El placer de las cosas sencillas
En la simplicidad se encuentran las cosas más hermosas que nos ofrece la vida. Una canción, el recuerdo de una mirada, de una caricia… a veces, en una melodía o en una película, nos da la sensación de que se concentra toda la sabiduría del mundo, y que esos fragmentos de música y de cine están llenos de plenitud y son capaces de devolvernos la confianza en aquello que nos rodea, aunque sólo sea durante unos instantes. Entonces nos da la sensación de que somos capaces de sobrellevarlo todo, de minimizar nuestros problemas y de seguir adelante sea como sea. Son píldoras energéticas sin aditivos ni colorantes que nos ayudan a sobrellevar estos tiempos de crisis, que nos reactivan y nos contagian con su espíritu adictivo y goloso y nos ofrecen la oportunidad de encarar las cosas desde una perspectiva menos tremendista. Cada persona seguro que tiene sus particulares píldoras. En mi caso, por ejemplo, consisten en escuchar a Franco Battiato y a Carmen Consoli entonar Tutto L´universo obbedisce all´amore, o ver el último film de Hayao Miyazaki, Ponyo en el acantilado.
Es curioso que muchos autores poseedores de universos muy particulares, después de haber conducido su filmografía por territorios cada vez más alambicados, llegue un momento en el que, de forma natural, vuelvan a la sencillez que impregnaba sus inicios. Es precisamente lo que le ha ocurrido a Hayao Miyazaki después de realizar dos películas tan ambiciosas y ornamentadas como El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) y El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004). No se trata de un retroceso, sino más bien un síntoma de culminación de un estilo. Después de una extensísima carrera dentro del campo de la animación, Miyazaki lo ha logrado prácticamente todo, hazañas cinematográficas que jamás hubiéramos imaginado; y cuando creíamos que no nos quedaba nada por ver, una vuelta de tuerca nos devuelve una esencia que creíamos haber perdido, un aroma familiar que nos retrotrae mucho tiempo atrás.
Ponyo en el acantilado es una película eminentemente infantil. Y en su reivindicación de ese sustrato cándido e inocente reside su humilde grandeza. Ponyo nos recuerda a Mi vecino Totoro (Tonari no totoro, 1988), una de las primeras películas que pudimos ver (al menos en mi caso) de Miyazaki, y también una de las que muchos recordamos con un mayor cariño. Ambas coinciden en estar elaboradas a través de un trazo gráfico mucho más elemental y artesano, y sobre todo se caracterizan por tener un núcleo narrativo más compacto que se limita a describir una única aventura, ciñéndose ésta a las experiencias vitales de una serie de personajes dentro de su ámbito privado. No hay cambios de escenarios, el núcleo argumental se encuentra menos abigarrado y el viaje que emprenden los protagonistas (siempre presente en los films de Miyazaki) se limita a trazar un itinerario sin apenas recorrido físico, aunque sí lleve implícito, cómo no, un imprescindible aprendizaje emocional.
Un día el niño Sosuke se encuentra con un pez de colores y le bautiza con el nombre de Ponyo. A partir de ese momento, Ponyo soñará con convertirse en humana para ser como Sosuke y poder estar siempre con él. Esta derivación del cuento de Hans Christian Andersen, La Sirenita, le otorga la oportunidad al director de animación japonés de poder desarrollar algunos de los fundamentos sobre los que ha desarrollado su obra, como es la espiritualidad de raigambre sintoísta a través de un profundo respeto hacia el medio natural que nos rodea.
Así, Ponyo en el acantilado, nos traslada al ámbito marino y nos muestra las riquezas de un océano lleno de misterios regido por deidades a las que hay que respetar si no se quiere alterar el precario equilibrio que se establece entre los seres humanos y el medio en el que habitan. Un espacio que además le sirve al realizador para explorar la fauna del mar con el acostumbrado detallismo con el que nos tiene acostumbrados a la hora de perfilar sus criaturas, y para componer tanto valses como sinfonías coreográficas formales en las que aprovecha los elementos de la naturaleza para crear un torrente de sensaciones a la manera de un tsunami de resonancias wagnerianas que arrasa con un poder tan destructivo como purificador en secuencias de arrolladora fuerza visual. Al mismo tiempo, Miyazaki vuelve a configurar una emocionante historia de amor y amistad y compone un magnífico retrato a través de la figura de Ponyo, que se inserta a la perfección dentro de su ya larga nómina de heroínas femeninas, tozudas, traviesas, generosas y con una fortaleza interior capaz de cambiar el orden del mundo con tal de llevar a cabo sus deseos y cumplir sus objetivos.
httpv://www.youtube.com/watch?v=CnefoTzouXk
Ponyo en el acantilado es una obra de contagio inmediato, como esos estribillos que no se te van de la cabeza y los sigues recordando aunque haya pasado mucho tiempo. Puede que Miyazaki tenga mejores obras, sin embargo, la ventaja de Ponyo (como también le ocurría a Mi vecino Totoro) es que su gramática narrativa es tan simple y contagiosa, fluye de manera tan armoniosa, que te impregna sin que apenas te des cuenta. Y es que el film es igual de pegadizo que su tema musical. ¿Puede alguien dejar de canturrearlo después de haberlo escuchado una sola vez? Así de hondo penetran las imágenes de Miyazaki cuando uno posa su vista sobre ellas. Su poesía libre e imaginativa impregnada de inteligencia, es de las que no se olvidan.