El Hobbit: Un viaje inesperado

Tolkienland

Durante la conferencia de prensa de presentación de El Hobbit: Un viaje inesperado, Peter Jackson declaraba que una de las inspiraciones que le llevó a rodar la película fue el poder experimentar Star Tours en Disneyland, la atracción del universo Star Wars que produjo George Lucas para el parque californiano. En esta ride se propone al visitante una total inmersión en el universo galáctico a través de un sistema de simulación de movimiento y de la proyección de imágenes en 3 dimensiones. La línea argumental de la misma queda reducida a una simple línea de interactuación con el usuario y las leyes de la narrativa y la franquicia son interrumpidas en beneficio de la exploración de un mundo sin barreras. A través de los escasos 4 minutos de la atracción, se puede pasar de la trilogía clásica a la más reciente sin más explicación que una simple transición suave. El espectáculo es capaz de quebrantar cualquier ley cinematográfica para buscar el placer inmediato del espectador.

El crítico y espectador actuales no pueden ser tan ingenuos de atenerse únicamente a herramientas y argumentos clásicos para valorar las nuevas formas de blockbuster que continúan surgiendo año tras año. Cuando hablamos de estrenos como El Hobbit: Un viaje inesperado no estamos hablando únicamente de productos cinematográficos sino de espectáculos transmedia donde el cine no es más que una simple excusa para vender un paquete entero de entertainment. ¿Hasta qué punto podemos asegurar que estamos ante una unidad independiente narrativa con una entelequia propia?  Más allá de razones meramente económicas o de producción, ¿Podemos hablar con propiedad de un vehículo con una identidad propia? Ambos, crítico y espectador, no deben quedarse en la superficie y en los arquetipos a la hora de fundar su juicio, cuando la narrativa tradicional es fracturada de tal manera, anclándose a parámetros clásicos y ya anquilosados como la duración o las necesidades adaptativas del paso de la novela al cine.

El análisis de una película como El Hobbit: Un viaje inesperado sólo es concebible dentro del entorno de lo virtual, aceptando su no realidad como película completa y única, comprendiendo su existencia como un paseo interactivo por un universo previamente creado, una experiencia no muy diferente a la de pasear por un parque temático, espacios y experiencias artificiales que ejercen como resonancias de un concepto de realidad.  De esta manera, Jackson puede retorcer la narrativa cinematográfica a su antojo, detener durante largos minutos el proceso argumental para recuperar extractos del pasado en forma de La Comarca o Rivendel e introducir meros cameos que actúen como souvenirs del recuerdo del seguidor del universo literario o de las películas anteriores o concebir las escenas de acción como thrill rides, atracciones de vértigo con las que amenizar la visita al espectador con más interés por el espectáculo adrenalítico. ¿Acaso todo el segmento de Acertijos en la oscuridad no es algo más que otra parada recreacional obligatoria por el universo literario de Tolkien? Una recreación artificial de lo que podemos entender por literalidad de un texto. Incluso su protagonista, Bilbo Bolsón, interpretado por Martin Freeman, acaba siendo un guía virtual, un tutorial que sirva de acicate para nuestro paseo por la Tierra Media, su progresión como héroe disfuncional no deja de ser paralela a la nuestra y por consiguiente a la de la propia película.

A diferencia de El Señor de los anillos, su saga precedente, El Hobbit: Un viaje inesperado, jamás respira una progresión narrativa dramática, no hay una ficción inherente que se crea a sí misma. Todo es una imagen virtual de una posible ficción que queremos ver representada. Representaciones y sensaciones artificiales para tiempos ficticios.