de la directora era, por lo que presentan sus imágenes, iniciar una búsqueda, la de su abuelo, del que sólo sabía que fue fusilado en 1940, y del que su abuela nunca ha querido hablar. La abuela, poco a poco, va perdiendo la memoria debido al Alzheimer, lo que resulta un acicate para “poner rostro a su abuelo”. Ese germen se va convirtiendo en un trabajo en donde la investigación va dando forma al relato, y donde germina una forma de autobiografía familiar. Si al principio es el personaje de la abuela, desde el presente, la que tiene más fuerza, según el abuelo va cobrando forma, ella que queda difuminada, como su memoria, momento en que la madre de Carla inicia esa travesía sin retorno, también con el Alzheimer de por medio. Lo que, después de este periplo queda, es una preciosa contradicción: mientras, por fin, ya se ha puesto rostro a Joan Arroniz, seguirá siendo un desconocido, perdido en los entresijos de la memoria familiar, perdido en los libros, de Historia, de memorias, de relatos…
Por Rafael Arias Carrión
Nevando voy, de Maitena Muruzábal y Candela Figueira
¿Y si una compañía fuera humana? ¿Y si el humor fuera una terapia? ¿Y si las cadenas fueran liberadoras? Cuestiones ingenuas de una película ingenua, esta Nevando voy, una pequeñita ópera prima de la española Maitena Muruzábal y la argentina Candela Figueira que se proyectó este año de manera limitada en nuestros cines gracias a su buen hacer festivalero. Las cineastas pusieron cariño y corazón en un retrato laboral que muestra la honestidad por bandera. Un caluroso mimo en un frío y desnaturalizado mundo. Con una puesta en escena meramente aceptable y un regusto amateur en la realización —en parte justificado por su más que precario presupuesto—, somos imbuidos en un mundo cotidiano donde la nieve no nos incomunica sino que nos une y nos conecta con cadenas donde nosotros, eslabones humanos, decidimos nuestra felicidad. Cine independiente reivindicable. Sin ambiciones pero sin clichés. Amargo y dulce. Blanco.
Por Carlos A. Sambricio
Un novio para Yasmina, de Irene Cardona
Para lograr una película de interés hace falta algo más que voluntarismo y algunos ingredientes adecuados. El primer largometraje de Irene Cardona posee ambos elementos, pero absolutamente nada más: muy buenas intenciones al intentar narrar, desde el ámbito de la comedia, una simpática historia de integración social; y, sin duda, componentes que funcionan, como la mayoría de las interpretaciones. Pero, como digo, se trata de mimbres absolutamente insuficientes para reflotar un filme repleto de tópicos desde su guión, realizado con una puesta en escena despersonalizada y sin fuerza, fotografiado con la confianza de que el realismo consiste en la ausencia de estilo, y aderezado con una música directamente indigna de un trabajo profesional. Sin duda, los premios y reconocimientos provienen de la necesidad que el cine español tiene, simplemente, de propósitos loables, aunque sea con resultados fallidos.
Por Enrique Pérez Romero
Un poco de chocolate, de Aitzol Aramaio
Una de las óperas primas que ha dado el cine español en 2008 es esta rancia y aburrida historia armada sobre aquello que ya se fue (el pasado de Lucas y María, dos viejos hermanos que han dejado muchas cosas atrás) y lo que está por venir (las búsquedas de Marcos y Roma, dos jóvenes que acaban encontrándose). Repleta de innumerables lugares comunes y de un negligente tono relamido, Un poco para chocolate no consigue mostrar emoción, dolor o alegría como reclaman tímidamente sus imágenes y los personajes. Por ejemplo, la idea, potencialmente buena, de integrar en las imágenes del presente a los muertos no funciona cuando se convierte en un recurso repetitivo y no existe ningún rigor (los reencuentros entre Lucas y su novia de entonces tienen lugar en el pasado ¡!) en su formulación que carece, para más inri, de la capacidad para transmitir sensaciones. El film ni siquiera se salva por la labor del reparto: con excepción del buen hacer de Julieta Serrano, debe lidiar con dos intérpretes, Daniel Brühl y Bárbara Goneaga, aquí muy mediocres, y un Hector Alterio inflado, cargante.
