Divino Andreotti
Tradicionalmente la cinematografía italiana, al menos desde el neorrealismo, ha sido una de las más prolíficas y honestas a la hora de reflexionar sobre los momentos menos gloriosos, que no han sido pocos, de su historia más reciente. Una historia marcada fundamentalmente por una inestabilidad política que es consecuencia directa de los continuos cambios de gobierno y las numerosas acusaciones de corrupción vertidas sobre sus representantes. Las razones de este panorama político tan convulso pueden atribuirse a diversos agentes, entre los que destacan la idiosincrasia caótica del sistema multipartidista y el consecuente oscurantismo que rodea a los pactos secretos y alianzas fraguadas en los pasillos del Parlamento, pero en última instancia hemos de achacarlo a los ineludibles conflictos de interés impuestos por la influencia de la iglesia católica y la mafia en todos los ámbitos de poder de la sociedad italiana.
Tanto Il Divo, vitriólica visión de la figura del maquiavélico Giulio Andreotti en clave de opera-rock, como Gomorra, retrato descarnado e hiperrealista de la camorra napolitana, son estupendas películas que redefinen sus respectivos géneros (el biopic y el cine de gángsters) y parecen prefigurar un risorgimento de los buenos tiempos del cinema italiano. A parte, ambos films pueden adscribirse con facilidad a esta vertiente político-social tan característica del celuloide transalpino de los años 60 y 70, si bien es cierto que sus planteamientos cinematográficos no podrían ser más opuestos.
Para hablar de Il Divo, razón primigenia de la redacción de estas líneas, es inevitable introducirnos, aunque sea de manera somera, en la biografía de su protagonista absoluto. Giulio Andreotti (Roma, 1919) es con toda probabilidad el máximo exponente vivo de la Democracia Cristiana y un auténtico icono social en su país, amén de haber sido uno de los personajes centrales del sistema político italiano a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Desde 1946, año en que fuera elegido miembro de la Asamblea Constituyente, Andreotti ha estado presente de una u otra forma en el Parlamento italiano, ya fuera como ministro (en un sinfín de ocasiones) o como Presidente del Consejo de Ministros (llegando a constituir siete gobiernos Andreotti), durante más de cuatro décadas. En los días de su último mandato como Primer Ministro (periodo en que se centra la acción del film) fue juzgado por asociación con la mafia y por haber encargado el asesinato del periodista Mino Picorelli. Finalmente, quedó absuelto de todos los cargos y en la actualidad es senador vitalicio del Senado italiano.
Paolo Sorrentino, al que conocimos por estas tierras gracias a la excelente Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, 2004); deja claro que, aunque su película esté inspirada en la vida de un personaje real, su intención no es la de hacer una representación realista de ese personaje, sino más bien todo lo contrario. El gran acierto de Il Divo es que sabe establecer las pautas que van a marcar el relato desde el mismo comienzo del mismo. Así pues, la película se abre con un plano del grotesco rostro de Giulio Andreotti iluminado desde abajo y enmarcado por una absoluta oscuridad que le otorga un aspecto misterioso, casi de mascara funeraria. Este efecto esperpéntico se ve inteligentemente potenciado por las agujas que utiliza para calmar sus jaquecas crónicas. De esta forma el cineasta napolitano deja muy claro que su animadversión hacia el personaje es manifiesta y que la exaltación del artificio, rasgo de estilo característico entre los cineastas posmodernos como Sorrentino, va a ser una constante a lo largo de un metraje que se va a mostrar exultantemente autoconsciente de su capacidad intergenérica.
Estamos pues ante un film político que nada tiene que ver con el cine político que conocemos, aunque tal vez podríamos acercarnos si metiéramos en una coctelera algunos films de Elio Petri (Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto), Francesco Rosi (Il caso Mattei) y de Oliver Stone (Nixon, W). Sin embargo, tampoco seriamos capaces de entender la idiosincrasia de Il Divo sin el gusto por el montaje en paralelo de Martin Scorsese —cf. la identificación simbólica de la carrera de caballos con el asesinato de Salvo Lima o la serie de muertes que podemos ver al principio del film—, ni sin el ralentí tan asociado al Spaghetti-Western de Sergio Leone —cf. La presentación de la llegada de los miembros del gobierno Andreotti al Palacio del Quirinal con silbidos y chasquidos en la banda sonora incluidos— o la sincronización entre imagen y música y el sentido del humor de Quentin Tarantino. Dentro de este maremagno de referentes fílmicos, tan sabiamente insertados dentro de una película de complexión hiperbólica, saturación informativa y ritmo endiablado, emerge la composición que el gran Toni Servillo hace de ese Nosferatu moderno que es Andreotti y, cómo no, esa demoledora confesión/justificación que Sorrentino disocia tajantemente del relato creando una ambigüedad onírica que aporta una especial intensidad al que es el momento cumbre de la cinta.