El pasado mes de marzo el sello Avalon estrenó entre nosotros en formato DVD, dentro de la colección filmotecafnac y con el buen gusto acostumbrado, el último largometraje concluido del realizador húngaro Béla Tarr (Pécs, 1955), El hombre de Londres, presentado hace cerca de dos años en la 60 edición del Festival de Cannes.
Paisaje y tiempo
Para Béla Tarr cine y literatura son dos lenguajes muy distintos. Por eso, cada adaptación representa un itinerario nuevo, impredecible. No hay reglas fijas. Da igual que trabaje regularmente con un mismo guionista, Lászlo Krasznahorkai, a quien ha adaptado ya en dos ocasiones. Cada película debe surgir del libro de forma natural. Si en Sátántangó (1994) ambos decidieron mantener la estructura de la novela y la idea de su dispersión en capítulos independientes, en Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniak, 2000) poco queda de la obra de Krasznahorkai: su estructura dramática, la mayoría de sus personajes y situaciones son completamente nuevos.
Antes de ver El hombre de Londres cabe preguntarse ¿qué pueden tener en común Georges Simenon y Béla Tarr? Pues bien, aunque parezca extraño, existe una cierta afinidad entre ellos. Comparten, lo primero, un similar sentido del ritmo. Pesado, lento —en el caso del escritor belga—, fatigado, como el de su propio inspector Maigret, desesperado, en novelas como Tres habitaciones en Manhattan, La fuga de Monsieur Monde o El tren de Venecia; contemplativo y expectante en el del cineasta húngaro, como el de quien se toma su tiempo para observar el mundo que le rodea, como bien demuestran los tiempos muertos de las dos películas ya citadas, por limitarnos a sus últimas obras maestras. A ambos les resultan más atractivos personajes (corales, secundarios) —»escribiendo una novela, veo a mis personajes y los conozco hasta en sus detalles más insignificantes» (Simenon)— y ambientes [1] que el desarrollo de unas tramas que avanzan sordamente, sin estridencias. «En nuestras películas —a menudo Tarr se refiere en plural a la autoría de su obra, incluyendo en ella a su esposa, Agnes Hranitzky, editora de todas sus películas y codirectora de El hombre de Londres— las localizaciones poseen un rostro. Son igual que un actor» [2].
El hombre de Londres quizás sea un nuevo punto de inflexión en la carrera del cineasta húngaro. Es indudable que dentro de su obra (compuesta hasta el momento por ocho largometrajes, cuatro cortos, un documental y una versión de Macbeth para la televisión pública húngara) ha habido una clara transformación tanto en el contenido como en el estilo de sus películas. A pesar de que Tarr nunca se ha considerado como un cineasta político (la política no casa bien con su fiero individualismo), es innegable que sus primeras películas —Nido familiar (Családi füzfészek, 1979), Szabadgyalog (1981), Panelkapsolat (1982), Öszi almanach (1985)— describen conflictos sociales y nos hablan de una Hungría en crisis durante los últimos años de la dominación comunista. En ellas predominan los escenarios urbanos, el protagonismo de la clase obrera, y, estéticamente, destacan por sus encuadres forzados, un uso abrupto del montaje y por un realismo crítico alejado de la imagen cinematográfica oficial. Después, a partir de La condena (Kárhozat, 1988), Tarr a redirigido su mirada a la realidad que le rodea, elaborando un cine (que a él le gusta denominar anti-cine) más poético, con un peso mayor de la estética, y que, a través de una gran libertad dramática, pretende captar no ya la lógica interna de los tiempos, de los acontecimientos, sino la de la propia vida. Para ello, recurre a esas larguísimas secuencias que le han hecho famoso, llenas de organicidad, que pretenden mantener una intensidad dramática y emocional, a la vez que establecer una meta-comunicación con el espectador más allá de lo verbal. Es necesario el proceso de crear la acción, verla nacer, crecer, explotar; plantear una evolución psicológica («Es muy importante hacer de la película un proceso psicológico real» [3]) en vez de argumental. Se trata de que el público viva con él sus historias. «Espero —ha reconocido— que nos acerquemos más a la vida que al cine» [4], algo que también se puede apreciar en la importancia mínima que otorga al montaje («lo importante es saber donde no hay que cortar» [5]) y en el hecho de que la línea narrativa de estas películas se vuelve cada vez más tenue y difusa, un elemento secundario.
Esta transformación, como él mismo ha descrito, va de lo social a lo ontológico y a lo cósmico. Del entorno social al Ser y a su lugar en el Universo. No es extraño que la palabra más utilizada por el cineasta en sus entrevistas sea realidad, pues, filósofo a su pesar, su búsqueda no es otra que la de la Verdad última del hombre. ¿Cómo aproximarse más a la vida real?, se pregunta. Y él mismo se responde: «Tengo la sensación de que hacemos siempre la misma película. Solo que, siempre, un poco mejor» [6].
[1] «Lo que me llamó la atención [de la novela] fue la atmósfera. Es de noche. Alguien está sentado en una jaula, solo. No sucede nada. La ciudad duerme. Las olas del mar rugen. Esa es la imagen que me cautivó» (Tarr a Laure Adler en France Culture con motivo del estreno de la película en Francia el 24 de septiembre de 2008).
[2] Romney, Jonathan: Out of the shadows en The Guardian, 24 de marzo 2001.
[3] Schlosser, Eric: Interview with Béla Tarr en Bright Lights Film Journal nº 30, octubre 2000.
[4] Ballard, Phil: In search of the truth: Béla Tarr Interviewed en Kinoeye (New Perspectives on European Cinema), Vol. 4, nº 2, 29 de marzo 2004.
[5] Schlosser, E.: Op. cit.
[6] Schlosser, E.: Op. cit.
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