Por José David Cáceres Tapia
El prado de las estrellas, de Mario Camus
Mario Camus no ha tenido excesiva suerte con la crítica española y, como suele ser desgraciadamente habitual, ha experimentado fuera un éxito negado dentro (Berlín, Cannes, Montreal, etc.). Su último filme no es una excepción y, aunque no se trata de una obra excelente, no merece en absoluto ni la indiferencia ni el desprecio con que fue acogida. El prado de las estrellas es una película escrita con mimo, rodada con precisión y montada con rigor. En sus fotogramas importan las palabras. Importan y pesan, al contrario que en buena parte del cine contemporáneo. Cobran relevancia también los silencios y los sonidos; las miradas y las sonrisas. Es un filme construido con paciencia que requiere la paciencia del espectador, pero no abusa de ella. Tiene fallas y fallos: algunos personajes secundarios demasiado frágiles, ciertos diálogos impostados en exceso. Pero lo mejor y peor que tiene es que se trata de un filme de otro tiempo sobre algunos rincones escondidos de nuestra época, destinado a quienes no se pasan la vida viendo películas (o haciéndolas, o criticándolas), ni a los que viven entre su hogar y la oficina sino, más bien, a quienes salen a la calle, a los bares, a los prados, a quienes miran a las estrellas. Pero entonces, ¿tiene público objetivo este filme en nuestra contemporaneidad?
Por Enrique Pérez Romero
Pretextos, de Silvia Munt
Para sus responsables Pretextos gira alrededor de su título: cada uno se agarra a un pretexto o aun a varios para poder seguir adelante, para sobrevivir. Pienso que aunque obviamente esta descripción está presente al menos en los personajes con mayor peso y hasta uno de ellos, Ricky, se refiere explícitamente a los pretextos aunque de forma un tanto irónica, el film se proyecta hacia otras lecturas, algunas de ellas menos previsibles y más interesantes que lo que entrega teóricamente esa idea de partida. Esto es, Pretextos proporciona multitud de trazos, no todos igual de conseguidos o suficientemente explorados, que enriquecen un recorrido muy cerrado sobre sí mismo. La mayoría provienen de la angustia que muestra sus imágenes, de la atmósfera opresiva de la narración. Otras tienen que ver con aportaciones en crudo del guión. El resultado es un film desigual que bascula entre esas buenas ideas y una mal entendida gravedad que recarga diálogos, situaciones y símbolos hasta el ahogo.
Por José David Cáceres Tapia
Prime Time, de Luis Calvo Ramos
No es la primera vez que el cine español reflexiona acerca de los mecanismos que posibilitan la existencia de “dudosos” programas de televisión. Si en la olvidada El Elegido (1985), el personaje interpretado por José Luis López Vázquez era sometido a humillantes situaciones en un concurso demencial muy en sintonía con la posterior El Show de Truman (1998), el debut en el largo de Luis Calvo Ramos parece recoger el testigo de la primera a la hora de criticar el envenenado y deprimente panorama catódico nacional. Pena que esta muy vulgar aproximación al medio y las demoníacas formas que lo fagocitan destroce por completo cualquier análisis serio y respetuoso a tan suculento objeto de atención. Prime Time es desastrosa y negligente como ejercicio de género —en apariencia un thriller de contornos claustrofóbicos destartaladamente filmado—, y su presunta sátira, sobre los mass media en general y los reality-shows en particular, tosca y grimosa. En realidad, tan chabacana como la televisión a la que intenta aleccionar.
Por Óscar Pablos
Proyecto Dos, de Guillermo Groizard
Que un personaje de Proyecto Dos se apellide Eldrich trae a la memoria al autor de “Los Tres Estigmas de Palmer Eldritch”, Philip K. Dick, cuyas paranoicas narraciones bien podrían haber influido en esta intriga fantacientífica con déjà vu, organizaciones secretas, clones argentinos y esposas tan prefabricadas como la Sharon Stone de Desafío Total. Por desgracia, en este caso hablaríamos del Dick último, hasta arriba de mescalina: el guión es un auténtico galimatías, del que ya daba cuenta un afiche de la película repartido en su momento a la prensa en el que la sinopsis incluida ocupaba ¡setenta líneas! Y el debutante Guillermo Groizard no viene a subsanar el estropicio, distraído en un frenesí de tics televisivos que encantaría a los seguidores de CSI: Miami. Proyecto Dos se integra en el espectacular sarampión de género de que se ha contagiado el cine español en los dos últimos años, y que en líneas generales no ha aportado nada que no haya facturado antes y mejor la industria USA. Aunque sus muestras representativas puedan contribuir a que multicines y cadenas de televisión cubran determinadas cuotas de pantalla con más garantías de audiencia que El cant dels ocells. O no.
