Outrage

Códigos desconocidos

Mucho se ha venido cuestionando durante los últimos años el cine del que en su día fuese alabado de forma casi unánime a la luz de obras como Flores de fuego (Hana-bi, 1997) o El verano de Kikujiro (Kikujiro no natsu, 1999). Las dudas creativas que cercaban al propio Takeshi Kitano, más pronunciadas tras el estreno de Zatoichi (2003) y expuestas a la vista de todos en dos peliculones tan autorreferenciales como autobiográficos y autorales —Takeshis (2005) y Glory to the Filmmaker! (Kantoku Banzai!, 2007)—, impulsaron también a todos a denostar, casi por empatía, al antaño bienamado ídolo, a pesar de las infinitas virtudes cinematográficas de esas obras incomprendidas.

Probablemente esto tenga gran parte de culpa de que no hayamos podido presenciar en una sala comercial una obra maestra como la desoladoramente triste y demencialmente divertida Akiresu to kame (2008) y que hayamos tenido que esperar a 2012 para el estreno comercial (de momento en tan solo cinco ciudades) de esta Outrage que ya tiene dos años de edad y una secuela estrenada en Japón de la que afortunadamente hemos podido disfrutar en la reciente edición número 45 del festival de Sitges.

Kitano vuelve al género que le vio triunfar, aquel que echaban en falta aquellos que no disfrutaron con sus obras nacidas de la crisis interna, y lo hace poniendo a las mafias yakuza como un trapo. Es algo comprensible, y es signo de los tiempos. La expansión del capitalismo, que metafóricamente hablando es comparable a la de Tetsuo en el desenlace de Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988) se traduce en la corrupción de la política y de todos los estratos que subyacen bajo esta (la ley y el orden) y sobre esta (instituciones financieras, grandes corporaciones…) hasta el punto de convertir al dinero en el sueño, las pesadillas y la realidad de cualquiera, y hasta el punto de que casi cualquiera haría casi cualquier cosa por conseguir más y más.

Y aunque los japoneses tienen fama de educados, y la yakuza en particular de seguir unos estrictos códigos de honor (derivados de los de los samuráis, que definitivamente vivían en otro tiempo muy diferente) lo que Kitano viene a decirnos es que lo verdaderamente importante aquí y ahora es el parné, salvar el pellejo, controlar la situación: quitarte a ti para ponerme yo y tener ojos en la espalda para que el de más allá no vaya a hacer lo mismo. Y elige el mundo de la yakuza pero las conclusiones son perfectamente extraíbles del (y extrapolables al) mundo en que nos ha tocado vivir en casi cualquier contexto posible.

Un malentendido entre bandas mafiosas, origina un efecto bola de nieve en el que cada nueva vuelta trae consigo más muertes y más conspiraciones. En esta ocasión la música (de nuevo a cargo de Keiichi Suzuki) que tanto protagonismo tuviese en la mayor parte de su obra previa queda relegada a un segundo plano, destacando únicamente en pequeños momentos puntuales. El poderío se encuentra en las imágenes, en el montaje encadenado de esas secuencias que nos llevan de una a otra de esas conspiraciones que habitan en un microcosmos donde palabras como moral u honor simplemente han desaparecido del diccionario y los códigos se han convertido en formalidades que se pueden hacer y deshacer a gusto del consumidor.

La belleza puede estar en la violencia, ya sean unas gotas de sangre que encharcan lentamente el suelo, una visita al dentista inolvidable, o el manejo de unos palillos que pueden ser armas mortales como ya descubrimos en Brother (2000). Pero no es la violencia el único enlace con el resto de la obra del nipón. Las mujeres, de forma casi subrayada, no pasan de ser una mera anécdota (la esposa de Otomo, el personaje interpretado por Kitano, tiene dos frases, ambas propias de una mujer florero, y la tercera vez que aparece es un cadáver; me atrevería a decir que el resto de personajes femeninos que aparecen son todos prostitutas). La misoginia es algo tan inherente a la obra de Kitano como las drogas a la vida de Robert Downey Jr., y del mismo modo se integran en su universo cinematográfico la presencia del juego (el béisbol en la cárcel, la ruleta en el casino) o de la playa (en ese desenlace que aparentemente cierra un círculo, pero que sin duda volverá a empezar, pues no es sino una espiral creciente), y un sentido del humor realmente difícil de clasificar (y aquí, eso sí, muy escaso, pues tampoco es lo que pide la historia): El mismo hombre que puede hacerme llorar de risa con simples planos fijos precedidos de breves elipsis (una de sus marcas de la casa), puede colar chistes sobre negros (pobre el embajador del imaginario país africano) o humor físico (el gag repetido de los vendajes) en momentos en los que es verdaderamente complicado reírse, pero tienes que hacerlo. Es como si un yakuza te obliga a cortarte un dedo con un cutter para pedir disculpas. Es una mera formalidad.