Por Diego Salgado
El rey de la montaña, de Gonzalo López-Gallego
La producción nacional no acostumbra a decantarse cuando transita por los caminos del thriller de acción por su vertiente más abstracta y moral. Las elecciones responden más, por norma general, a una filiación estética antes que a una convicción narrativa o una determinada elección dramática. Ahí es donde destaca entre el panorama cinematográfico de este 2008 la propuesta de López-Gallego. Parece que la construcción de este survival (me parece que ahora se llama así) viene antes determinada por una reflexión de índole moral, que el cineasta plantea/comparte con los espectadores, que por un mero posicionamiento estético. Este pequeño pero decisivo ‘movimiento’ provoca que la propuesta trascienda más allá del mero ejercicio de ejecución, conectándola además con intereses comunes a la cinematografía global. El film se desarrolla con brío e intenciones, amén de una saludable economía de medios (figuras+paisaje), que hacen que perdonemos sus puntuales deficiencias narrativas e interpretativas.
Por Ángel Santos Touza
RH+, el vampiro de Sevilla, de Antonio Zurera
España, que nunca ha sido una potencia de la industria de animación, está intentando recortar diferencias con los países de vanguardia, aunque normalmente a base de copiar fórmulas y estéticas ajenas. Lo curioso de este ‘RH+’ es que no busca parecerse ni a Disney, ni a Aardman, ni a Ghibli. Con menos talento y presupuesto que las imitaciones, se posiciona en un curioso reducto provinciano. Acento andaluz y muchos guiños a las realidades sociales salpican la obra de Antonio Zurera, que cumpliría, de hecho, las bases de nuestra socializada industria española, aunque finalmente sería descalificada por su humor irreverente y, bueno, por tener vampiros de dibujitos. Para muchos, cine social debe ser y sólo puede ser el registro Loach. Haciendo humor de los problemas cotidianos españoles, la estética parece sacada de una aventura gráfica de Péndulo Studios. Como tal, descansa en el gag –de trazo grueso, eso sí- y la labor de puesta en escena es casi inexistente. En un momento histórico donde vemos los resultados de la especulación inmobiliaria, este título se erige como representación de esos vampiros que son más peligrosos que los de colmillos.
Por Carlos A. Sambricio
El rumor de la arena, de Daniel Iriarte y Jesús Prieto
Con apenas 3.000 euros, Daniel Iriarte y Jesús Prieto han tratado en menos de hora y media resumir, condensar, explicar, dar a conocer, la historia del Sahara Occidental, nación sin Estado, desde que España se olvidara de ella en los estertores del franquismo. Evitan la abstracción o el didactismo enciclopédico, y trazan una mínima pero sugerente apuesta emocional, el reencuentro de dos hermanos, que llevan treinta años sin ver a su hermano. Es esa tensa espera la que permite el discurso, nacido de la crueldad de vivir en un campo de refugiados en pleno desierto argelino. Entre sus imágenes surgen las voces de escritores como Javier Reverte, periodistas como Tomás Bárbulo o Ali Lmrabet, políticos como Josep Piqué, Gaspar Llamazares, actores directos de la contienda como Mohamed Abdelaziz (presidente de la RASD) o Jaime Perote, último soldado español que salió del Sahara, para retratar a una generación perdida entre dunas y refugios, entre balas y silencios políticos, vidas obligadas a vivir en los llamados campos de refugiados, lugares indeseados, y en donde una de las prioridades sociales parece ser ahora, tres décadas después, más que la lucha política, la búsqueda de unos medios de vida dignos, la necesidad de vivir una cotidianidad, la posibilidad de vivir y no de sobrevivir.
Por Rafael Arias Carrión
Sangre de mayo, de José Luis Garci
La última película de José Luis Garci se debate entre el quiero, el no puedo y el no sé. A tres niveles: argumental, técnico y político, que se empujan unos a otros hasta el desastre. El director quiere contar uno de sus clásicos dramas románticos a tres bandas, al que dedica más dos terceras partes del metraje, pero al final se acuerda de que está embarcado en una producción laudatoria del 2 de mayo e interrumpe el desarrollo de esa historia para introducir deprisa y corriendo los hechos del levantamiento. Entonces, Garci se ve obligado a jugar en un territorio fílmico desconocido para él, el drama bélico, del que sale escaldado con una serie de secuencias de acción que carecen de todos los elementos que deberían tener: tensión, épica, emoción, dinamismo, nervio y sensación de amenaza. Y para colmo, como el cliente siempre tiene la razón —y en este caso, quien paga es la Comunidad de Madrid—, Garci liquida el filme con una oda sobre la construcción de la nación española tan manipulador con el sentido original de los acontecimientos como las campañas de desprestigio de los servicios públicos que lanza el gobierno de Esperanza Aguirre. La broma ha costado 15 millones de euros, para que luego nos digan que las universidades tienen que apretarse el cinturón.
Por Raúl Álvarez
Sexykiller, de Miguel Martí
Que Paco Cabezas y Miguel Martí han crecido devorando películas de Sam Raimi, Peter Jackson, George A. Romero y su ingente galería de hijos bastardos, y guardan hacia ellas un cariño reverencial, de puro fan adolescente, lo prueba este trabajo en común, irregular pero hipervitamitado de esa arrogancia juvenil que no puede otra cosa que despertar la simpatía, nunca condescendiente, de quien esto escribe. Lo más interesante lo encontramos en una primera parte espídica y francamente ingeniosa, que casi puede verse como una versión zuckeriana del género de los psychokillers, donde se agolpan las parodias más absurdas (la teletienda, el programa rosa con sms), los guiños más logrados (el homenaje a Argento en el bosque) y los golpes de humor negro más divertidos de toda la película. Una pena que hacia el ecuador el ritmo, hasta hace poco sin fisuras, descubra sus primeras boqueadas, el montaje se embarulle y Sexykiller, ya más pastiche que parodia, desemboque en una comedia gore de zombis con homenajes directos a Evil Dead y Brain Dead, eficaz y graciosa a ratos pero mucho menos original y un tanto frustrante vistas las promesas del arranque. Lo mejor, claro está, es disfrutar de esa entregadísima diva capaz de entrar en el juego y bordar cada línea de diálogo, esa Macarena Gómez enfundada en cuero negro de gatillo fácil y sierra eléctrica bien dispuesta. Si el cine español necesitaba una musa contracultural, ya la tiene. Otra cosa es que exista una contracultura en España (que no), y que tal laguna pueda solventarse en los próximos cinco años (que mucho me temo que tampoco). Así pues, una apreciable apuesta romántica con vocación comercial, aroma videoclubero y retranca desmitificadora, que, por lo menos, no es nada cutre en lo puramente audiovisual. Lo que, en tiempos de tanto neothriller hispano de acción reumática y tanta superproducción de cartón piedra, ya es muchísimo.
Por Pablo Vázquez
Sólo quiero caminar, de Agustín Díaz Yanes
Quince años después, Agustín Díaz Yanes rescata a la Gloria Duque de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto para meterla en otro particular vía crucis localizado en Sólo quiero caminar en los submundos mafiosos de España y México. Pero esta vez, acompañada de butroneras profesionales y expertas en la felación, todas ellas con un único fin: la venganza y muerte del macho recalcitrante. Solo así el honor mancillado de las aguerridas féminas será restituido en este argumento exploit que el director de Alatriste intenta enmascarar bajo unos ropajes más sofisticados, atendiendo a la categoría de autor en la que parece estar clasificado. De ahí el flaco favor que se hace al incrustar en los tramos finales de su fraudulenta action movie vibrantes fotogramas de la legendaria Grupo Salvaje (1969), pues logra invocar, sin demasiado esfuerzo, el fantasma de la mediocridad en semejante patata caliente.
Por Óscar Pablos
El somni, de Christophe Farnarier
El 2007, rebuscando, fuimos capaces de descubrir media docena de buenas películas de producción nacional. Este año la lista se ha reducido, y reducido, y reducido, hasta dejarnos tan solos como Joan “Pipa” viajando con su ganado por las dehesas, ya secas por su sobreexplotación. En su magnífico documental, Cristophe Farnarier rueda sin perder detalle, con el espíritu melancólico —Flaherty mediante— de quien se sabe testigo de la agonía de una tradición milenaria (la trashumancia) que lleva dentro una cultura condenada. Los Caminos Reales sólo son ya carreteras. Las tierras están ya parceladas. Los pastos desaparecen. Con la llegada del tren de alta velocidad, Joan “Pipa” se da por vencido. El último pastor trashumante renuncia y vende sus ovejas, y Farnarier se da cuenta de que ha vivido el último viaje, el verdadero final. Por eso el tono romántico de sus imágenes encuentra en Rimbaud su mejor aliado: “Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y las fuentes! No puede quedar más que el fin del mundo, en adelante”. The dream (el somni) is over.
Por Miguel Calero
Spinnin’, de Eusebio Pastrana
El cine del buenrrollismo a mí particularmente me da mal rollo. Las buenas personas en la pantalla siempre me han parecido actores (malos o no) que deambulan a capricho de un guionista que suele sentirse demiurgo sin saber muy bien que significa esa palabra; impostadas marionetas unidimensionales con menos recorrido que un velódromo y más parches que un guión de Pedro Almodóvar o David Mamet. La primera película de Use Pastrana es un desvaído intento de crear un género a partir de las buenas intenciones y cierto concepto libre de la autoría que le salva y le condena al mismo tiempo. Ruda técnicamente, atrevida y presuntamente libre, su inconsciencia le hace mezclar alegremente temas espinosos como el sida o el suicidio con una mirada superficial que no sabemos si procede del conformismo sobrino de nuestra generación (lo importante es hacer una película no realmente hacerla, no sé si me explico) o de la acumulación de clichés provenientes de referentes cinematográficos tan abominables artística como ideológicamente pero que molan cantidubi. A Pastrana le salva cierta candidez y la honestidad de creer en algo y llevarlo a cabo.
Por Manuel Ortega
Todos estamos invitados, de Manuel Gutiérrez Aragón
En el cine español ocurren algunos fenómenos verdaderamente sorprendentes. Uno de los más destacados es el de autores consagrados que un buen día realizan un filme que nos deja estupefactos. Una de las consecuencias debería ser revisar de inmediato la carrera de ese supuesto autor de prestigio. Es el caso de este trabajo de Gutiérrez Aragón, un filme banal, completamente inverosímil, con un buen puñado de interpretaciones forzadas y artificiosas, desnortado… risible a ratos. Y el problema se agrava cuando la película va acompañada por las ínfulas de gran obra, por su supuesto compromiso social o por un poco de ambas cosas al mismo tiempo, como es el caso. Se trata de una obra a la que se le perciben las costuras sin acercarse siquiera a ellas y, por eso mismo, son más notorias las distancias entre logros e intenciones. Una película sobre E.T.A. donde nada de lo que atañe a E.T.A. resulta mínimamente creíble; un filme sobre la sociedad vasca donde la sociedad vasca brilla por su ausencia; una película sobre la valentía que es pura cobardía creativa.
Por Enrique Pérez Romero
El último justo, de Manuel Carballo
A estas alturas del partido quien más y quien menos ya está un poquito harto de sectas religiosas, elegidos y asesinatos rituales. Un cúmulo de tópicos que se van repitiendo, cual ingente ingestión de ajos, en el panorama cinematográfico actual y que, sinceramente, cada vez tienen menos gracia. Posiblemente, El último justo sea el ejemplo más nefasto de todos los que componen esta especie de subgénero. Y lo es por varias razones. La primera, que se toma en serio a sí misma, sin darse cuenta de la extrema mediocridad de todos y cada uno de los factores artísticos que la componen (guión en primer término) y que, irremediablemente, la abocan al más absoluto desastre. Segundo, porque el film no sirve ni como un mero vehículo de evasión. Es aburrido, repetitivo, carente de ritmo, por mucho que Carballo se empeñe en hacer vacuos subrayados mediante una planificación en exceso nerviosa que no logra ofrecer ni el menor atisbo de dinamismo. Y tercero, porque incluso un actor de la talla de Federico Luppi se las ve canutas para defender un personaje acartonado. Algo que se puede extender al resto del reparto del film, compuesto por actores más que solventes (Ana Claudia Talancón, Diego Martín o el siempre espléndido Antonio Dechent) que intentan hacer lo que pueden con los suyos aunque ello acabe resultando un esfuerzo de todo punto inútil. El último justo no es más que la materialización de la nada. De un argumento sobado, una dirección imposible y unos resultados para olvidar.
Por Joaquín Vallet Rodrigo
Uno de los dos no puede estar equivocado, de Pablo Llorca
Menos concentrado en la relación amorosa de los personajes que su magistral anterior film, La cicatriz (2004), este sexto largometraje de Pablo Llorca opta por conceder mayor atención a las variadas maneras en que los relatos se hacen presentes para las personas y cómo afectan a sus vidas. En Beirut, el Diablo conoce a Almudena, una periodista de televisión; temiendo enamorarse, no se reúne con ella en la siguiente cita, por lo que se da una segunda oportunidad en Madrid, donde Almudena ya ha formado una familia. En el transcurso del film, los diferentes relatos que aparecen funcionan a modo de boyas de una historia sentimental que parece abocada al fracaso desde el principio; comenzando por un episodio onírico hasta la que se manifiesta como la forma más banal de narración: el reportaje televisivo. Todo ello ejecutado con un cierto desaliño técnico no incompatible con la seria búsqueda formal que se plantea Llorca en cada una de sus obras.
Por Jaime Natche
Vampir-Cuadecuc, de Pere Portabella
Probablemente la película más brillante estrenada en 2008 se rodó en 1970. Con Vampir-Cuadecuc Pere Portabella elaboró una inteligente variación sobre el mito de Drácula que acabó convirtiéndose, muy a su pesar, en otro objeto mítico, en este caso perteneciente a la particular mitología de las obras invisibles —o casi—, sepultado por la censura primero y por los avatares de la distribución después, y que este año por fin salía de la oscuridad —sólo mitigada por algunos pases clandestinos o algunas proyecciones en museos y filmotecas—, que al fin resurgía de las Tinieblas, en involuntario y fascinante paralelismo con su propio protagonista. Como se ha comentado innumerables veces, el filme de Portabella es el resultado del proceso de vampirización que efectúa sobre El conde Drácula, una película dirigida por Jesús Franco; pero en el diálogo entablado con esta cinta también es convocado, más secretamente, el mito de Frankestein: Vampir-Cuadecuc demuestra que sobre unos mismos materiales, sobre una misma realidad, transformados y reorganizados a través de diversos recursos —la extraordinaria fotografía de Manel Esteban, los efectos sonoros o la música de Carles Santos, la supresión de los diálogos, el minucioso trabajo de montaje,… — es posible crear una nueva criatura fílmica, lúcida e inquietante a partes iguales, reflexiva y poética simultáneamente, mucho más cerca de Murnau o Dreyer que del propio filme de Franco; que del cine de prosa al cine de poesía sólo dista una mirada. Ejercicio de deconstrucción lingüística, reflexión metacinematográfica, cuestionamiento de los mecanismos discursivos del cine convencional —hecho con la inestimable complicidad de Jesús Franco y su equipo, no hay que olvidarlo—, puesta en práctica de unos modos de producción absolutamente al margen del sistema, metáfora política y praxis ética, Vampir-Cuadecuc es todo eso y mucho más; en realidad, como demuestran sus mudos intérpretes, la recóndita belleza de la película se encuentra en lo que no se puede decir.
Por José Francisco Montero
La vida en rojo, de Andrés Linares
Figura fundamental del cine militante español en la última etapa del franquismo y la transición, el nombre de Andrés Linares suena junto a los de, por ejemplo, Helena Lumbreras, Pere Ignasi Fages o Manuel Esteban, quienes, frecuentemente asociados en colectivos semiclandestinos y vinculados al Partido Comunista, desarrollaron una actividad caracterizada por la urgencia y la crítica social. Linares es cofundador del Colectivo de Cine de Madrid (1970-78) y debuta en el cine comercial con Así como habían sido (1987). Para La vida en rojo se basa libremente en la novela “El vano de ayer”, de Isaac Rosa, junto al que escribe el guión, y en ella describe la persecución política en la aulas universitarias durante los años sesenta, con especial atención a las torturas a las que eran sometidos los grupos contestatarios. La película tiene la particularidad de estar narrada retrospectivamente a través de unos jóvenes periodistas que realizan, en la actualidad, un documental sobre aquellos hechos; recurso que, por otra parte, no llega a ser aprovechado de modo satisfactorio.
Por Jaime Natche